jueves, 29 de diciembre de 2011

Aquel chaval de Guarrate

Lo recuerdo como aquel chaval de pocas palabras que hace veinte años visitaba de cuando en vez la redacción del viejo 'Correo de Zamora', siempre acompañado de su tío Juan que, a falta de cuartos y de padrinos, invirtió en su afán de ser torero la fe a fondo perdido y una sonrisa en los tiempos más duros, cuando vio que aquel sueño se quebraba y decidió cambiar la muleta por un par de rehiletes, pulir en plata un futuro que en oro se antojaba poco menos que imposible.

Aquellos primeros pasos sobre el albero siempre fueron ligados a mis primeros paseíllos sobre las letras, sobre la tinta negra que emborrona el blanco papel de los periódicos. Y ahí, en las hemerotecas, quedó escrito el nombre de aquel chaval de Guarrate que llevaba el toro tatuado en el alma, con la hondura que imprime el poso de esa tierra, La Guareña, que no se entendería sin la piel del bravo extendida sobre su historia.

Podría escribir desde la lealtad de muchos años de amistad, desde el reconocimiento a su eficacia, a su discreción, a su conocimiento de los terrenos, a la prudencia que se convierte en un cheque de vida para los toreros que tienen la suerte de que Javier Gómez Pascual les guarde las espaldas. Pero me quedo con aquel Javier gravemente lesionado que volvió a los ruedos a golpe de tesón y ganas, de una afición desmedida, torero las veinticuatro horas, después de pasar no sé cuántos calvarios en la intimidad, a puerta cerrada, que es donde se lidian las grandes faenas de la vida.

Lo recuerdo como si fuera ahora. Lo que no sabía entonces es que veinte años después admiraría sin reservas a aquel chaval callado que de cuando en cuando asomaba por la puerta del viejo Correo. Un torerazo de plata que ha escrito, por derecho, su nombre en letras de oro en la historia taurina de Zamora.


(Columna publicada en 'El Día de Zamora'. La foto, ese inmenso retrato de plata, viene del ojo mágico de Juan Pelegrín)

sábado, 26 de noviembre de 2011

Oro añejo y plata de ley

Hay una frontera que separa la realidad de la magia. Un burladero donde se parapeta la vida para que siempre triunfe sobre la muerte. Un ruedo que ya sólo existe en el imaginario de los toreros veteranos, en el oro añejo de un maestro, en la plata de ley cosida a la piel.

En el aire flota Madrid rugiendo aquel 22 de agosto de 1999, cuando Carlos Escolar se alzaba por encima de los demás hombres y acariciaba el cielo por la esquina que sólo tocan quienes salen a hombros de Las Ventas, quizá donde le esperaba, fumando un puro, su padre. Esa plaza que siempre le espera, en sus luces y en sus sombras, en sus silencios, en los retazos de un torero caro, de empaque y majestad.

Una plaza que se deja acariciar por un capote de terciopelo y una muleta poderosa en un romance que pudo truncar aquel de Villagodio en la Semana Grande de Bilbao, en 1977. Pero aquí está, impregnando de oro añejo los rincones, como un Cristo al que seguimos un puñado de discípulos cada vez que se viste de luces y deja jirones de alma en su toreo hondo, en la majestad de quien sostiene su trono en la memoria de los aficionados más cabales. Torería, sólo torería. Torero de Madrid. Torero de toreros. Frascuelo.

Y aquí, tan cerca, se tiñe de plata y de azabache la mirada oscura, aquel que lleva por apellido la tierra que le vio nacer, la simiente del toreo de Tierra de Campos. Luis Miguel Villalpando. La cuna del maestro Andrés, las suaves lomas de cereal y los palomares. Tierra de capeas, y de las capeas a los caballos, cabalgando sobre un sueño: ser torero. Y de los caballos a la plata, en una decisión difícil pero sabia, que le ha hecho ganarse el respeto y la admiración del resto de profesionales.

Luis Miguel, plata de ley que atesora un torero de oro, visado de vida para aquellos que tuvieron la suerte de llevarlo en su cuadrilla, guardándole las espaldas, como si en esos ojos se resumiesen todos los tiempos, las distancias, las colocaciones, el orden perfecto de la lidia. Y más allá, una lidia más difícil, a puerta cerrada, en los despachos, donde ha defendido la dignidad de sus toreros hasta morir en el empeño. Primero, Tejela; después, Urdiales.

Hoy Zamora se viste de fiesta con dos maestros curtidos en los ruedos más difíciles que son una lección de lucha, de afición y de entrega al toro.

Bienvenidos, toreros, a vuestra casa. Y gracias. Gracias por vuestro ejemplo.

Gracias por vuestra, verdad.

Gracias por vuestra vida.

(Introducción al coloquio 'La esencia del toreo', en el homenaje a L.M Villalpando del Foro Taurino de Zamora. Las fotos, soberbias, de Juan Pelegrín)



miércoles, 16 de noviembre de 2011

Nos ponen los cuernos


Vivimos la recta final de unas elecciones en la que los políticos se han empeñado en jugar al escondite sobre la piel del toro, que no sabe, que no entiende, ni de juegos ni de política.

Con cinco millones de parados y un país en el filo permanente de la quiebra, el discurso político ha adquirido unos tintes de surrealismo con respecto a lo taurino difíciles de condensar en esta ventana pequeña por donde a veces se cuelan resquicios de mala hostia por la demagogia barata, por los ataques injustificados y por la complacencia de un sector que se muere desde dentro.

Mala hostia porque la izquierda ha emprendido un camino farragoso, sucio y bajuno, traicionando y decepcionando a alcaldes, concejales, militantes, votantes y simpatizantes que sí amamos y defendemos la fiesta. Una fiesta que nace del pueblo, a pie, cuando los caballeros descieden de su caballo y deja de ser divertimento excusivo de la nobleza. Una fiesta que nunca tuvo colores, sólo el blanco de los pañuelos en el tendido, y que los falsos progres, catetos y cortos de miras, tildan de casposa y fascistoide, quizá porque no conocen no sólo la historia de la tauromaquia, sino la de este país.

Una fiesta vilipendiada, torpedeada desde sus mismas entrañas, que los ciudadanos de a pie intentamos blindar firma a firma con escasas garantías por parte de una cúpula política que no dice 'coño' claro, mientras unos manipulan para no perder un puñado de votos y otros barren para casa para arañarlos en lo que ya es una victoria cantada. Frente a la torpe y contradictoria política prohibicionista esbozada por el PSOE (que hace dos días traspasó los toros a Cultura), el PP ha anuncido su intención de apoyar los toros, dicho con una tibieza que en nada se parece a la contundencia mostrada por el Gobierno francés cuando declaró, sin complejos y de un sólo golpe en la mesa, la fiesta de los toros como Patrimonio Cultural Inmaterial del país.

Pienso en los alcaldes socialistas de esos pequeños pueblos que se parten la cara año tras año para que en los pobres presupuestos de sus fiestas haya un lugar de privilegio para los toros. En los valientes que se han aliado en la Cataluña de la infamia nacionalista para declarar la fiesta patrimonio del pueblo. En aquella bandera republicana que orlaba el cartel de inauguración de la Plaza de las Ventas. En los toreros que pisaron el albero ofreciendo el pecho y con el puño en alto, que nunca se doblegaron al poder. Chenel, que estás en los cielos. En las gentes del campo y de las dehesas, obreros de su pan y su paz.

Pienso en los exiliados que seguían el toreo en blanco y negro, componiendo sobre sus jirones, sin ellos saberlo, los compases de aquellos 'Suspiros de España', al otro lado del Atlántico. En Miguel Hernández escribiendo sobre la sangre del toro sus versos inmortales, más allá de la celda, más allá del llanto de una cebolla desgranado en unas nanas. Y no puedo evitar una tremenda tristeza, un tremendo asco por la prostitución ideológica a la que intentan someter al toro, que no tiene banderas, ni fronteras, ni dogmas.

Mal panorama para el aficionado, que es el que de verdad sustenta la fiesta, paga para mantenerla y dusfrutarla y recoge firmas en la calle, mientras las caras más conocidas del toreo poco o muy poco hacen por la causa.

Porque por la derecha se templan los muletazos y por la izquierda cogen vuelo los naturales. Porque lleva muerte y gloria en los dos pitones, sin importarle en qué hemisferio se mueven los intereses del mundo. Y ahora, a cuatro días de pasar por las urnas, después de asistir atónita al circo político que montan sobre los lomos del bravo, me queda la inmensa duda de qué rédito político se saca de distorsionar la realidad maravillosa del toro, de escupir sobre la memoria de los hombres y mujeres progresistas y liberales que desde siempre acudieron a una plaza de toros, o de privarnos de la libertad para decidir por nosotros mismos.

Una vez más, los políticos nos ponen los cuernos en un mundo donde la única verdad que conozco es la del hombre, a palo seco, frente al toro, el último reducto de la nobleza.

Si de verdad quieren hacer algo por el toro, déjenlo, por favor, en paz.


(Ilustro este post con un toro de Picasso, el más universal de nuestros artistas. A la sombra de ese maravilloso toro, todo lo demás sobra).

martes, 8 de noviembre de 2011

Tinta y oro


Así. Como en la foto que le hizo Javier. Con su chaleco grana y oro y su camisa de puntilla. Blanca, almidonada. Periodista de raza.Ciclotímica de vez en cuando.Tan torera. Como en la foto. Con su flequillo dorado sobre los ojos y el bolígrafo por el medio del estaquillador, lidiando palabras sobre el papel blanco. Dejando fluir la tinta que corre por sus venas. Tinta y oro. Noelia Jiménez.

Tituló a su primera criatura 'Tinta y oro', aunque debiera ser 'Óleo y oro'. O 'Temple y oro', que le hubiese venido como anillo al dedo. Porque su prosa nace de los óleos y de la pintura al temple, de la mirada maestra que se posa sobre los siglos y que nos contempla en el silencio de las paredes del Museo del Prado. De maestros a maestros. De artistas a artistas. De pintores a toreros, con Noelia Jiménez, tan torera, grana y oro, urdiendo una alianza que los encadene más allá de los tiempos.

Toreros que pintan sobre la arena tardes de gloria, lances eternos. Toreros que esculpen sobre una peana de albero el instante. Toreros, artistas, que hilvanan sus nombres al de los grandes maestros del color, de las luces y las sombras, cosidos por las letras de Noelia, que se leen en prosa pero suenan a verso, a la métrica silente que esconde el toreo, que es poesía pura. Porque sin verso, sin compás y sin cadencia, el toreo no existiría. Como no existirían los latidos, ni la música, ni la vida.

Yo se la debía. No porque sea mi amiga, que lo es. Y de ley, sin prostituir la palabra ni su significado. Amiga. Le debía esta entrada en el pequeño blog berrendo porque guardo en casa desde hace casi un año su libro, que es una pequeña joya, a la espera de que me dedique palabras de tinta y oro sobre esa primera página en blanco.

Se lo debía porque ahora, en estos meses de reclusión a causa de una convalecencia, he vuelto, de su mano, a pasear por el Prado.

Y he vuelto a poner en verso las grandes faenas de esos toreros que compartimos, que nos atan a la tierra dorada y nos permiten de cuando en cuando rozar el cielo: Morante convocando a las golondrinas; Frascuelo con su torería añeja sobre los hombros; el maestro Esplá rozando el cielo por la puerta de Las Ventas; el poderoso Juli, aquel niño sabio; la mano zurda y mágica de El Cid, el valor seco de El Fundi con los hierros más duros; Abellán blanco y plata; Talavante meciendo el aire en un natural infinito; la elegancia torera de Curro Vázquez; Juan Mora vestido de Otoño, resucitando en Madrid; aquel prodigio del toreo de figura menuda y dulce acento colombiano, César Rincón; el capote de vueltas nazarenas que encendió mi alma aquel dos de mayo, Joselito, tan profundo como un océano que no conoce donde crecen las algas; la figura impecable de Ponce en el trono del toreo; la verdad descarnada, la poesía en vertical de José Tomás, más allá de los secretos más antiguos y de la propia vida, o aquella rubia coleta, Cristina Sánchez, que vistió los ruedos de hembra y seda en nombre de todas las mujeres, toreras y no toreras, que día tras día nos atamos los machos.

Yo te la debía, Noelia. Y por vergüenza, incluso por vergüenza torera, no podía esperar a que tu almohada nos desvelase los nombres de los hombres que la habitan, esa segunda criatura que ya te quema en los dedos. Aunque sé, sabemos, que el nombre de tu almohada, tu único nombre, se escribe en blanco y azabache, en tinta y luz.


(La fotografía es de Javier Arroyo, que retrata el alma de Noelia cada día)

lunes, 31 de octubre de 2011

El luto de un torero

(Para Alcalareño)

El luto cabe en un brazalete. La noche, lo oscuro, el desgarro, la nada hilvanada sobre la seda, un signo apenas circundando el músculo.

El luto es un crespón negro, azabache sobre azabache, una mancha sombría en el pecho, el corazón en un puño y el alma partida en dos. Dos palos, tu dolor por mi dolor, hermano; tu sangre por mi sangre malherida; tu latido por mi latido renegado; el aguijonazo en los lomos, dos arpones verticales ondeando en la grupa de un animal bravo que morirá sin domar, como no se doman las tormentas, ni los huracanes, ni el mar cárdeno que no entiende, que no sabe dónde se acaba el agua.

La ovación de abril en las palmas, los ojos clavados en lo azul, allá arriba, por encima de todo lo conocido, en un cielo intangible pero más cierto que la fe de los hombres, que lo que nos sobrevive. Y abajo, aquí, la tierra enfriándose, enamorada, tibia, si polvo somos que al polvo tornamos.

El luto cabe en una cinta estrecha abrazando la plata, oxidando las tripas y las venas y las arterias, sin heridas visibles ni costurones en la piel, sin sangre, sin cicatrices en el espejo, sin un capote de brega para aliviar los apretones del alma. El luto cabe en el silencio de un hombre que se juega la vida sin engaño, sin quite en el precipicio de la muerte ajena, tan sin fondo; sin taparse, cuerpo a cuerpo, el instante: o tú o yo. Un segundo apenas frente a las astas, carne contra carne, castigo.

Ahí el mundo, acordonado en lo oscuro, apretado en la seda, midiendo. Ahí lo indescifrable del dolor, la soledad del que llega a una casa sin hembra, el beso que quedó prendido en los labios del aire, banderillas de castigo contra la madrugada sin sábana; banderillas negras contra la madrugada más negra.

El luto de un torero se escribe con la ortografía de lo discreto, una cinta acaso, amordazando tanta muerte, tanta rabia, tantas lunas sin sentido, aquel día que no tuvo más días. Y ahí, allá arriba, en un cielo intangible, consolando, la sonrisa eterna de una mujer, por encima del amor, vida que no se olvida de la vida.


(Artículo publicado en Cuadernos de Tauromaquia, mi otra casa, en la edición de mayo. La fotografía es de ABC de Sevilla)

miércoles, 26 de octubre de 2011

El corazón partío


El toro te puede partir la cara en la plaza. Como se la partió a Juan José Padilla hace unos días en Zaragoza. Pero el toro también te rompe el corazón. De una cornada seca, sin astas, el dolor sin sangre en puntas. Así, de un tajazo en la moral, en los deseos, en la constancia. De pura impotencia.

Hay un torero con el corazón partío. Sin música de Alejandro Sanz. Con el corazón partío de tanto querer y no poder. Con los nudillos partíos de llamar a tantas puertas. Con la caricia del capote volando esfuerzos, con el trazo maduro de una muleta, tan mandona, tan templada, tan pura y tan clásica en su concepto. Un torerazo, qué digo.

Hay un torero con el corazón partío. Con el corazón partío de la confianza ciega que no da para más, que no es pieza importante en el engranaje de los contratos, tan sin alma. Tanto tienes, tanto vales. O tragas o te engullo. Aquí no existen los antisistema. Aquí no sobreviven los independientes. Cuando yo diga. Como yo diga. Con quien yo diga.

Hay un hombre de oro desolado al prescindir del amigo, seda y plata. Del abrazo de plata, del consuelo de plata, del consejo de plata entrebarreras, la voz de plata, el susurro en el callejón. El silencio compartido, de la soledad mascada a medias; el sudor en el campo y el aliento espeso en las madrugadas del invierno. Más allá, mucho más allá de un apoderado a sueldo plegado a las imposiciones de los poderosos, a la prostitución del euro. Un hombro para el desconsuelo, un santuario para la fe en uno mismo. Plata repujada en mil ruedos, con los mejores. Plata añeja de mi tierra zamorana, tan sabia.

Diego Urdiales y Luis Miguel Villalpando son un corazón partío, porque la apisonadora de los despachos, el juego de cromos, la ley descarnada del más fuerte, le han hecho jirones esos sueños que les mantendrán unidos de por vida. Sin poesía, sólo versos de pie quebrado; de alma quebrada. Con toda la verdad, con toda la miseria de este mundo, que es más cruel sobre el asfalto, a puerta cerrada, que sobre el albero.

Hay un torero con el corazón partío. Y no llora, porque tiene que mirar hacia el futuro. O llora hacia dentro y se come las lágrimas, porque es agradecido con la vida, que le puso cerca tan buen maestro y tiene que ascender un peldaño más en pos de ese sueño compartido que acaricia tantas tardes para compartirlo, generoso, con nosotros. Porque tiene que traspasar esa puerta que se le niega en los contratos y es ya un clamor entre los aficionados que saben de qué va esto.

Hay un torero con el corazón partío que no olvida su pasado, el pacto suscrito a fondo perdido con uno de los más cabales que ha dado la plata. Yo lo resumo en este abrazo que me toca la fibra, porque son dos grandes, cada uno en lo suyo. Porque es un abrazo donde no cabe la mentira, ni el oportunismo, ni otro interés que no sea la humanidad que rezuman dos tíos que saben lo que es pasarse la muerte por los muslos cada tarde. Porque este abrazo, el de la foto, no necesita un manual para explicarse, ni se enseña en las escuelas, ni tiene moneda que lo ponga en venta, ni infierno que lo quebrante.

Diego Urdiales, con el corazón partío, si es verdad que existe la justicia, que el Dios de los toreros te de toda la suerte que mereces.


(La foto es de www.diegourdiales.com)

lunes, 24 de octubre de 2011

Chenel, para siempre

Dice mi padre, que entonces era un joven pintor de veintipocos años, que aquella tarde de mayo hacía calor en Zamora. Y que al llegar a su estudio un vecino, con la ventana abierta y el televisor encendido, le dijo: "¡¡Artista!! menuda faena acaba de hacer Antoñete!!.

Y ahora, casi cincuenta años después, se le hace un nudo en el estómago viendo aquellas imágenes en blanco y negro del toro blanco y negro, del torero blanco y negro, el mechón tan blanco, los huesos tan sin calcio, el capote hambriento de la posguerra, la muleta planchada, tan roja entre tanto gris, el toreo chelí, la distancia perfecta, el natural infinito, Las Ventas patas arriba. Aquel día de mayo, las ventanas abiertas, el televisor encendido, el prodigio en blanco y negro.

Antoñete se despide hoy de la afición, chaquetilla verde botella, la Virgen de la Paloma a sus pies, Madrid lloviendo, lluvia lila y oro, rosa y oro, lluvia de otro tiempo. Torero de cuerpo presente, todo el tabaco en el pecho, toda la vida a las espaldas. El traje lila y oro en la silla, preparado para torear por celestiales y detener el tiempo donde dicen que no existe el tiempo.

Y porque hoy el corazón del toreo late en Madrid, convertid la plaza de ladrillo rojo en una fiesta. En la celebración de setenta y nueve años de vida. Que Las Ventas sea el alma, la voz ronca, el llanto y también la primavera, otra vez mayo, siempre mayo. Como si el cielo fuera rabiosamente azul detrás de la lluvia, detrás de este gris tan gris, detrás de la pena, que siempre escampa.

Que el último paseíllo sea una acción de gracias por tanta belleza como nos deja, por aquella izquierda que llevaba al paraíso; mi corazón lila y oro honrando al hombre que desciende a la tierra; al torero que ya está más allá de la vida, que ya es eternidad. Y memoria, que nunca muere.

Yo te doy las gracias, Chenel. Con el pecho partido y la sonrisa en los labios. Gracias por tu vida, Antonio Chenel Albadalejo. Y esta ovación te dedico, viéndote traspasar a hombros la puerta grande de la leyenda.

Gracias, maestro. Hasta siempre. Para siempre.


(Las fotos son de Juan Pelegrín y Javier Arroyo, dos grandes)

sábado, 22 de octubre de 2011

Chenel, por la puerta de la gloria

Hay nombres que antes de escribirlos dan ganas de persignarse, como si necesitásemos agua bendita en los labios para no mancharlos, para que sean siempre viento. Nombres que dan ganas de limpiar el teclado antes de engarzar sus sílabas. Nombres que no sabes si pronunciarlos o rezar un Credo, porque son más verdad que todas las Biblias, más eternos que todos los dioses.

Hay nombres tan grandes que piensas que no caben en la pantalla del ordenador, sólo en el infinito, el pecho por delante en el viaje bravo de un toro blanco de Osborne, en un manifiesto del temple redactado con la mano izquierda; la más noble, porque no se ayuda con la espada. Nombres con un mechón blanco sobre la frente como una bandera proclamando soberanía sobre lo creado. Nombres que susurran a los bravos, los huesos como el cristal. Nombres de seda, muñecas de seda, lila y oro, que encierran todos los nombres, toda la historia del toreo . Y cuando los pronuncias es como si el mismo aire te acariciase, como si invocases algo más allá de la vida, más allá de la razón, más allá del pulso y de los latidos.

El maestro Antonio Chenel, Antoñete, ha muerto hace unas horas en una clínica de Madrid. De un tacabazo, en sentido estricto. Un tabacazo que no tenía apariencia de cornada, ni carnes abiertas, ni el precipicio de la vida en el instante, ni sangre a borbotones sobre la sábana. Es lo que tiene haberse fumado el mundo; liarse la vida en papel de fumar, apurarla y devolverla al viento. Vivir.

Antoñete sólo se podía morir de un tacabazo, en torero. Tan torero. Tan para siempre. Nada de cánceres, ni de enfisemas ni otros vocablos que se localizan en la geografía del pulmón, el corazón tan cerca. Mi corazón tan roto, Madrid tan huérfana, reconstruyendo un templo en ladrillo rojo, memoria y despedida. El penúltimo paseíllo, apuntando a lo alto. Su plaza, su casa. La primera escuela de un niño que se asomaba al toro, que soñaba el toro. Un templo para un adiós de mano baja, sin letanías ni incienso, sobre la arena, de pie, en vertical, como se van los toreros eternos, la garganta rota, el capote anudado a la espalda, la inmensa generosidad con el toro. Tan torero. Tanto.

Antonio Chenel ha desandado hoy todos sus años en la tierra, tan leve.

Dios guarde al maestro Antoñete, que abre hoy la puerta de la gloria.

(Te abrazo, Rosa)

El coronel no tiene quien le tape

El mundo ha asistido, sin pudor, a la captura, linchamiento y asesinato del dictador Gadafi. Hemos desayunado, comido y cenado con esas imágenes aterradoras que muestran hasta qué punto el hombre es enemigo del hombre. Lobo para el hombre; hiena para el hombre. Que somos las peores bestias.

RTVE decidió no emitir corridas de toros por su contenido 'violento' en horario infantil. Y ahora, después de ver las imágenes del linchamiento y asesinato de Gadafi, las poses de celebración en torno al cadáver del tirano, como si los humanos nos hubiésemos vuelto aves de rapiña, me pregunto qué hacen los censores del ente público para evitar la difusión de esa violencia que, esa sí, es violencia en estado puro y violencia se llama. Esa violencia que aterra, que te deja el alma en un puño y que atenta contra la dignidad humana y el derecho, inquebrantable, a la vida y a un trato justo.

Asqueada porque la condición humana no tiene techo, me pregunto dónde están esos censores, que aplican el doble rasero, la doble moral, según les sople el viento, según dicten las doctrinas de lo políticamente correcto. Y en ese epígrafe no entra el maravilloso mundo del toro, la cultura secular que nos contempla. Dónde están los Anselmis del mundo, que no claman para que los hombres seamos tratados como hombres.

Y ante semejante ejercicio de cinismo y de hipocresía, me pregunto por qué todos los aficionados taurinos de este país tenemos que sostener un ente público que sólo emite para cierto sector de su público y que utiliza la violencia como excusa para no perpetuar la tauromaquia, mientras nos sirve la violencia en la mesa, a cara descubierta, el tiro en la frente, la sangre del mediodía, y nadie dice ni mú.

Mientras, en una oscura morgue de Libia, el coronel no tiene quien le tape.

(La ilustración, de ElLitoral.com)

miércoles, 19 de octubre de 2011

Fuerza, fuerza, fuerza


Te he visto, torero, sentado en una silla que se me antoja un trono por la vida, minutos antes de poner el pie fuera del hospital rumbo a una vida nueva que quiere ser la vida que tenías antes de aquel día. Ese día.

Te he visto con la cara partida, como regresaban los héroes de las batallas más duras. Con el pelo al ras, como vuelven los soldados de las trincheras. Con la huella del dolor tatuada en la carne. Con el deseo en la boca, en el cuerpo: quiero volver a torear. La mano en el pecho, donde se guardan todos los tesoros, todos los secretos, las emociones, todo lo que se ama.

Te he visto y es como si nos hubiera sonreido el Dios que protege a los que se visten de luces. Convirtiendo un miércoles anodino de octubre en un domingo de resurrección anticipado. Porque ya se ha cumplido el milagro primero, el de la vida. Porque estás aquí, si hace unos días se nos antojaba casi imposible sobrevivir a ese día. Ese día en que miles de almas velamos al pie de tu cama donde lidiabas con el hierro más duro, acero quirúrgico, incertidumbre.

Te he visto de paisano, y te he visto más torero que nunca.

Te he visto y he creído con la fe limpia de los que creen, aunque sea largo el camino. Aunque tu rostro sea la verdad más descarnada del toreo. Porque los demás milagros vendrán por añadidura, si nunca supo la naturaleza ponerle freno a los ciclones, y tú tienes un ciclón en la sangre, en la voluntad, en esa fuerza que te emana por los poros que hace que en verdad los toreros seáis dioses con los pies en la tierra y la voluntad en el infinito. Y nosotros estaremos ahí, sosteniendo tu lucha con esa consigna que ha cosido a todo el toreo por una vez en la vida mientras a tí te recomponían el precipicio en tu carne: fuerza Padilla. Fuerza, fuerza, fuerza, torero.

Gracias, Juanjo, por el amor que demuestras por el toro, que tanto te ha dado y tan fuerte te ha pegado. Porque tu dolor es el dolor de toros los toreros. Gracias por esa integridad que debería hacer sonrojar a todos los mangantes, golfos y sinvergüenzas que se arriman a esto buscando sacar tajada, traficando sueños, pisando cabezas, rebanando alas.

Gracias, torero. Porque te he visto y te he reconocido en ese rostro tan delgado, en esas facciones endurecidas por el dolor. Ese rostro que, aún semiparalizado, será siempre la sonrisa del toreo, la cara más cierta del héroe. Nunca la cruz, torero. Nunca la cruz.

Gracias por tu vida. Por seguir en pie. Por los cojones que le echas a todo, siempre. Por emocionarnos como ahora me emocionas. Por tu esperanza, por tus ganas. Por no renunciar a tus sueños. Por insuflarnos vida, por dejarnos creer que los milagros existen y tienen nombre propio.

Tu nombre, Juan José Padilla.

(La fotografía, de El País)


lunes, 17 de octubre de 2011

La puerta de los Caballeros

Para Manolo Sánchez, en su despedida.

Hay mujeres que cuando se cortan la melena, uno o dos centímetros, no más, sufren como si se tuviesen que desprender de su misma piel. Como si los cabellos doliesen de la raíz a las puntas, llaga que no sangra igual que el alma apenas pesa. Supongo que no es un dolor parecido al que puedan sentir los toreros cuando se cortan la coleta, cuando se desprenden del postizo que los identifica sobre el albarizo como lo que son: toreros.

Manolo Sánchez besó el albero después de cortarse la coleta. Como se besa por última vez, sin la torpeza del beso primero, de los labios tiernos; sin la tersura de la carne que no conoce la herida. El último beso. Ofreciéndole al destino su vida de torero ya sin seda, como las beatas que cortaban sus trenzas a los pies de los Cristos confiando en el milagro, esperando lo imposible. Como un torero sin tierra, como un Sansón sin melena, como un héroe sin espada.

Vestido de luces, burdeos y oro. Como el vino oscuro de la Ribera del Duero, que amontona solera en la barrica. Desnudo, quizá llorando por dentro con ese llanto sordo que brota de las tripas, que fluye como los latidos, despacito, a compás, sin hacer daño.

Le faltó Madrid para decirle adiós, para volver a sentir el calor del ladrillo rojo, el último escalofrío, esos tendidos inmensos que parecen una escalera al infinito. Para recorrerle el cuerpo con la muleta como una lengua de deseo incontenido, como se besa por última vez a la hembra que te dio tanto, con la vida en la boca, sin resabio. Esa plaza de Madrid donde el mundo se ve más pequeño, porque cabe en su ombligo, en la boca de riego, y más allá no nay nada, sólo el paraíso con las llaves colgando del filo del acero, del vuelo de un capote tan suave como la primera caricia, del trazo imborrable de la franela dibujando los lances más clásicos, sin probaturas ni adornos, en carne viva.

Esa plaza de Madrid donde la calle de Alcalá se confunde con la primera avenida de la gloria, a mano derecha según se va al cielo. Un cielo que se hace tangible cuando te elevan sobre los hombros y puedes recortar un pedazo como si fuera una oblea. Trac. Un crujido en la yema de los dedos. El cielo. Esa plaza de Madrid donde hizo el paseíllo treinta y tres veces. Treinta y tres vidas ante el toro, más allá de los treinta y tres años de Cristo.

Manolo Sánchez besó el albero y se cortó la coleta, como quien se arranca del pecho veinte años para que la vida sea más ligera, para que no pese tanto el silencio en las hombreras, la elegancia en las formas, y se tatuó en la memoria las tardes de triunfo, la muleta tan baja que era un desmayo, el silencio sobrio de la belleza que no necesita explicarse, pero duele, como si te punzase algo invisible. Transparente, con el milagro del temple aún caliente en las muñecas, con la sabiduría que da mirar frente a frente a un toro y saber que puedes sobrevivirlo así pasen los años.

Manolo Sánchez besó el albero y se cortó la coleta. Los pañuelos blancos en el aire, como una despedida. El último beso. El último toro. El último pedazo del cielo, tan frágil. Trac. Después, la Puerta de los Caballeros se abrió para él, caballero sin caballo de planta erguida y pies clavados en la arena, igual que se clavan las raíces que se hunden sin pensar en el hueco que abren en la tierra, sin buscar el agua para aliviarse.

Dicen que se escuchó un crujido bajo la Puerta de los Caballeros. Trac. Un chasquido invisible, un beso sin tiempo, una oblea, el último cielo. Y Manolo Sánchez no volvió la mirada, asomándose a su vida nueva, paisano y oro, memoria. Torero siempre.

sábado, 15 de octubre de 2011

Gracias, Feliciano

Hay toreros que no se juegan la vida frente al toro, aunque les vaya la vida en cada punto. Hay toreros que eligen la raqueta por capote, una cinta elástica por montera, zapatillas blancas por manoletinas y una pista dura por albero. Toreros sin traje de luces con el alma torera, con la invisible muleta de los vientos toreando, templando, lidiando pelotas sin divisa con velocidades imposibles. Campeones que también acarician la gloria cuerpo a cuerpo, desafiando la gravedad con la potencia de su saque, ofreciendo la tensión del músculo, la belleza de la fuerza domeñada por la voluntad. El esfuerzo de cada día, el sacrificio. Toreros.

Feliciano López es un torero sin paseíllos que viste de blanco y oro, el laurel en las sienes. Héroe en otras plazas, artista en otras suertes. Feliciano López es un campeón con alma de torero, que escribió en tinta una frase, dos palabras apenas, ya tatuadas en nuestra piel, como una consigna obligando al destino: Fuerza Padilla.

Sin esconderse, con el orgullo torero de quienes defendemos con pasión la tauromaquia que nos une y nos vertebra. Escribiendo su alma en el cristal de una cámara, un ojo, una ventana abierta al mundo, sosteniendo la sonrisa rota de un torero herido al que velan los dioses a los pies de la cama.

Gracias, Feliciano, por el gesto. Por la solidaridad, por la memoria hacia el amigo. Gracias por el apoyo. Gracias por dar la cara, por ser aficionado más allá del fantasmeo de los callejones y hacer patria en el Planeta Toro, tan universal, tan visceral, tan pasional, tan mágico.

Fuerza Padilla. Dos palabras que resuenan como una letanía diaria en miles de gargantas anónimas que clamamos, por si a los dioses se les olvida que somos miles los que velamos el sueño de todos los toreros de oro y plata que se recuperan de sus lesiones, que se recosen el alma con nuestro aliento. Fuerza Gimeno Mora. Fuerza Antonio Cama. Plata de ley. Sentidnos ahí.

Fuerza Padilla. Fuerza torero. Dos palabras, un mundo. Y yo, campeón, que siento que Padilla somos todos, te doy las gracias. En dos palabras, no más, que brotan desde la emoción, la admiración y el respeto: Gracias, Feliciano. Torero. Ole tú.

viernes, 14 de octubre de 2011

Un minuto de silencio

(A la memoria de Manuel Martínez Molinero)

El silencio tomó la plaza de Zamora después del paseíllo. Un minuto de silencio en homenaje a una vida por y para el toro.Y después, la vida: el rito, la liturgia, la promesa de la tierra: Alberto Durán en el ruedo. Y usted más allá, Martínez Molinero que estás en los cielos.

Callábamos en señal de respeto. En silencio, como se hacen las cosas de verdad. Como se hacen las cosas de ley. Como se hacen las cosas del corazón, que no se anuncian. En silencio. Con un silencio que no daba miedo. Silencio sin penitencia, que no es el que jura la ciudad antes de que su Cristo, el de Olivares, abra sus brazos como la cruz de la espada, con muleta de paño pardo, capote de cardos y matracas por clarines, en la noche del santo Miércoles. De esta vida a la otra vida, del Duero a la piedra.

Guardamos silencio en esta tierra de silencios a la que regresaba hace unos meses, cuando disfrutamos de su cátedra, de sus directrices de aficionado exigente, de maestro sin hora de jubilación. Le recuerdo en pie, el café en los manteles, recitando el toreo con voz solemne, los pies clavados en la tierra, dibujando lances imposibles, echándose el mundo a la espalda, como una media belmontina de Andrés Vázquez, mientras la mirada azul de Pascual Mezquita no ocultaba la admiración y el orgullo del discípulo agradecido, del torero y el hombre que se viste por los pies.

Yo pensaba entonces: “¡qué suerte tienen los chavales de Madrid!”. Esos chavales imberbes que dan un paso al frente y acuden a la Escuela Taurina, cuyo germen comenzó en esta Zamora, su tierra y la mía, cuando un puñado de adolescentes pusieron en sus manos sus sueños de torero. Y toreros siguen, al volante de un coche oficial, o ante los fogones de una cocina, si también entre los pucheros torea garboso el Señor.

Gracias, don Manuel, por el inmenso trabajo en la trastienda de la tauromaquia, por las innumerables páginas rubricadas en la arena por sus alumnos. Descanse en paz, y no vea el desaguisado que se cuece en las cocinas de la fiesta. No deje que le partan el alma.

Descanse y siga abriendo los brazos a quienes digan: “quiero ser torero”. O no descanse y monte una Escuela de Tauromaquia allá arriba, para las almas cabales, para los toreros de lo eterno. Muéstreles los lances por celestiales. Enséñeles a apretarse los machos, que nosotros se lo agradeceremos aquí abajo, en este albero de surcos y palomares que le vio nacer, celebrando la vida en cada paseíllo.

Celebrando su vida. Va por usted, don Manuel Martínez Molinero.

domingo, 9 de octubre de 2011

Es esto

Sé que el toro es esto. Que es la moneda lanzanda al aire. Cara, la gloria. Cruz, la cruz. La cruz en las carnes, el frío de la sábana, la vida en un hilo invisible. La vigilia de puertas afuera.

Sé que el toro mata. Que hay sudor más allá del hilo de oro; encina prendida en la seda. Más silencio que ovaciones. Más soledad que albero. Que el campo es muy frío en invierno. Ropa de algodón bajo la lentejuela en puntas, más penumbra que luz. Todo a puerta cerrada.

Sé que el toro es esto. Que soñar es caro cuando aterrizas con los dientes, la boca contra el surco, mordiendo, apretando. El sacrificio contra cada madrugada. Que un día se te rompen las alas y no llegas a volar. Que poca gente se arrima al árbol que no da fruto. Que hay mentira en las bocas lisonjeras, poca verdad detrás de las vanidades, poca mentira en la herida.

Sé que el toro tiene dos puertas. Que una apunta a los cielos; que la otra apunta a la tierra. Una la atraviesas a hombros sobre los demás hombres, como un Nazareno en los días de la primavera. Otra, en horizontal, como un Cristo Yacente en la noche de las tinieblas, en la antesala de la muerte. Dolor y luto. Que somos dioses en el instante y al instante somos carne y poco más, un corazón latiendo contra todo pronóstico; sangre y un cúmulo de huesos.

Lo he visto. He visto a un torero reventado por una navaja de tremenda empuñadura cárdena. He escuchado las sirenas. He visto las lágrimas de otro torero, agua y sal, en el único ojo por ojo que conozco: mis lágrimas por tus ojos, compañero. Le he visto coger la espada llorando, resucitar allí mismo, torear conjugando dolor y rabia y luego desmoronarse y volver a resucitar. Todo contra el reloj, llorando hombría, creciendo.

También los he visto salir en volandas de la plaza, hacia el infinito, acariciando el cielo después de vaciarse, de ofrecerse enteros. Inmensos, inmortales.

Sé que el toro es esto. Que no es un juego, aunque te juegas las manos, los muslos, el vientre, el pecho, los ojos. Que los héroes que creemos a salvo de la muerte tienen más puntadas en su carne que una muñeca de trapo. Que tienen más empalmes en sus huesos que una estación de tren. Que hay más soledad en el hotel que en todos los tendidos del mundo juntos. Que escribes tu nombre con sangre, para que sea tu nombre siempre, para que no se borre.

Sé que el toro es esto. Que te da la vida o te la quita. Como un veneno, como una mala droga. Que no se va nunca. Como todo lo que se ama sin medida. Como todo lo que se desea por los poros. Sé que te da la vida o te la quita, como un dios salvaje que no entiende de pecados veniales. Pero es mi vida.

Papá, quiero ser torero.

(La foto es de Juan Pelegrín)

sábado, 8 de octubre de 2011

Lidia, esa mujer


Ayer, mientras consumíamos la madrugada con el corazón apostado tras las puertas de un quirófano, yo pensaba en una mujer que viajaba desde el sur hacia Zaragoza. Devorando kilómetros, bebiendo dolor, apurando el vino más amargo que sirve en la copa eterna del toreo. Lidia, esa mujer.

Y quería abrazarla, consolarla, y me rompía por dentro pensándola, mientras cinco cirujanos cosían la vida que se escapaba por la carótida de su marido y recomponían los destrozos irreversibles que dejaba el toro en sus carnes.

Pensaba en esa mujer, en ese viaje, del sur al infinito, en esa noche en que miles de aficionados fuimos velas encendidas intentando poner luz a tanta oscuridad, a esta negrura del querer, del no saber, de rezar de corrido con las tripas en la lengua. La recordaba en los tendidos del verano, viendo torear a su hombre, el de los adentros, el que le puso hijos en el vientre y amor en las manos. Lidia, esa mujer.

Porque la catedral del toreo hunde sus pilares en las entrañas femeninas. Porque las mujeres sostienen la trastienda del toreo, los sueños, los afanes, el día a día, la paz. Y cuando dicen sí, asienten a la gloria y a la tragedia que lleva un torero sobre los hombros. Y se despiden cada día de ellos, caballeros a pie que cambiaron la cota de malla por el fino hilo de oro, la lana burda por la seda, el campo de batalla por un palmo de albero caliente. Y les acompañan, y les sostienen. Y siempre les esperan.

Yo he vivido muchas tardes con ellas, en el tendido o lejos de la plaza. Con el corazón brincando en la boca. Con el teléfono en las manos. Esperando, mirando, desgastándolo con los ojos hasta que suena. Esas horas primeras en la que pides que no suene. Ese espacio infinito en que ya debería haber sonado. Esa respiración sosegada: todo ha ido bien. Mañana será otro día.

Ayer era Lidia. Pero Lidia son todas. Es ese brindis al aire de Alcalareño cuando se desmontera. Esa Sandra cogiendo la mano de Adrián, tirando de las bridas de un potro de acero. Lidia es Chus, Lidia es Marigel. Lidia son todas las que esperan. Mujeres de oro y plata, mujeres de azabache, el sol y la luna en sus ojos.

Pensaba en Lidia, mujer y madre. En la infinita ternura de todas las madres. En su dignidad, en sus silencios. Bendito es el fruto. Y rezaba, y esperaba, y la consolaba recitando su nombre, por si sentía cerca la hondura de nuestro cántico. Lidia, esa mujer.

Ahora te toca a tí. Lo llevas escrito en el nombre. Lidia. Ahora te toca lidiar al alimón el penúltimo toro de Juan José Padilla, que está vivo porque se hizo el milagro sobre su almohada. Y serás un teorema de esperanza. Porque las mujeres cantamos ante el precipicio. Porque nos hacemos fuertes en el dolor. Y veréis crecer a vuestros hijos. Y Juan José reirá, si no hay parálisis que pueda detener los labios que besan, la boca que sonríe. Lo que el amor ha unido, no lo separe ni Dios.

Ayer tres mujeres recibían el Nobel de la Paz. Porque las mujeres somos la vida, la guerra y la paz. Somos el antes y el después. Porque no se entendería el mundo sin la sonrisa, sin la caricia, sin las entrañas de una mujer.

Y si hubiese un Nobel en el toreo, el primero debería ser para ellas. Para Lidia, esa mujer. Lidia, que eres todas las mujeres.

(La imagen es de andalucia.com)

viernes, 7 de octubre de 2011

En caliente, como las lágrimas

Te escribo en caliente, Juan José, ahora que te llevan camino del hospital, dormido, y a mí se me abrocha el mundo en un nudo, como si lo tuviese comprimido en el estómago, como si dos manos invisibles apretasen mi garganta. Como si el aire fuese plomo y cada bocanada fuera un triunfo.

Te escribo en caliente. Caliente como la sangre, esa sangre tuya que hemos visto sin Verónica que te enjuagase el rostro, sin caricia, sin pañuelo. Esa sangre sin pudor que dibuja en sangre la verdad del toro, tan desgarradora, tan siempre al filo.

Te escribo en caliente, como las lágrimas que corren silentes por el rostro de Miguel Abellán; lágrimas de torero, que han empañado también mis ojos, que han lavado el albero de Zaragoza de todo pecado, blanco y plata, el dolor del héroe.

Te escribo en caliente. Porque tú eres así, de sangre caliente, un purasangre jerezano, un ciclón, un vendaval, viento de Levante, las puertas siempre abiertas, la brisa sanluqueña de par en par. Y ni siquiera hoy quiero que lleves aureola de tragedia, compás de petenera, si tú tienes bulerías escondidas en la seda, la sonrisa generosa en el rostro. La vida al violín. La alegría, como en esta foto que acabo de robar de internet, celebrando, sonriendo, viviendo.

Y aunque escribo en caliente, no sé si escribo o si estoy rezando, y te estoy abrazando desde tan lejos, con la ternura, con la veneración que me produce todo aquello que admiro profundamente, todo lo que me toca las tripas como si me pellizcase el viento, que a veces duele sin anunciarse.

Yo te admiro sin reservas, torero. Por aquel agosto con las carnes abiertas, tarde tras tarde, jugándotela sin trampa ni cartón, contra todo pronóstico, contra todo consejo, cuando te abrías paso a dentelladas. "Yo no puedo dejar de torear ahora", me decías. Y así quedó escrito, un día y otro día, mientras los aficionados aprendían tu nombre y tú te ganabas tu pan y el de tus hijos, esos niños que hoy en tu garganta eran desgarro, haciéndole los honores al oficio más bonito del mundo. Toreando. Poniendo los pares. Con dos pares.

Y ahora te escribo en caliente, mientras la anestesia te lleva lejos del dolor, de la tremenda herida, y este blog colorao se vuelve berrendo en esperanza, porque quiero pensar que sólo la esperanza cabe en ese quirófano donde ahora los médicos te recomponen y nos cosen a todos el alma. Y queremos ser los ojos que velen por tus ojos, los oídos que susurren en tus oídos.

Desde la emoción y el respeto más profundos, en caliente, guardaré esta entrada, berrenda en vida, para cuando puedas leerla.

Va por tí, Juan José Padilla. Va por tí, torero.




jueves, 6 de octubre de 2011

Gracias, infanta


Me va a permitir, señora, que por una vez le otorgue a usted la realeza en la que no creo, si de siempre defendí que todos los hombres somos iguales desde la cuna y que la sangre es roja para todos, como el traje grana que visten los toreros de postín; como la misma sangre que vemos derramada sobre el albero, la que apuestan día a día los toreros, que tienen en sus manos el cetro de la vida, la puerta del palacio de la gloria.

Confieso que desde miña sólo creo en una monarquía verdadera, la de los Reyes de Oriente, aunque con el tiempo me rendí a una segunda corona, la de Su Majestad El Viti, sobrio y solemne como la encina, majestuoso. Real como la sangre. Real como la misma vida. Carne y hueso, y más allá, lo inmortal de los héroes.

Pero la ví el otro día en el palco y me dieron ganas de ponerme a sus pies. De ceñirle una diadema en la frente, de otorgarle esa realeza que no es real, o nunca me lo ha parecido. Porque la ví dando la cara, flanqueada entre sus hijos, que asistían a la primera lección de tauromaquia de su vida. Dos niños que pudieron ver de cerca a dos reyes de verdad, vestidos de seda y oro, sobre un palacio redondo con albero por suelo y las estrellas en la cúpula. Dos niños que aprenderán a su lado que hay un rey en las dehesas y los cercados, tocado por dos pitones como las aristas afiladas de una corona en cuyo peso va la cara y la cruz: la vida del héroe, la muerte del bravo, la lucha de poder a poder.

Gracias, infanta, por la valentía. Gracias por el gesto. Gracias por el apoyo incontestable a la tauromaquia y a todo lo que representa entre este pueblo que, sí, ahora sí, es el suyo. Porque cuando el otro día se asomó al palco real y vi la mirada grave, sorprendida y maravillada de sus dos hijos, sentí cómo se asomaban los siglos de su estirpe al balcón del futuro, a la grandeza, a la continuidad de este milagro que convierte a los hombres en reyes por decreto de una espada, según las constituciones que dicta el capote sobre el viento, la muleta que escribe sus nombres en la tierra. Y en esos reyes, señora, está visto que creemos las dos.

Larga vida a su majestad el toro. Larga vida al misterio, al prodigio, del toreo.


(La foto es de Muriel Feiner, de burladero.com)

lunes, 3 de octubre de 2011

Iván Fandiño, denim y oro


Hé aquí un torero. Matando, casi muriendo. Desangrándose sin herida. Esperanza y oro. Azul índigo y oro, azul denim.

Iván Fandiño. Así, tan torero, a merced del pitón que apunta al bolsillo del vaquero. Ese bolsillo donde los demás guardamos las llaves para volver a casa o la calderilla de comprar el pan. Ese bolsillo donde este hombre, esperanza y oro, guardaba la vida y los sueños, la cara y la cruz de una moneda ya lanzada en el aire. Y salió cara. Y salió vida. Y triunfó la vida.

Me fascinaba la seda verde de Iván Fandiño. Verde y oro, como el manto de terciopelo y estrellas que cubre toda la Esperanza del mundo cuando aquí, en la tierra mía, la sacamos en los días de Pasión, venciendo, consolando el luto. Verde y oro, nada y oro en el capricho de las puntas, en la aguja sin miramientos del pitón.

Verde y oro, sangre y oro, en el filo de las astas, a una milésima parte del mundo, punteando la carne, buscando, rasgando, hiriendo. Así la muerte que llevaba el de Gavira, tan en puntas, tan afilada, tan certera.Tan con el peligro en la testuz, en el último aliento, en el último mugido, como las siete palabras de un Cristo cinqueño, la cruz en el albero, el primer cielo de octubre rasgándose la camisa. Hembra, ahí tienes a tu hijo. Hé aquí un torero.

Puristas habrá que digan que esto no es el traje de un torero. Que así no sale un torero después de guardarse la vida. Que de siempre existieron los remiendos en el callejón, puntadas y tafetanes, cosidos apresurados, oro reconstruyéndose sobre el oro, carne que cierra la carne. Que no es ortodoxo, que no es católico, que no es profano, que no es. Que no.

Pero yo he visto a un torero haciendo a su medida el hábito, transformando el índigo en esperanza, el denim en oro que no pesa. Sin concesiones a la estética por su ética. Bordando filigranas invisibles sobre el instante, en el centímetro redentor. Veo a un torero, esperanza y oro, índigo y oro. Veo a un torero, sobrevolando la muerte, creciendo en el aire, echando raíces sobre la espada, este vértigo de ser o dejar de ser. Sorteando sin tierra el navajazo directo al bolsillo donde guarda la vida, la llave de todo su tiempo. Torero en la seda, torero denim y oro, denim y milagro. Torero desde las entrañas, torero de pies a cabeza.

Y el que le eche cojones, que diga que Iván Fandiño no salió vestido de torero a la arena de Las Ventas.


(La imagen es de burladero.com)

domingo, 2 de octubre de 2011

Dos de dos, el milagro


Por ir a la contra, contra lo que estaba cantando, contra lo que estaba escrito, quise tener fe en los de Gavira. Porque el día que murió Antonio Gavira escuché llorar al campo gaditano, lo juro. A lo peor entonces se murió uno de los últimos soñadores del toro y se murió también la casta en sus cercados.

No estaba en la plaza, pero a mi manera hice un acto de fe, como quien reza mil padrenuestros juntos cada vez que se abría la puerta de chiqueros. Dános hoy el pan, quítanos esta sed. Y aunque la fe mueve montañas, no fue capaz de mover toros de cinco años y quinientos y pico kilos. Armazones sin alma. Orientados. La fe, que mueve montañas, no cambió el signo de la tarde, tan predestinada.

Pero sí hubo milagro con la fe a contracorriente. Ayer creí más que nunca en el dogma del toreo, o me matas o te mato, o me llevas por delante o te someto. Vergüenza torera, orgullo y poso. Ahora y siempre.

Dos toreros vestidos de verde; como una primavera en octubre, como los mantos de las Vírgenes que apuntan a la esperanza. Ayer creí en la emoción, en la verdad descarnada de los que no llevan la G mayúscula por delante pero son toreros en mayúscula y dignifican y hacen grande el toreo. Ayer los ví crecer sobre sí mismos, sobre la tragedia, sobre el sacrificio de la vida propia. Dos de dos, el milagro. Toreros que se ofrecieron desnudos, sin guardarse nada, a una plaza que fue enamorándose, como el amor en los tiempos del cólera, como la libertad sin ira.

A tantos pitones, aquí mi carne. Aquí el pecho, y los riñones, y el vientre y la nuca. Aquí la seda, a dentelladas. Aquí mi sangre. Aquí la boca, mascando orgullo, mascando arena, mascando los nombres. Aquí los pies, clavados, como los de Cristo en la Cruz antes de subir a la gloria. Aquí mi gravidez, por los aires, tan sin peso, tan leve. La moneda en el aire, la pata p'alante; aquí mis muslos. Aquí mis huesos, tan en la incertidumbre, tan al filo. Aquí mi muñeca, mi capote, mi muleta, mi vida. Aquí la espada, ojo por ojo, o tú o yo. Aquí la verdad. Aquí la fe perdida. Aquí uno, dos toreros. Dos milagros.

No estaba en la plaza. Pero de haber estado, habría ofrecido gustosa mi hombro para sacarlos en volandas del templo redondo. Quizá lo soñé, pero yo los vi cruzando la puerta grande, abierta por su mano. Aunque saliesen a pie. Dos toreros. Fandiño y Mora, milagros en la tarde de la fe a contracorriente.

(La foto es de Muriel Feiner, de burladero.com)

jueves, 29 de septiembre de 2011

Dad al aire mi voz


"Como si nunca hubiera sido mía,
dad al aire mi voz y que en el aire
sea de todos y la sepan todos
igual que una mañana o una tarde"

Será mañana. Como si la poesía eterna de Claudio Rodríguez -que también era taurino, muy de Antoñete- fuese un presagio gozoso sobre el albero de Las Ventas. Será mañana, 30 de septiembre, como una tormenta de verano tardío, como una tromba en el último día de septiembre, como caen las hojas del Otoño que no amarillean. Mañana lloverá.

Lloverán palabras sobre Las Ventas. Lloverán deseos, esperanzas, nostalgia. Lloverán latidos, versos. Lloverán recuerdos y llantos. Lloverá la impotencia que no pudimos reprimir el domingo; lloverá la emoción que nos come el estómago cuando suenan los clarines y rompe el paseíllo. Lloverá nuestro derecho a decidir, nuestro derecho a ser, a sentir. Lloverá nuestra voz ronca de decir sí. Sí a los toros. Sí al toreo. Sí a la libertad.

Josephine Douet lo explica en su blog http://lluviadetwits.blogspot.com/ con retazos de lo que fue el fin de semana tuitero y taurino más bonito de la historia. Aquel en que los taurinos dejamos de lanzarnos cuchillos y fuimos una sola voz. Como si no fuera nuestra; una voz en el aire, de todos; que la sepan todos. Aquel en el que salimos del armario y dejamos de ser proscritos. Aquel en el que dejamos de estar secuestrados por los medios de comunicación que difaman y distorsionan nuestra fiesta. Aquel en que dejamos de estar amordazados por politicuchos vendidos a una bandera de mentira.

Será mañana. Lloverán palabras. Lloverán papelillos. Blancos, que sean blancos. Como los pañuelos que agitamos al viento, que siempre consuelan. Blancos, como el pan de repartir entre el hambriento. Que sean blancos, como las blancas banderas, como la ropa esponjando, secando al sol.

Lloverán tiritas, que siempre curan. Lloverán papelillos, como los que saludan a los novios en las puertas de las iglesias; como los que cubren el escenario del teatro Falla cuando llega Carnaval y Cádiz se disuelve en las noches de febrero. Como los papelillos que bajan de los cielos en forma de copos para anunciar el invierno.

Será mañana y lloverá en Madrid. Por eso, empapémonos. Y aún más: mojémonos, hagamos la lluvia, que sea la lluvia en el aire, que sepan todos. Y firmemos los pliegos de la ILP, que también son nuestra voz en el aire, de todos. Hagámoslo para romper las cadenas que han impuesto en esa Cataluña que ha dejado de ser taurina por decretazo, por unos cuantos Judas que vendieron su alma en menos de treinta monedas de plata.

Yo no estaré. Una mala corná me tiene apartada de los ruedos, del calor de los tendidos, de esta lluvia de Otoños que hizo quemar el domingo mis dedos para decir sí, mil veces sí. Lo veré en el Plus. Os veré en el Plus. Y quiero empaparme, quiero bailar, chapotear sobre la lluvia de palabras, sobre nuestros corazones, sobre nuestros papelillos de fiesta, poesía y futuro. Podemos.

Porque soy taurina y no tengo que pedir permiso ni pedir perdón. Como si nunca hubiera sido mía, por favor, dad al aire y al albero mi voz. También por la voz de Claudio, que seguirá soñando, tan claro, tan revelador, tan de todos, en su don de ebriedad.

"Sobre la voz que va excavando un cauce
qué sacrilegio este del cuerpo, este
de no poder ser hostia para darse".



domingo, 25 de septiembre de 2011

Hoy somos dioses

Clack. Ya está. Un pinchazo en la espalda, un puyacito de ná. Es la anestesia, la 'raqui' que llaman. Y a partir de ahí, dejo de sentir la cintura y las piernas son una sensación de levedad, como si nunca hubieran estado. Los cirujanos asoman de cuando en cuando sus gorros entre el amasijo de sábanas verdes. Miro el reloj. Las cinco en punto. Taurina hasta para eso. La corná es más fea de lo que pensaban, pero ya es tiempo pasado. Tranquila, todo va bien.

Después, un frío intenso. El frío del quirófano, que te deja el cuerpo desmadejado. La soledad de la sala de reanimación, a oscuras. La familia esperando afuera. El suero goteando silente, como si no tuviera prisa; el cosquilleo de las piernas que vuelven a ser piernas, que siempre estuvieron ahí. No hay dolor. Cierro los ojos y pienso en las carnes abiertas de los toreros, lo más cercano que conozco a los héroes, a los dioses. En sus rostros sin gestos de dolor. En su dignidad, en su exposición; en su ofrenda. En la pasión que les lleva a enfrentarse a este horror día tras día.

Lo mío no ha sido buscado. Yo no me puse enfrente del toro. Se lo han encontrado por debajo de la piel, como un mulo manso reculado en tablas, sin dar la cara, y al final me ha escarbado hasta los tuétanos. Me han pegado un buen tajo para darle la puntilla. Pero pienso en ellos y no hay dolor. Y me pregunto si yo sería capaz de pisar la arena, de apretarme los machos, sabiendo que cada día puede terminar así, con este frío inmenso de quirófano, la levedad de la anestesia, esa paz de la sala de reanimación que pesa como si fuera plomo, el dolor que ya circunda la herida, recreciéndola.

A mí me han abierto las carnes. Sin poesía, sin leyenda. Sin glorias, sin gestas, sin seda ni oro. Como a las moruchas que van al matadero sin que nadie lo sepa. Yo no estoy hecha de la pasta de los dioses. Pero quiero ser como ellos, que no se descomponen, que siempre se levantan, que se yerguen como la encina, orgullosa, sobre el albero. Quiero ser como ellos, que no dejan siquiera que el dolor les humanice; que aprietan los dientes para que no se escapen de los ojos las lágrimas. Que están más allá, mucho más allá. Y ahí, silencio por favor, en reanimación, pienso en José Tomás, en los ocho litros de vida esparcidos en el albero mejicano; en el torniquete, en el boquete por donde escapa la sangre, los latidos. En su resurrección gloriosa, en el precipicio de su mano izquierda, donde se hilvana el infinito al natural. Ya voy sintiendo las piernas.

Quiero ser como ellos. Pienso en los puntos que vertebran sus cuerpos como un eje maldito, en los surcos labrados por asta de toro en su piel. O el hule o la gloria.

En las palabras que escaparon de la boca de Julio Aparicio sin lengua que las recitase. En las carreteras de grapas que surcaron la carne de Mariscal, de Gimeno Mora. En la sonrisa de Adrián, que se murió de pie a lomos de un potro de acero y ruedas. Y no sé si tendría cojones de ponerme de nuevo ahí, de exponerme a una cornada sabida, consentida, aunque daría lo que soy y lo que tengo por sostener el mundo en las muñecas como Rafael de Paula en majestad o por domar a los vientos en el capote, como hizo ayer Morante para reconciliarse con la historia. Pienso en Morante, y ya siento el alma, su caricia.

Hoy todos escribirán panegíricos, como quien asiste a un velorio, aunque sea un duelo glorioso, un clamor por la libertad, más muriendo que matando. Yo no lo haré; porque quiero ser como ellos. Quiero masticar este dolor hacia adentro, esta rabia, igual que lloran las Dolorosas en mi tierra, sin lágrimas ni aspavientos. Ganándole días a la paciencia, acortando distancias, apretando los dientes. Pensando en los acebuches de 'El Grullo', donde Arrojado retornó a la vida o en las lomas serranas de Tamames donde pastan los rabosos de El Pilar, que lucen orgullosos su condición de bravos, divisa verde y blanca.

Pensando en Manzanares erigiendo una catedral en redondo sobre el suelo bendito que cuatro políticos de mierda han ultrajado. En Julián, don Julián, inmenso y poderoso, ondeando la Senyera, que es una señora que tiene los colores de la bandera de España, hija de España, y no tiene la culpa de nada aunque la ensucien quienes nos roban la libertad en su nombre. Pienso en Serafín, con la barretina en todo lo alto, ahora que será un proscrito, un prohibido en la tierra que le ha amamantado como es: taurino, torero por los cuatro puntos cardinales.
Pienso en Juan Mora, tan de verdad como su espada, que vendrá a dibujar estampas antiguas para que la Monumental no pierda su memoria, su vocación inmemorial, sin recalificaciones ni pantomimas. Por los que pisaron la arena antes; ahora y siempre. Por los que se dejaron la piel y la vida. Por los que estuvieron antes que nosotros. Por los que ofrecen sus hombros como costaleros de septiembre para que un torero roce los cielos por la Gran Vía, sin castigo ni penitencia.

Y pienso en el silencio. En ese silencio digno que volverá a los tendidos cuando la plaza cierre sus puertas y se haga de noche. Silencio que te encoge las tripas, pero no mata. Porque ella es también una diosa, en pie, orgullosa, desafiando al tiempo. Sin desangrarse, sin que se note la brecha que un puñado de fascistas han abierto en su vientre.

Entonces no hay dolor. Hoy no. Quiero ser como ellos. Hoy me siento como ellos. Hoy somos como ellos. Héroes, toreros, aficionados, amigos: salid hoy con la cabeza muy alta de la plaza. Sin pedir permiso. Sin pedir perdón.Todos. Porque vosotros sois la libertad, el tabacazo que siempre cicatriza, este dolor que ya no siento, que me hace sentirme más cerca de nuestros dioses.

Porque hoy todos tenemos que ser como ellos. Toreros siempre. Hasta siempre.


(Las fotos son de Mundotoro, Juan Pelegrín y El Mundo)

viernes, 23 de septiembre de 2011

El día que dijimos sí


Señores políticos prohibicionistas: en mi país, que es el suyo así les joda, robar es un delito penado con cárcel. Ustedes -Mas, Durán y compañía- están en la poltrona amparados en una Constitución cuya principal premisa es la libertad del individuo, el derecho a decidir. Una Constitución que nos instruye en la igualdad, el respeto y la tolerancia. Una Constitución con la que se limpian sus partes a base de doble moral, de hábitos fascistoides y del silencio por decreto.

En este país, que es el nuestro, ustedes nos han robado y somos nosotros quienes parecemos delincuentes. Pero son ustedes los ladrones. Ustedes. Por eso ayer cientos, miles de ciudadanos, dijimos sí. Por eso ayer cientos, miles de ciudadanos, asistimos al milagro, fuimos parte del milagro. Por eso cientos, miles de ciudadanos, nos quitamos la mordaza y dijimos sí en voz alta. Sí a los toros. Sí.

A dos días de que cierre por decreto sus puertas la Monumental de Barcelona, dijimos sí. Y fue como si se nos esponjase el alma, como si nos escociese menos la herida. Salimos del armario y dijimos sí, hartos de tanto atropello, de tanta mentira, de tan poca vergüenza, de su canallesca forma de manipular las cosas. Hartos de la utilización política, de la prostitución a la que han sometido al toro, como moneda de cambio en sus batallas con ínfulas soberanistas.

Dijimos sí a la diversidad. Sí a la historia. Sí a la libertad. Sí a la cultura milenaria que nos vertebra. Sí a la memoria. Dijimos sí a los toros. Sí, sin complejos. Sí, sin insultos. Sí, sin violencia. Desde la pasión, desde la poesía, desde el corazón.

Y por la noche, señores ladrones, me pasó algo que ustedes no podrán quitarme en su vida, porque no hay parlamento donde se negocie, porque yo no les vendo mi alma por cuatro míseros votos: quise abrazar al mundo. A mi mundo. Quise abrazar a quienes comparten mis sueños y a quienes no lo hacen pero los respetan. De eso se trata, aunque ustedes no lo sepan.

Dijimos sí. Y ahora sé que ustedes no nos robarán nunca más, porque donde unas puertas se cierran, se abren, claman, miles de gargantas, miles de almas, con una sola consigna: Sí a la libertad.

(La fotografía es de El Mundo)

sábado, 27 de agosto de 2011

Te llamo y te lo cuento












Verás, Alfonso:

Cuando cambio de teléfono, enfrentarme a la agenda supone un ejercicio de memoria, una especie de repaso a la propia vida. A veces dejas fuera de esa agenda a gente que has querido y no supo estar a la altura. Pero no soy capaz de borrar los números de aquellos a quienes todavía quiero, aunque estéis al otro lado de la vida. Es una manera de decirme, de deciros: estáis aquí.

Te cuento esto porque más de una vez he tenido tentaciones de llamarte, por si fuera mentira aquel 27 de agosto en Salamanca, seis años de por medio, ahora que mi Cái queda tan lejos, ahora que no escucho el Atlántico lamiendo la tierra; ahora que ya no tengo aquel ordenador cuyo teclado empapé literalmente, y ya no sé si fueron lágrimas o agua del mar. Por si lo mismo, con un click, borro, desmemorizo aquello, como si no hubiera sucedido.

Y no te llamo no siendo que me mandes a tomar por culo por no hacerlo antes. O porque me da pavor enfrentarme al silencio, a un número que no exista, un pitido, un contestador o a otra voz que no sea tu voz, irrepetible entre todas las voces.

Esto sigue manga por hombro. Lo podrido, podrido está, cada vez más, y poco se aprende desde que el maestro Vidal y tú abandonáseis la cátedra de tinta y papel; de polémica y poesía, de cántico y castigo, sin herederos que supiesen cargar la pluma de corazón, cojones y conocimiento, aliñados en una prosa prodigiosa, para cantar las verdades del barquero. Pegapases o juntaletras, lo mismo da.

El caso es que nos quedamos muy solos en ese viaje a los toros del sol en el que te intentamos seguir los pasos, muy por detrás, si nadie conoce como tú aquellos trazados, ese mapa de la piel del toro que llevabas grabado en la palma de la mano, como si ahí estuviese tatuada toda la historia del toreo. Tanto cabía, fijo.

Y ahora, seis años después, me quedo con las ganas de llamarte y decirte que Morante canta por bulería cuando se abre de capote; que me hubiese gustado leerte incendiario, incendiando, en un puñao de temas que te habrían puesto a hervir los dedos sobre las teclas de la vieja máquina, aunque lo mismo ya estarías reciclado para el mundo, echando sal y otras especies a esto de internet.

Fuiste, has sido, eres un grande. El más grande, el más sabio. El más irreverente, el más iconoclasta. Y como no me decido a llamarte, te escribo esto. Para celebrar tu vida desde aquel abril luminoso en que asomaste al mundo y lo pusiste patas arriba como un huracán con viento de Aries, peleón como el vino recio, altivo como la encina que nunca se muere. Y ya eres todo eso: viento que azota y acaricia, vino profano de consagrar y repartir entre todos; encina rugosa en la tierra, para siempre.

Aquí abajo te seguimos queriendo. Lo mismo un día te llamo y te lo cuento, y de paso me mandas a freir puñetas porque ya le has pillado el punto a lo de descansar en paz -buena putada nos hizo la muerte- y queda lejos toda esa guerra que llevabas en la sangre.

Un beso, querido, berrendo en nostalgia, por lo mucho que se te echa de menos, por ese hueco que ya nunca ocupará nadie.

(p.d. la foto la mangué de internet)

miércoles, 24 de agosto de 2011

Rezándote, verde y oro


Pasa un minuto de las tres y estoy aquí, rezándote ante un espacio en blanco donde musitar tu nombre en voz baja como quien aprende su primera plegaria frente a un teclado.

Rezándote contra la madrugada en esta capilla sin puertas, a cielo raso, sin bóvedas ni cigüeñas; rezando tu cabello sin incienso, tu carne sin ungir, el mentón reposado sobre el firmamento, el compás de tus latidos meciendo todos los sueños.

Rezando la seda verde de tus secretos, ofreciendo mi silencio desde la hondura, desde la belleza que duele si la redacto en esta soledad, tan para mí, silencio y madrugada, mientras los demás cantan el último prodigio a voz en grito, o abjuran de tu credo en esta hoguera de vanidades, en este circo de los sinsentidos, pensando que quien más sabe es quien más duro pega. De palabra, de obra, sin omisión.

Es la premisa del castigo, de los teóricos que nada tienen que ver con esto; ni con lo tuyo ni con lo mío. Nada que ver con mi cántico, el salmo de tu cintura, el rosario encadenado de misterios discurriendo por tu mano diestra, el tiempo danzando en tus muñecas, tan leve; la letanía final atronando en la muleta, dos naturales inmensos donde se venció el mundo por el costado izquierdo en los pitones acaramelados, en el pelo colorao donde leo tus versículos. Dos pañuelos, dos palomas. Gratia plena. Y te canto, y te rezo.

Yo estoy aquí, en este templo sin tribuna ni parroquianos, sin siquiera una firma; sin lenguas de fuego ni látigos, sin importarme si sé o no sé, sin ganas de justificarme en esta noche que quiero sólo para mi, para rezarte cerrando los ojos como se reza a los dioses, como se evoca lo que más se ama, lo que presentimos allá arriba, por encima de las estrellas y de noches así, bochorno y nubes, presagio de tormentas, verano casi vencido, exprimido de plaza en plaza.

No te conocía y te vi bajo la lluvia, agua que no cesa, agua bendita; tu primer toro. Y creí entonces como creo ahora, tantos años, tantos siglos después, sin necesidad de explicarme, sin necesidad de entenderte, como no puede entenderse lo que sale de las tripas, de los poros, la genialidad que no se aprende, el lance irrepetible, el trazo de lo que siempre perdura esculpido en lo efímero, en el aire, no más. La gracia, el don, la inspiración, la magia.

En silencio, rezando, besando sin besos la mano, el índice en alto que apunta a los cielos, dibujando sin saberlo aquella mano de Ordóñez que un día acarició a toda la historia del toreo. Bendiciendo, consolando acaso tantas tardes sin lágrimas, tantas tardes sin latidos.

Rezándote verde y oro, como a las Vírgenes bajo palio que cantan su pureza; que cantan la esperanza del mundo, un paso por delante del dolor, quemando la cera del destino bajo los pies, rozando la gloria a hombros de un puñao de hombres, el vientre del círculo abriéndose gozoso, descerrojando la puerta grande de lo insondable. Rezándote sobre el albero plomizo de las entrañas de la tierra, en la boca de riego de lo que nunca puede olvidarse, lloviendo el viento.

Yo te canto contra la madrugada, Morante; al límite, en el abismo por el que se precipita mi alma cuando alza el vuelo tu capote y clavas la zapatilla. Y me sigue doliendo la bendita locura que desparramas, la torería arrogante, tu presencia sobre la arena. Y te escribo sin versos, enterrando las palabras lejos del mar porque no quiero encontrarlas.

Yo te rezo contra el alba, ahora que los demás duermen y se posa sobre la tierra el milagro mecido, el teorema imposible de tu toreo.

Así pasen los siglos, Morante, verde y oro. Amén.

(Las fotos, de Arjona, son de Aplausos)

martes, 2 de agosto de 2011

Hembra y seda


Porque naciste hembra llevas la piel tatuada en oro y seda, el vientre dispuesto para la herida, el terciopelo en los dedos, las estrellas en el pelo, la coraza en el pecho, el secreto en los labios.

El mundo por montera en un océano de hombres donde navegas sin prejuicios desandando la sumisión, el silencio de siglos, los miedos que igualan a hombres y mujeres contra la pared de ladrillos, en la antesala del rito; sometiendo toros más fieros, más broncos que los que pastan bajo las encinas esperando su momento de gloria, el último, el primero, en la arena. Clavando las zapatillas en tu orgullo de hembra, en tu orgullo de torero.

Conocerás otras glorias, tocarás de nuevo las estrellas en noches de julio, oro y seda sin oro y seda, hembra y seda. Descerrojarás un día la puerta grande de tu alma. Soñarás, quizá, el dolor de las carnes abriéndose dando paso a la vida, del agua a la tierra, del silencio al llanto primero. Lidiarás soles y lunas, engarzarás caricias con los mismos dedos que empuñan el acero.


Pero ahí, sobre el albero, queda desdibujada la luna que esconden tus pestañas, la ternura que guardas bajo la camisa, la esbelta redondez de tu signo. Antes, un capote de paseo guardará tu cintura, anudado sin nudo por la mano de los hombres, toreros que visten a un torero descontando el tiempo. Ahí, sobre el albero, ofrecerás los muslos, y los tobillos, y el corazón, y el estómago, sin guardarte siquiera un ápice de vida; entera, valiente, como quien se entrega sin pensarlo, como quien se abandona sin visado de regreso, todo o nada; como quien escribe un diario en las vueltas de un capote mecido sobre los vientos. Torero.

Ahí, sobre el albero, crecerás sin apego a lo que eres, a la hembra nacida de hembra, descreída de la prisión del cuerpo, para apretarte los machos con pulso femenino y hacer verdad el milagro, el misterio del toreo, que también viste hembra y seda, que también teje lunares invisibles en la piel.

Va por tí, Conchi Ríos. Torero.

(p.d. Las fotos pertenecen a un maravilloso reportaje de mi amigo Alfredo Arévalo, realizado la noche en que la novillera tocó las estrellas del cielo de Madrid)

jueves, 12 de mayo de 2011

Vuelve


Vuelve. Porque es necesario, como es necesario que la primavera cierre el ciclo del invierno; como es necesaria el agua aliviando el surco en tiempo de sequía; como es necesario el sol después de la oscuridad sin nombre de todas las noches.

Vuelve. Porque es necesario, como el pan entre los hambrientos; como el milagro ante los descreídos; como la estación de las flores cuando el campo se queda yermo.

Vuelve. Porque es necesario como la sábana templada donde reposar la confrontación de cada día; como la sonrisa de un niño entre los escombros de la ciudad derruida.

Vuelve al albero, porque es el templo donde se consagra su misterio, su teorema de la belleza en vertical, el vértigo insondable, la hondura de cada muletazo, la verdad sin tapujos, un paso más allá de donde quedó la huella del último torero, el último prodigio. La vida.

Vuelve, como resucitan los Cristos cada Pascua, como brotan los montes después de los incendios, como cierran las heridas cuando son precipios a la muerte, ya vencida, ocho litros de sangre, el Atlántico de por medio.

Vuelve. Porque es necesario como lo intangible sobre la materia; como el alma que vuela en el entresijo de huesos y carne, como el corazón que late al filo de lo irrepetible.

Vuelve. Porque es necesario como el silencio entre las palabras vanas, como la grandeza que se erige sobre las cosas pequeñas, como la proeza de lo excepcional entre lo cotidiano, lo único.

Gracias, José Tomás, por la primavera, por el pan, por la sábana, el silencio, la hondura, el milagro, la grandeza. Por la vida, que siempre regresa.

Vuelve.

(Foto: José Tomás liándose el capote de paseo, del genial Juan Pelegrín)