domingo, 31 de mayo de 2009

Hermanos


















El torero mira su herida, donde confluye la mirada de su hombre de brega, parapetado en un capote al que se aferra con la mano derecha rabiosa mientras la izquierda se levanta en el aire, planeando sobre el instante, sorprendida, dispuesta para la caricia si falta hiciera.

Salvador Cortés mira su herida. Luis Mariscal, al quite, dibuja barreras de seda que le guarden las espaldas un pasito por detrás.

Hermanos en sangre. Hermanos de sangre. Hermanos.

(La foto es de Juan Pelegrín, que me puso en suerte para este comentario. Gracias)

sábado, 30 de mayo de 2009

Ángeles y demonios


No es el título de un best seller de consumo ni de la última película sobre conspiraciones vaticanas más allá del bien y del mal.

A veces los ángeles, apostados en el burladero de los sevicios médicos, contrarrestan los desaguisados de los demonios de los despachos, donde los modestos apenas hacen ruido, sin exigencias de caché y ganado pasado por el aserradero.

Ocurría el miércoles, pero aún tengo en la retina, incrustado en la memoria y en el estómago, el cornalón sufrido por Israel Lancho, oscilando entre el cielo y el suelo, entre la vida y la muerte, prendido del asta de un Palha al que se enfrentó supliendo con valor su falta de oficio y de rodaje.

Lancho apostó todo o nada en la estocada al sexto; matando, casi muriendo, con el hambre de los que llegan a Madrid con la hoja de servicios inmaculada. Lancho se enfrentó con la muerte a cara de perro en su primera comparecencia de la temporada. Los demonios de los despachos lo llevaron a anunciarse en un cartel para el que no está preparado, con toros-toros que las figuras –que por valor y por oficio deberían lidiar estos hierros–, no quieren ver ni en pintura.

Se lo llevaron a la enfermería como a un Cristo recién descendido de la Cruz. Con astillas incrustadas en las carnes. Con lentejuelas incrustadas en las carnes, sangre y oro, el precio de la gloria. Con las carnes abiertas por un puñal que abrió una brecha por donde pudo escaparle el alma, mientras a los demás se nos reventaban también las carnes de puro dolor, como si descubriésemos por vez primera la tragedia de la fiesta.

Ángeles sobrevolaban la plaza y lo descendieron a las manos de García Padrós y su equipo, mientras los demonios de la vanidad y la insensibilidad tomaban a partes iguales una plaza que pierde a pasos agigantados su esencia y su criterio. ¿Quién, en esos momentos, pudo aplaudir a un toro? ¿Quién, en esos momentos, fue capaz de ovacionar a un mayoral que salió a saludar, animado por el ganadero, cuando la vida de Lancho era incertidumbre sobre el hule?

Ángeles y demonios se dieron cita en Madrid. Y las manos de Dios dejaron su huella en los bordes del precipio, suturando con esperanza la herida.

(La foto, una vez más, es de Juan Pelegrín. La columna aparece hoy en el suplemento La Glorieta de Tribuna de Salamanca, que llega a su número mil. Con mi querido Alfonso siempre en el recuerdo y en el corazón - gracias, maestro, por tu pluma de hiel y terciopelo-, felicidades, Paco)

jueves, 28 de mayo de 2009

Israel Lancho, que cose su herida


No voy a traer aquí una foto de la espeluznante cogida que ha sufrido esta tarde Israel Lancho en Las Ventas, que sigue oprimiéndome el estómago, atravesado en puntas por la angustia de su brutal puñalada.

No quiero verlo con el pecho atravesado, suspendido entre la vida y la muerte en un espacio de tiempo que es eterno aunque sean instantes. El año pasado, el torero extremeño confesaba que se iba de Las Ventas con el alma partida por no poder cuajar a un Cuadri. Hoy, uno de Palha se la ha reventado de verdad y a punto ha estado de aprisionarla para siempre.

Yo quiero a un Israel Lancho con las zapatillas asentadas en el suelo, como si la arena le reclamase constantemente los pasos. Quiero a la promesa que alguna vez he escuchado recitar como si fuese una oración a la Virgen de la Esperanza por boca de Andrés Vázquez, que me sostuvo de niña en sus brazos. Lo quiero como un junco emergiendo del barro y de las aguas, firme en la arena firme, sin levitar sobre la nada a merced de un pitón que lo mismo trae la gloria que muerte.

Este es el drama, la verdad descarnada de la fiesta, la apuesta a cara de perro de los que llegan a Las Ventas a lidiar encierros que no querrían ver ni por asomo quienes copan el escalafón, quienes imponen sus condiciones en los despachos, quienes están suficientemente rodados como para medirse ante un toro íntegro con dos puñales en las sienes planeando precipicios en las carnes.

Israel Lancho, en esta noche de triplete azul y grana, le rezo a mis dioses para verte atado a la tierra, erguido como una espiga en los campos dorados de nuestras plazas bajo el sol del verano.

Descansa y duerme, torero. Y sigue lidiando, cosiendo en cada latido la herida sin dejar que se escape ni un ápice de vida.

(La foto es de Juan Pelegrín. Madrid, Las Ventas, 2008. Gracias siempre, Juan)

sábado, 23 de mayo de 2009

De Morante, al cielo


Llovía. Diluviaba en Burgos aquel 29 de junio de 1997, fiesta de San Pedro por más señas, las compuertas del cielo abiertas, las llaves derrotadas de tanta clausura.

Llovía agua bendita de bautizo, faldones de seda prieta, blanco y oro, para Morante de la Puebla. Recuerdo el agua bajando por los tendidos como una tormenta de verano, buscando su salida natural al callejón por los aliviaderos de barrera, el bolso casi flotando en el suelo como un barco sin velas, la ropa como un trapo, el pelo empapado, la piel empapada, Rincón cediendo los trastos, Cepeda ­el mentón también hincado­ asintiendo; su capote acariciando, aguas del Guadalquivir en el ruedo.

Como un milagro surgido del agua, llovían promesas y sueños. Morante oficiando la primera liturgia, apuntando las direcciones de los dioses en su agenda de bolsillo para llamarlos de tú a tú. Y así los convoca, madurado en sombras y dolores, tan resplandeciente, tan claro, tan inmenso desde su capote a la boca de riego, allá donde dos medias son eternas después de las eternas verónicas; allá donde brota el agua que no desciende del cielo, que asciende de la tierra para volver a ser tierra mojada, derroche y bendiciones, chicuelinas ceñidas al cuerpo como una hembra colmada después de haber amado.

Morante de agua y sal, Morante fumándose el tiempo como si el tiempo mismo anduviese liado en un habano prendido a sus labios, tabaco de quemar aliñado con sus silencios. Morante llorando hacia adentro la verdad de sus carnes, confesando pecados y gloria a los dobladillos de la camisa, vaciándose en la tarde en que Madrid quedó rota por bulerías de tierra adentro.

Madrid entregada como una hembra en celo, Madrid en pie resonando jaleos, resucitando la magia, de Madrid a la nada, de Madrid al cielo. De Morante al cielo, 21 de mayo, el sol en lo alto, las lágrimas, el agua y la sal, veintitresmil almas danzando el asombro, sostenidas en sus muñecas sin apenas peso, tan leves, despojadas del plomo de sus veredictos.

Llovía. Diluviaba agua bendita aquel 29 de junio en Burgos, faldón de seda prieto, blanco y oro, la promesa, primera página bisoña de la grandeza de un torero, el azahar prendido a los muslos, la herida que no cesa rompiendo el viento. De Madrid al cielo, Morante. De Morante al cielo.

(La foto, una vez más, es de la magistral cámara de Juan Pelegrín)

viernes, 22 de mayo de 2009

Morante se fuma el tiempo


Morante se fuma el tiempo en su puro de entre toro y toro, musitando secretos en cada bocanada como quien desgrana las cuentas de un rosario y lanza sus misterios gozosos al viento.

Morante aspira las palabras que se perdieron en la arena, devolviendo al aire el círculo caprichoso que traza su aliento, la alquimia del humo al beso; del beso al capote; del capote a las tripas, doliendo de puro bonito, tan adentro.

Morante se fuma a los dioses en el callejón, meciendo en sus manos el bramido seco de un templo circular en pie, de Madrid al cielo. El rito, el purgatorio; el incienso del toreo consumiéndose para siempre en su boca, perfumando, bendiciendo.

Morante se fuma las plegarias y escupe versos, los párpados caídos, puyazo que no hiere en el pecho, la carretera de la sangre en la palma, la izquierda que acaricia y castiga como un amante en celo, el corazón galopando. La locura. El silencio.

Morante se fuma el tiempo y lo lía como tabaco de aroma en las puertas del deseo, quemando seda sobre el estómago, dictando verónicas como lenguas recitando el toreo antiguo; la verdad, el gozo y el duelo.

Porque perdí mis palabras en el albero de abril, no quise recuperarlas en este isidro venteño; necesitaría inventar palabras nuevas para perderlas en la estela de la liturgia bendita de su toreo. Soñadlo como si no hubiese ocurrido para volver a soñarlo más allá de este mayo que ya es humo de pureza y cante jondo entre sus dedos, palmas por bulería lejos del mar, 21 de mayo y de gloria, gargantas abiertas, palomas, pañuelos.

Y callad, que parece que reza. Pero no reza: Morante, tabaco y oro, sólo se fuma el tiempo.

(p.d. Morante fumando el tiempo, según lo soñó en su cámara Juan Pelegrín)

sábado, 16 de mayo de 2009

Jerez, de bulería y albero

Echo de menos tus calles de albero, el pasito disciplinado de los caballos enjaezados por el Real, los enganches impecables, los trajes de lino imposibles.

Vivo con la vista puesta en Madrid y el corazón en Jerez, con la sed que rebusca en sus barricas y la ausencia instalada en la última fila de tendido del coso de la calle Circo, el que repinta cada año en blanco el nombre del Tío Pepe en sus burladeros. Allí canté un día la gloria de Morante por bulerías mostaza y azabache, mientras las golondrinas sobrevolaban el anillo, como si mayo se hubiese inventado para que batiesen sus alas sobre los tendidos zurcidos de volantes y flores en el pelo.

Echo de menos la luz última que desciende desde el cielo a tu arena circular, el pellizco del fino en la garganta. Las apreturas, los pijos y los señoritos, las corbatas de colores, el bureo gitano del barrio de Santiago en sol, los mandilones almidonados de las matronas que penden claveles en la solapa.

Vivo con los ojos puestos en Las Ventas y el corazón prestando oídos a la nostalgia de tu jarana interminable, cuando prolongábamos con palabras los ecos de cada festejo, cuando guardábamos junto al abanico los detalles de cada tarde, los silencios, la gloria, los fracasos y los esparcíamos bajo las miles de bombillas que desafiaban cada noche.

Vivo con el corazón cosido a los altares de mi san Rafaé de Paula –el genio descendido a la carne- que se encienden como candelas cuando los aficionados cabales cantan el compás de las faenas antiguas, que resuena como el eco de la brisa por los palcos y los balconcillos, como si despertase cada tarde que la plaza abre sus puertas.

Y ahora, aquí, poco me importa el resumen de cada tarde, que nunca serán las mismas tardes que rellenaban mis hojas en blanco. Poco importa, porque leo Jerez y leo la vida desbordando los días; porque leo Jerez y siento el regusto de la yerbabuena y la calorina del mediodía; el tintineo de los coches de caballo, la elegancia conjugada según la costumbre.

Y cierro los ojos, y te veo, Jerez, como si la vista no apuntase a ninguna otra parte.

Y te siento, porque mi corazón, Jerez, sigue acoplado como una caricia en los tendidos de arte donde resuenan, como en ningún otro sitio, las palmas por bulería cuando se hace verdad sobre su albero el toreo de cante grande.

sábado, 9 de mayo de 2009

Madrid, santo y seña


Madrid ha abierto sus puertas como una promesa de mayo. Sobre el papel se refleja uno de los ciclos isidriles más flojos y menos atractivos de los últimos años, pero la magia del toreo reside en la incógnita.

Así quiero pensarlo con los tendidos vestidos de estreno, con un abono sin consumir que dicta la primavera según San Isidro. Por delante quedan muchas tardes, muchos nombres, muchos hierros que desgranar, disfrutar y sufrir, con la ilusión depositada en el toque de clarines y timbales, cuando las puertas se descerrajan y comienza el paseíllo.

Madrid abre sus puertas como una promesa con ausencias que la afición no perdona, pero también con nombres que pueden resucitar las esperanzas. Es también la hora de los modestos, de aquellos que para llegar hasta los ladrillos colorados de Las Ventas del Espíritu Santo superan una carrera de obstáculos que se les olvida cuando ven la estructura neomudéjar que se alza ajena al paso del tiempo, al bullicio de cada tarde, a los tendidos de cemento y ‘japos’ de los domingos de julio y agosto.
Es el corazón del mundo taurino, el epicentro de la fiesta, la llave y la clave de quienes quieren ser algo en esto. El sueño, la meta y también el fin. Es el pulso, la vara de medir, la arena sobre la que se escribe el futuro de los que llegan a jugársela a cara de perro.


Es San Isidro, con claveles en los tendidos, los rigores del 7, los pijos de sombra, los puros de barrera, los cabales y los menos cabales, los apasionados y los descreídos. Porque allí cabemos todos. Porque allí siempre planea el milagro.
Es el Madrid castizo de los callos banderilleando en el paladar y los encuentros berrendos en café y copas en los bares de los alrededores. El Madrid que viste de gloria a un torero cuando lo saca en volandas por esa puerta donde, dicen, el cielo se ve más cerca, donde el cielo se acerca para que quienes salen a hombros lo puedan rozar con los dedos y llevárselo prendido en el oro y la seda.


Es el Madrid de chulos y goyescas, de gatos, colchoneros y merengues, de tomistas y morantistas, de creo en Dios Padre según el toro. Madrid de puertas abiertas al mundo, Madrid de mayo, santo y seña, santo Isidro.

(La fotografía es de sports.espn.go.com)

sábado, 2 de mayo de 2009

Morante se hizo verbo


Perdí las palabras en abril y sigo sin encontrarlas. Las dejé sembrando versos junto al albero de la Maestranza, cosidas al verde y azabache del traje de un torero más allá de los toreros.

Perdí las palabras en abril y sigo sin encontrarlas. Ahora que todo son palabras. Ahora que el toreo se ha hecho verdad en la fragua de lo imposible. Ahora que la belleza acampa sobre el valor sin desdeñarlo. Ahora que Morante, que así se llama, ha acariciado el maltrecho orgullo de una plaza vestida de lunares y reses renegadas de su bravura. Ahora que Morante se ha inventado a un toro en la simiente poderosa de su muleta y lo ha hecho crecer a la sombra de su cintura, ofreciéndose entero, sin guardarse nada. Vaciando. Vaciándose.

Perdí las palabras por no contestar a los que dicen que a Morante le faltan piernas. Como si el arte necesitase piernas. Como si la poesía necesitase piernas. Como si el valor necesitase piernas. Como si la verdad necesitase piernas.

Perdí las palabras y sigo sin encontrarlas, por más que regrese a abril. Por más que regrese a la tarde y a la arena, a la seda y al silencio, al mentón hiriendo el pecho buscando su sitio, a la puerta cerrada por los aceros y abierta para siempre en el alma, aunque hubo resurrección después de la espada, justo allá donde perdí mis palabras.

Perdí las palabras en la palabra, cuando Morante se hizo verbo y conjugó la historia del toreo en nueve minutos y pico que son una eternidad. Cuando Morante habló desde sus silencios con las zapatillas clavadas, con los muslos y los riñones inventando el dibujo de cada pase, el viaje de un toro que nunca quiso ser compañero y sucumbió al compás de seda y acero de sus muñecas. Y la sabiduría que no se aprende. El don. El verbo.

Perdí las palabras y sigo sin encontrarlas, o quizá las tenga escondidas y no me atrevo a pronunciarlas cuando etiquetar es una osadía. Porque hay tardes que pertenecen al misterio y al milagro; tardes que necesitamos como un acto de fe porque es la raíz, la droga y la esencia de todas las demás tardes.

Y Morante, que se hizo verbo, sigue hablando entre mis palabras perdidas.