jueves, 18 de noviembre de 2010

Yo confieso, Fino


(Para mi querido Parrado)

Confieso, Fino, que he llegado a odiarte como sólo se odia a los dioses, a los héroes, a lo inalcanzable; derrotada, vencida, quebrada. He llegado a odiarte como sólo se odia desde la admiración que raya la reverencia, desde el asombro que produce lo que no se entiende, lo que no se posee, lo que se construye en el aire; desde la ceguera que provoca un reventón de luz, un derroche de claridad, un eclipse de sueños.

Porque yo también me empapé en aquel agua de Madrid y vendí mi alma al diablo por un sólo instante en tus muñecas, allá donde se detenía la primavera en una verónica eterna, en una media abrazando las constelaciones, y el cielo, y los planetas, y todo lo creado, como si todo danzase en la órbita del lance perfecto.

Porque yo siempre te esperaba vestida de deseo, la ilusión intacta, como los que seguían a su Mesías en busca del prodigio, templando el aire, acariciando, y no entendía, no sabía, no perdonaba aquellas tardes de tedio sabiéndote dueño del misterio, con el arte ceñido, abrochado en la cintura, con la gracia almidonando el capote, con la belleza a capricho rezumando elegancia por los poros, por los ojos, por la frente, por los labios. Erguido como un junco sobre la arena blanquecina, Califa en el paraíso de los siglos, levantando mezquitas y templos profanos donde quemar incienso a los dioses que guardan los secretos. Insultantemente torero, insultantemente bello, cincelando en el instante las formas clásicas, el lance eterno,sin tiempo, como si más allá ya no hubiese nada, ni toro siquiera, ni peligro, ni muerte, ni espada.

Confieso, Fino, que te he odiado como sólo se odia aquello que se ama profundamente. Que te he negado con la voz amarga del amante despechado que siempre retorna a los besos imposibles. Que en estos veinte años te he perdonado tantas veces como tantas caí en el pecado, en el odio más enamorado, del que tú mismo te redimes cuando una tarde, cualquier tarde, detienes de nuevo el reloj y pones a bailar al universo en la linde de tu abrazo, en los vuelos del capote, en la inabarcable suavidad de tus brazos dibujando teoremas de lo perfecto.

Confieso, Fino, que tanto te he odiado que aún hoy, veinte años después, te espero con la memoria en blanco, con la piel empapada de mayo, bajo la lluvia de mayo, para seguir enamorándome en cada lance, para seguir adorándote, para seguir odiándote de pura veneración, de puro desconcierto ante el inmenso precipicio que abres de tu capote a mi alma. Para seguir odiándote de pura admiración, por la luz, por la magia que irradia la infinita verdad, la infinita hondura, la exquisita herida, la bendita factura de tu toreo de seda y siglos.


(La foto, increíble por su fuerza, por el gesto, por la mirada, es de mi amigo Alfredo Arévalo, minutos antes de hacer el paseíllo en Chinchón un lluvioso doce de octubre de este 2010)

sábado, 13 de noviembre de 2010

Aparicio, Pentecostés en luz



Con el sol de Nimes amaneciendo sobre los poros, Pentecostés en luz, coliseo, promesa, óleo bendecido en la piedra milenaria ungiendo el cite; la claridad trazando un mapa en los labios entreabiertos que mañana serán profanados por el beso de la muerte, por la resurrección de la carne, resurrección del toreo, herida sin anunciarse, sin saberse.

La marea fucsia que inunda, que acaricia el mentón aún sin precipicio, el soplo del Espíritu por montera, negro como un presagio, como la noche arrasada de lenguas de fuego, la tragedia sobrevolando, la cornada buscando el hueco, susurrando ya un nombre. El capote nazareno sobre el traje nazareno, mayo y azabache, después del azahar, después de la Pasión. Nazareno de mayo y Pentecostés como el Cristo de abril que sabe que no hay día después de este día y se entrega, crecido en su simiente, a los brazos de la cruz, que son dos pitones elevados en el aire, que son dos astas a las seis en punto, hacia lo alto, Las Ventas en punto, la cruz en las puntas, el beso vencido.

Aparicio emerge sobre un mar de seda, nazareno sobre un mar de sueños que conduce a la ventana insondable, al abismo insultante de puro azul de los ojos, dardos transparentes sobre la piel del animal recién parido por toriles. Aparicio redimiendo al mundo en su silencio, apurando el cáliz de la hermosura como vino consagrado, como pan rubio en la boca del hambriento.

Aparicio sueña el toreo, rotundo, nazareno, perfecto, en el antes y en el después, como un acto de fe, en el principio y en el fin, al filo del milagro, al filo de la vida. Más allá de la foto, más allá del instante, la muñeca desmayada, la cintura rota, la lujuria de la tela que recorre la arena como una hembra que nunca se sacia, que nunca se colma. Allí, enfrente, como la réplica de un terremoto, emergiendo del estómago, el toro, dando, recibiendo, tomando, volviendo a dar, dibujando círculos de bravura en azabache, esculpiendo, cincelando lo eterno sobre lo impreciso del tiempo, proclamando el arte sobre lo improvisado, sobre lo nunca escrito, sobre lo nunca dicho; bendiciendo por su mano, de pitón a rabo, como era un principio, ahora, siempre.

Aparicio toreando en verso, ahora, siempre. Julio pleno en mayo. Julio, Pentecostés en luz, Julio en el gesto, la palabra última y luego el silencio, y después de la sutura de nuevo la palabra como un Cristo resucitado ya sin sangre, ya sin heridas, sosteniendo la primavera en la sonrisa.

Ahí, Julio Aparicio, mayo se rompía por la mitad, berrendo en esperanza, y nosotros, miles de gargantas, recitábamos en tu nombre la vida.


(La foto, bellísima, es de Maurice Berhó y está tomada en Nimes el día antes de la brutal cornada de Madrid. Mi texto y su foto aparecen juntas en el último número de Cuadernos de Tauromaquia, mi otra casa)