lunes, 31 de octubre de 2011

El luto de un torero

(Para Alcalareño)

El luto cabe en un brazalete. La noche, lo oscuro, el desgarro, la nada hilvanada sobre la seda, un signo apenas circundando el músculo.

El luto es un crespón negro, azabache sobre azabache, una mancha sombría en el pecho, el corazón en un puño y el alma partida en dos. Dos palos, tu dolor por mi dolor, hermano; tu sangre por mi sangre malherida; tu latido por mi latido renegado; el aguijonazo en los lomos, dos arpones verticales ondeando en la grupa de un animal bravo que morirá sin domar, como no se doman las tormentas, ni los huracanes, ni el mar cárdeno que no entiende, que no sabe dónde se acaba el agua.

La ovación de abril en las palmas, los ojos clavados en lo azul, allá arriba, por encima de todo lo conocido, en un cielo intangible pero más cierto que la fe de los hombres, que lo que nos sobrevive. Y abajo, aquí, la tierra enfriándose, enamorada, tibia, si polvo somos que al polvo tornamos.

El luto cabe en una cinta estrecha abrazando la plata, oxidando las tripas y las venas y las arterias, sin heridas visibles ni costurones en la piel, sin sangre, sin cicatrices en el espejo, sin un capote de brega para aliviar los apretones del alma. El luto cabe en el silencio de un hombre que se juega la vida sin engaño, sin quite en el precipicio de la muerte ajena, tan sin fondo; sin taparse, cuerpo a cuerpo, el instante: o tú o yo. Un segundo apenas frente a las astas, carne contra carne, castigo.

Ahí el mundo, acordonado en lo oscuro, apretado en la seda, midiendo. Ahí lo indescifrable del dolor, la soledad del que llega a una casa sin hembra, el beso que quedó prendido en los labios del aire, banderillas de castigo contra la madrugada sin sábana; banderillas negras contra la madrugada más negra.

El luto de un torero se escribe con la ortografía de lo discreto, una cinta acaso, amordazando tanta muerte, tanta rabia, tantas lunas sin sentido, aquel día que no tuvo más días. Y ahí, allá arriba, en un cielo intangible, consolando, la sonrisa eterna de una mujer, por encima del amor, vida que no se olvida de la vida.


(Artículo publicado en Cuadernos de Tauromaquia, mi otra casa, en la edición de mayo. La fotografía es de ABC de Sevilla)

miércoles, 26 de octubre de 2011

El corazón partío


El toro te puede partir la cara en la plaza. Como se la partió a Juan José Padilla hace unos días en Zaragoza. Pero el toro también te rompe el corazón. De una cornada seca, sin astas, el dolor sin sangre en puntas. Así, de un tajazo en la moral, en los deseos, en la constancia. De pura impotencia.

Hay un torero con el corazón partío. Sin música de Alejandro Sanz. Con el corazón partío de tanto querer y no poder. Con los nudillos partíos de llamar a tantas puertas. Con la caricia del capote volando esfuerzos, con el trazo maduro de una muleta, tan mandona, tan templada, tan pura y tan clásica en su concepto. Un torerazo, qué digo.

Hay un torero con el corazón partío. Con el corazón partío de la confianza ciega que no da para más, que no es pieza importante en el engranaje de los contratos, tan sin alma. Tanto tienes, tanto vales. O tragas o te engullo. Aquí no existen los antisistema. Aquí no sobreviven los independientes. Cuando yo diga. Como yo diga. Con quien yo diga.

Hay un hombre de oro desolado al prescindir del amigo, seda y plata. Del abrazo de plata, del consuelo de plata, del consejo de plata entrebarreras, la voz de plata, el susurro en el callejón. El silencio compartido, de la soledad mascada a medias; el sudor en el campo y el aliento espeso en las madrugadas del invierno. Más allá, mucho más allá de un apoderado a sueldo plegado a las imposiciones de los poderosos, a la prostitución del euro. Un hombro para el desconsuelo, un santuario para la fe en uno mismo. Plata repujada en mil ruedos, con los mejores. Plata añeja de mi tierra zamorana, tan sabia.

Diego Urdiales y Luis Miguel Villalpando son un corazón partío, porque la apisonadora de los despachos, el juego de cromos, la ley descarnada del más fuerte, le han hecho jirones esos sueños que les mantendrán unidos de por vida. Sin poesía, sólo versos de pie quebrado; de alma quebrada. Con toda la verdad, con toda la miseria de este mundo, que es más cruel sobre el asfalto, a puerta cerrada, que sobre el albero.

Hay un torero con el corazón partío. Y no llora, porque tiene que mirar hacia el futuro. O llora hacia dentro y se come las lágrimas, porque es agradecido con la vida, que le puso cerca tan buen maestro y tiene que ascender un peldaño más en pos de ese sueño compartido que acaricia tantas tardes para compartirlo, generoso, con nosotros. Porque tiene que traspasar esa puerta que se le niega en los contratos y es ya un clamor entre los aficionados que saben de qué va esto.

Hay un torero con el corazón partío que no olvida su pasado, el pacto suscrito a fondo perdido con uno de los más cabales que ha dado la plata. Yo lo resumo en este abrazo que me toca la fibra, porque son dos grandes, cada uno en lo suyo. Porque es un abrazo donde no cabe la mentira, ni el oportunismo, ni otro interés que no sea la humanidad que rezuman dos tíos que saben lo que es pasarse la muerte por los muslos cada tarde. Porque este abrazo, el de la foto, no necesita un manual para explicarse, ni se enseña en las escuelas, ni tiene moneda que lo ponga en venta, ni infierno que lo quebrante.

Diego Urdiales, con el corazón partío, si es verdad que existe la justicia, que el Dios de los toreros te de toda la suerte que mereces.


(La foto es de www.diegourdiales.com)

lunes, 24 de octubre de 2011

Chenel, para siempre

Dice mi padre, que entonces era un joven pintor de veintipocos años, que aquella tarde de mayo hacía calor en Zamora. Y que al llegar a su estudio un vecino, con la ventana abierta y el televisor encendido, le dijo: "¡¡Artista!! menuda faena acaba de hacer Antoñete!!.

Y ahora, casi cincuenta años después, se le hace un nudo en el estómago viendo aquellas imágenes en blanco y negro del toro blanco y negro, del torero blanco y negro, el mechón tan blanco, los huesos tan sin calcio, el capote hambriento de la posguerra, la muleta planchada, tan roja entre tanto gris, el toreo chelí, la distancia perfecta, el natural infinito, Las Ventas patas arriba. Aquel día de mayo, las ventanas abiertas, el televisor encendido, el prodigio en blanco y negro.

Antoñete se despide hoy de la afición, chaquetilla verde botella, la Virgen de la Paloma a sus pies, Madrid lloviendo, lluvia lila y oro, rosa y oro, lluvia de otro tiempo. Torero de cuerpo presente, todo el tabaco en el pecho, toda la vida a las espaldas. El traje lila y oro en la silla, preparado para torear por celestiales y detener el tiempo donde dicen que no existe el tiempo.

Y porque hoy el corazón del toreo late en Madrid, convertid la plaza de ladrillo rojo en una fiesta. En la celebración de setenta y nueve años de vida. Que Las Ventas sea el alma, la voz ronca, el llanto y también la primavera, otra vez mayo, siempre mayo. Como si el cielo fuera rabiosamente azul detrás de la lluvia, detrás de este gris tan gris, detrás de la pena, que siempre escampa.

Que el último paseíllo sea una acción de gracias por tanta belleza como nos deja, por aquella izquierda que llevaba al paraíso; mi corazón lila y oro honrando al hombre que desciende a la tierra; al torero que ya está más allá de la vida, que ya es eternidad. Y memoria, que nunca muere.

Yo te doy las gracias, Chenel. Con el pecho partido y la sonrisa en los labios. Gracias por tu vida, Antonio Chenel Albadalejo. Y esta ovación te dedico, viéndote traspasar a hombros la puerta grande de la leyenda.

Gracias, maestro. Hasta siempre. Para siempre.


(Las fotos son de Juan Pelegrín y Javier Arroyo, dos grandes)

sábado, 22 de octubre de 2011

Chenel, por la puerta de la gloria

Hay nombres que antes de escribirlos dan ganas de persignarse, como si necesitásemos agua bendita en los labios para no mancharlos, para que sean siempre viento. Nombres que dan ganas de limpiar el teclado antes de engarzar sus sílabas. Nombres que no sabes si pronunciarlos o rezar un Credo, porque son más verdad que todas las Biblias, más eternos que todos los dioses.

Hay nombres tan grandes que piensas que no caben en la pantalla del ordenador, sólo en el infinito, el pecho por delante en el viaje bravo de un toro blanco de Osborne, en un manifiesto del temple redactado con la mano izquierda; la más noble, porque no se ayuda con la espada. Nombres con un mechón blanco sobre la frente como una bandera proclamando soberanía sobre lo creado. Nombres que susurran a los bravos, los huesos como el cristal. Nombres de seda, muñecas de seda, lila y oro, que encierran todos los nombres, toda la historia del toreo . Y cuando los pronuncias es como si el mismo aire te acariciase, como si invocases algo más allá de la vida, más allá de la razón, más allá del pulso y de los latidos.

El maestro Antonio Chenel, Antoñete, ha muerto hace unas horas en una clínica de Madrid. De un tacabazo, en sentido estricto. Un tabacazo que no tenía apariencia de cornada, ni carnes abiertas, ni el precipicio de la vida en el instante, ni sangre a borbotones sobre la sábana. Es lo que tiene haberse fumado el mundo; liarse la vida en papel de fumar, apurarla y devolverla al viento. Vivir.

Antoñete sólo se podía morir de un tacabazo, en torero. Tan torero. Tan para siempre. Nada de cánceres, ni de enfisemas ni otros vocablos que se localizan en la geografía del pulmón, el corazón tan cerca. Mi corazón tan roto, Madrid tan huérfana, reconstruyendo un templo en ladrillo rojo, memoria y despedida. El penúltimo paseíllo, apuntando a lo alto. Su plaza, su casa. La primera escuela de un niño que se asomaba al toro, que soñaba el toro. Un templo para un adiós de mano baja, sin letanías ni incienso, sobre la arena, de pie, en vertical, como se van los toreros eternos, la garganta rota, el capote anudado a la espalda, la inmensa generosidad con el toro. Tan torero. Tanto.

Antonio Chenel ha desandado hoy todos sus años en la tierra, tan leve.

Dios guarde al maestro Antoñete, que abre hoy la puerta de la gloria.

(Te abrazo, Rosa)

El coronel no tiene quien le tape

El mundo ha asistido, sin pudor, a la captura, linchamiento y asesinato del dictador Gadafi. Hemos desayunado, comido y cenado con esas imágenes aterradoras que muestran hasta qué punto el hombre es enemigo del hombre. Lobo para el hombre; hiena para el hombre. Que somos las peores bestias.

RTVE decidió no emitir corridas de toros por su contenido 'violento' en horario infantil. Y ahora, después de ver las imágenes del linchamiento y asesinato de Gadafi, las poses de celebración en torno al cadáver del tirano, como si los humanos nos hubiésemos vuelto aves de rapiña, me pregunto qué hacen los censores del ente público para evitar la difusión de esa violencia que, esa sí, es violencia en estado puro y violencia se llama. Esa violencia que aterra, que te deja el alma en un puño y que atenta contra la dignidad humana y el derecho, inquebrantable, a la vida y a un trato justo.

Asqueada porque la condición humana no tiene techo, me pregunto dónde están esos censores, que aplican el doble rasero, la doble moral, según les sople el viento, según dicten las doctrinas de lo políticamente correcto. Y en ese epígrafe no entra el maravilloso mundo del toro, la cultura secular que nos contempla. Dónde están los Anselmis del mundo, que no claman para que los hombres seamos tratados como hombres.

Y ante semejante ejercicio de cinismo y de hipocresía, me pregunto por qué todos los aficionados taurinos de este país tenemos que sostener un ente público que sólo emite para cierto sector de su público y que utiliza la violencia como excusa para no perpetuar la tauromaquia, mientras nos sirve la violencia en la mesa, a cara descubierta, el tiro en la frente, la sangre del mediodía, y nadie dice ni mú.

Mientras, en una oscura morgue de Libia, el coronel no tiene quien le tape.

(La ilustración, de ElLitoral.com)

miércoles, 19 de octubre de 2011

Fuerza, fuerza, fuerza


Te he visto, torero, sentado en una silla que se me antoja un trono por la vida, minutos antes de poner el pie fuera del hospital rumbo a una vida nueva que quiere ser la vida que tenías antes de aquel día. Ese día.

Te he visto con la cara partida, como regresaban los héroes de las batallas más duras. Con el pelo al ras, como vuelven los soldados de las trincheras. Con la huella del dolor tatuada en la carne. Con el deseo en la boca, en el cuerpo: quiero volver a torear. La mano en el pecho, donde se guardan todos los tesoros, todos los secretos, las emociones, todo lo que se ama.

Te he visto y es como si nos hubiera sonreido el Dios que protege a los que se visten de luces. Convirtiendo un miércoles anodino de octubre en un domingo de resurrección anticipado. Porque ya se ha cumplido el milagro primero, el de la vida. Porque estás aquí, si hace unos días se nos antojaba casi imposible sobrevivir a ese día. Ese día en que miles de almas velamos al pie de tu cama donde lidiabas con el hierro más duro, acero quirúrgico, incertidumbre.

Te he visto de paisano, y te he visto más torero que nunca.

Te he visto y he creído con la fe limpia de los que creen, aunque sea largo el camino. Aunque tu rostro sea la verdad más descarnada del toreo. Porque los demás milagros vendrán por añadidura, si nunca supo la naturaleza ponerle freno a los ciclones, y tú tienes un ciclón en la sangre, en la voluntad, en esa fuerza que te emana por los poros que hace que en verdad los toreros seáis dioses con los pies en la tierra y la voluntad en el infinito. Y nosotros estaremos ahí, sosteniendo tu lucha con esa consigna que ha cosido a todo el toreo por una vez en la vida mientras a tí te recomponían el precipicio en tu carne: fuerza Padilla. Fuerza, fuerza, fuerza, torero.

Gracias, Juanjo, por el amor que demuestras por el toro, que tanto te ha dado y tan fuerte te ha pegado. Porque tu dolor es el dolor de toros los toreros. Gracias por esa integridad que debería hacer sonrojar a todos los mangantes, golfos y sinvergüenzas que se arriman a esto buscando sacar tajada, traficando sueños, pisando cabezas, rebanando alas.

Gracias, torero. Porque te he visto y te he reconocido en ese rostro tan delgado, en esas facciones endurecidas por el dolor. Ese rostro que, aún semiparalizado, será siempre la sonrisa del toreo, la cara más cierta del héroe. Nunca la cruz, torero. Nunca la cruz.

Gracias por tu vida. Por seguir en pie. Por los cojones que le echas a todo, siempre. Por emocionarnos como ahora me emocionas. Por tu esperanza, por tus ganas. Por no renunciar a tus sueños. Por insuflarnos vida, por dejarnos creer que los milagros existen y tienen nombre propio.

Tu nombre, Juan José Padilla.

(La fotografía, de El País)


lunes, 17 de octubre de 2011

La puerta de los Caballeros

Para Manolo Sánchez, en su despedida.

Hay mujeres que cuando se cortan la melena, uno o dos centímetros, no más, sufren como si se tuviesen que desprender de su misma piel. Como si los cabellos doliesen de la raíz a las puntas, llaga que no sangra igual que el alma apenas pesa. Supongo que no es un dolor parecido al que puedan sentir los toreros cuando se cortan la coleta, cuando se desprenden del postizo que los identifica sobre el albarizo como lo que son: toreros.

Manolo Sánchez besó el albero después de cortarse la coleta. Como se besa por última vez, sin la torpeza del beso primero, de los labios tiernos; sin la tersura de la carne que no conoce la herida. El último beso. Ofreciéndole al destino su vida de torero ya sin seda, como las beatas que cortaban sus trenzas a los pies de los Cristos confiando en el milagro, esperando lo imposible. Como un torero sin tierra, como un Sansón sin melena, como un héroe sin espada.

Vestido de luces, burdeos y oro. Como el vino oscuro de la Ribera del Duero, que amontona solera en la barrica. Desnudo, quizá llorando por dentro con ese llanto sordo que brota de las tripas, que fluye como los latidos, despacito, a compás, sin hacer daño.

Le faltó Madrid para decirle adiós, para volver a sentir el calor del ladrillo rojo, el último escalofrío, esos tendidos inmensos que parecen una escalera al infinito. Para recorrerle el cuerpo con la muleta como una lengua de deseo incontenido, como se besa por última vez a la hembra que te dio tanto, con la vida en la boca, sin resabio. Esa plaza de Madrid donde el mundo se ve más pequeño, porque cabe en su ombligo, en la boca de riego, y más allá no nay nada, sólo el paraíso con las llaves colgando del filo del acero, del vuelo de un capote tan suave como la primera caricia, del trazo imborrable de la franela dibujando los lances más clásicos, sin probaturas ni adornos, en carne viva.

Esa plaza de Madrid donde la calle de Alcalá se confunde con la primera avenida de la gloria, a mano derecha según se va al cielo. Un cielo que se hace tangible cuando te elevan sobre los hombros y puedes recortar un pedazo como si fuera una oblea. Trac. Un crujido en la yema de los dedos. El cielo. Esa plaza de Madrid donde hizo el paseíllo treinta y tres veces. Treinta y tres vidas ante el toro, más allá de los treinta y tres años de Cristo.

Manolo Sánchez besó el albero y se cortó la coleta, como quien se arranca del pecho veinte años para que la vida sea más ligera, para que no pese tanto el silencio en las hombreras, la elegancia en las formas, y se tatuó en la memoria las tardes de triunfo, la muleta tan baja que era un desmayo, el silencio sobrio de la belleza que no necesita explicarse, pero duele, como si te punzase algo invisible. Transparente, con el milagro del temple aún caliente en las muñecas, con la sabiduría que da mirar frente a frente a un toro y saber que puedes sobrevivirlo así pasen los años.

Manolo Sánchez besó el albero y se cortó la coleta. Los pañuelos blancos en el aire, como una despedida. El último beso. El último toro. El último pedazo del cielo, tan frágil. Trac. Después, la Puerta de los Caballeros se abrió para él, caballero sin caballo de planta erguida y pies clavados en la arena, igual que se clavan las raíces que se hunden sin pensar en el hueco que abren en la tierra, sin buscar el agua para aliviarse.

Dicen que se escuchó un crujido bajo la Puerta de los Caballeros. Trac. Un chasquido invisible, un beso sin tiempo, una oblea, el último cielo. Y Manolo Sánchez no volvió la mirada, asomándose a su vida nueva, paisano y oro, memoria. Torero siempre.

sábado, 15 de octubre de 2011

Gracias, Feliciano

Hay toreros que no se juegan la vida frente al toro, aunque les vaya la vida en cada punto. Hay toreros que eligen la raqueta por capote, una cinta elástica por montera, zapatillas blancas por manoletinas y una pista dura por albero. Toreros sin traje de luces con el alma torera, con la invisible muleta de los vientos toreando, templando, lidiando pelotas sin divisa con velocidades imposibles. Campeones que también acarician la gloria cuerpo a cuerpo, desafiando la gravedad con la potencia de su saque, ofreciendo la tensión del músculo, la belleza de la fuerza domeñada por la voluntad. El esfuerzo de cada día, el sacrificio. Toreros.

Feliciano López es un torero sin paseíllos que viste de blanco y oro, el laurel en las sienes. Héroe en otras plazas, artista en otras suertes. Feliciano López es un campeón con alma de torero, que escribió en tinta una frase, dos palabras apenas, ya tatuadas en nuestra piel, como una consigna obligando al destino: Fuerza Padilla.

Sin esconderse, con el orgullo torero de quienes defendemos con pasión la tauromaquia que nos une y nos vertebra. Escribiendo su alma en el cristal de una cámara, un ojo, una ventana abierta al mundo, sosteniendo la sonrisa rota de un torero herido al que velan los dioses a los pies de la cama.

Gracias, Feliciano, por el gesto. Por la solidaridad, por la memoria hacia el amigo. Gracias por el apoyo. Gracias por dar la cara, por ser aficionado más allá del fantasmeo de los callejones y hacer patria en el Planeta Toro, tan universal, tan visceral, tan pasional, tan mágico.

Fuerza Padilla. Dos palabras que resuenan como una letanía diaria en miles de gargantas anónimas que clamamos, por si a los dioses se les olvida que somos miles los que velamos el sueño de todos los toreros de oro y plata que se recuperan de sus lesiones, que se recosen el alma con nuestro aliento. Fuerza Gimeno Mora. Fuerza Antonio Cama. Plata de ley. Sentidnos ahí.

Fuerza Padilla. Fuerza torero. Dos palabras, un mundo. Y yo, campeón, que siento que Padilla somos todos, te doy las gracias. En dos palabras, no más, que brotan desde la emoción, la admiración y el respeto: Gracias, Feliciano. Torero. Ole tú.

viernes, 14 de octubre de 2011

Un minuto de silencio

(A la memoria de Manuel Martínez Molinero)

El silencio tomó la plaza de Zamora después del paseíllo. Un minuto de silencio en homenaje a una vida por y para el toro.Y después, la vida: el rito, la liturgia, la promesa de la tierra: Alberto Durán en el ruedo. Y usted más allá, Martínez Molinero que estás en los cielos.

Callábamos en señal de respeto. En silencio, como se hacen las cosas de verdad. Como se hacen las cosas de ley. Como se hacen las cosas del corazón, que no se anuncian. En silencio. Con un silencio que no daba miedo. Silencio sin penitencia, que no es el que jura la ciudad antes de que su Cristo, el de Olivares, abra sus brazos como la cruz de la espada, con muleta de paño pardo, capote de cardos y matracas por clarines, en la noche del santo Miércoles. De esta vida a la otra vida, del Duero a la piedra.

Guardamos silencio en esta tierra de silencios a la que regresaba hace unos meses, cuando disfrutamos de su cátedra, de sus directrices de aficionado exigente, de maestro sin hora de jubilación. Le recuerdo en pie, el café en los manteles, recitando el toreo con voz solemne, los pies clavados en la tierra, dibujando lances imposibles, echándose el mundo a la espalda, como una media belmontina de Andrés Vázquez, mientras la mirada azul de Pascual Mezquita no ocultaba la admiración y el orgullo del discípulo agradecido, del torero y el hombre que se viste por los pies.

Yo pensaba entonces: “¡qué suerte tienen los chavales de Madrid!”. Esos chavales imberbes que dan un paso al frente y acuden a la Escuela Taurina, cuyo germen comenzó en esta Zamora, su tierra y la mía, cuando un puñado de adolescentes pusieron en sus manos sus sueños de torero. Y toreros siguen, al volante de un coche oficial, o ante los fogones de una cocina, si también entre los pucheros torea garboso el Señor.

Gracias, don Manuel, por el inmenso trabajo en la trastienda de la tauromaquia, por las innumerables páginas rubricadas en la arena por sus alumnos. Descanse en paz, y no vea el desaguisado que se cuece en las cocinas de la fiesta. No deje que le partan el alma.

Descanse y siga abriendo los brazos a quienes digan: “quiero ser torero”. O no descanse y monte una Escuela de Tauromaquia allá arriba, para las almas cabales, para los toreros de lo eterno. Muéstreles los lances por celestiales. Enséñeles a apretarse los machos, que nosotros se lo agradeceremos aquí abajo, en este albero de surcos y palomares que le vio nacer, celebrando la vida en cada paseíllo.

Celebrando su vida. Va por usted, don Manuel Martínez Molinero.

domingo, 9 de octubre de 2011

Es esto

Sé que el toro es esto. Que es la moneda lanzanda al aire. Cara, la gloria. Cruz, la cruz. La cruz en las carnes, el frío de la sábana, la vida en un hilo invisible. La vigilia de puertas afuera.

Sé que el toro mata. Que hay sudor más allá del hilo de oro; encina prendida en la seda. Más silencio que ovaciones. Más soledad que albero. Que el campo es muy frío en invierno. Ropa de algodón bajo la lentejuela en puntas, más penumbra que luz. Todo a puerta cerrada.

Sé que el toro es esto. Que soñar es caro cuando aterrizas con los dientes, la boca contra el surco, mordiendo, apretando. El sacrificio contra cada madrugada. Que un día se te rompen las alas y no llegas a volar. Que poca gente se arrima al árbol que no da fruto. Que hay mentira en las bocas lisonjeras, poca verdad detrás de las vanidades, poca mentira en la herida.

Sé que el toro tiene dos puertas. Que una apunta a los cielos; que la otra apunta a la tierra. Una la atraviesas a hombros sobre los demás hombres, como un Nazareno en los días de la primavera. Otra, en horizontal, como un Cristo Yacente en la noche de las tinieblas, en la antesala de la muerte. Dolor y luto. Que somos dioses en el instante y al instante somos carne y poco más, un corazón latiendo contra todo pronóstico; sangre y un cúmulo de huesos.

Lo he visto. He visto a un torero reventado por una navaja de tremenda empuñadura cárdena. He escuchado las sirenas. He visto las lágrimas de otro torero, agua y sal, en el único ojo por ojo que conozco: mis lágrimas por tus ojos, compañero. Le he visto coger la espada llorando, resucitar allí mismo, torear conjugando dolor y rabia y luego desmoronarse y volver a resucitar. Todo contra el reloj, llorando hombría, creciendo.

También los he visto salir en volandas de la plaza, hacia el infinito, acariciando el cielo después de vaciarse, de ofrecerse enteros. Inmensos, inmortales.

Sé que el toro es esto. Que no es un juego, aunque te juegas las manos, los muslos, el vientre, el pecho, los ojos. Que los héroes que creemos a salvo de la muerte tienen más puntadas en su carne que una muñeca de trapo. Que tienen más empalmes en sus huesos que una estación de tren. Que hay más soledad en el hotel que en todos los tendidos del mundo juntos. Que escribes tu nombre con sangre, para que sea tu nombre siempre, para que no se borre.

Sé que el toro es esto. Que te da la vida o te la quita. Como un veneno, como una mala droga. Que no se va nunca. Como todo lo que se ama sin medida. Como todo lo que se desea por los poros. Sé que te da la vida o te la quita, como un dios salvaje que no entiende de pecados veniales. Pero es mi vida.

Papá, quiero ser torero.

(La foto es de Juan Pelegrín)

sábado, 8 de octubre de 2011

Lidia, esa mujer


Ayer, mientras consumíamos la madrugada con el corazón apostado tras las puertas de un quirófano, yo pensaba en una mujer que viajaba desde el sur hacia Zaragoza. Devorando kilómetros, bebiendo dolor, apurando el vino más amargo que sirve en la copa eterna del toreo. Lidia, esa mujer.

Y quería abrazarla, consolarla, y me rompía por dentro pensándola, mientras cinco cirujanos cosían la vida que se escapaba por la carótida de su marido y recomponían los destrozos irreversibles que dejaba el toro en sus carnes.

Pensaba en esa mujer, en ese viaje, del sur al infinito, en esa noche en que miles de aficionados fuimos velas encendidas intentando poner luz a tanta oscuridad, a esta negrura del querer, del no saber, de rezar de corrido con las tripas en la lengua. La recordaba en los tendidos del verano, viendo torear a su hombre, el de los adentros, el que le puso hijos en el vientre y amor en las manos. Lidia, esa mujer.

Porque la catedral del toreo hunde sus pilares en las entrañas femeninas. Porque las mujeres sostienen la trastienda del toreo, los sueños, los afanes, el día a día, la paz. Y cuando dicen sí, asienten a la gloria y a la tragedia que lleva un torero sobre los hombros. Y se despiden cada día de ellos, caballeros a pie que cambiaron la cota de malla por el fino hilo de oro, la lana burda por la seda, el campo de batalla por un palmo de albero caliente. Y les acompañan, y les sostienen. Y siempre les esperan.

Yo he vivido muchas tardes con ellas, en el tendido o lejos de la plaza. Con el corazón brincando en la boca. Con el teléfono en las manos. Esperando, mirando, desgastándolo con los ojos hasta que suena. Esas horas primeras en la que pides que no suene. Ese espacio infinito en que ya debería haber sonado. Esa respiración sosegada: todo ha ido bien. Mañana será otro día.

Ayer era Lidia. Pero Lidia son todas. Es ese brindis al aire de Alcalareño cuando se desmontera. Esa Sandra cogiendo la mano de Adrián, tirando de las bridas de un potro de acero. Lidia es Chus, Lidia es Marigel. Lidia son todas las que esperan. Mujeres de oro y plata, mujeres de azabache, el sol y la luna en sus ojos.

Pensaba en Lidia, mujer y madre. En la infinita ternura de todas las madres. En su dignidad, en sus silencios. Bendito es el fruto. Y rezaba, y esperaba, y la consolaba recitando su nombre, por si sentía cerca la hondura de nuestro cántico. Lidia, esa mujer.

Ahora te toca a tí. Lo llevas escrito en el nombre. Lidia. Ahora te toca lidiar al alimón el penúltimo toro de Juan José Padilla, que está vivo porque se hizo el milagro sobre su almohada. Y serás un teorema de esperanza. Porque las mujeres cantamos ante el precipicio. Porque nos hacemos fuertes en el dolor. Y veréis crecer a vuestros hijos. Y Juan José reirá, si no hay parálisis que pueda detener los labios que besan, la boca que sonríe. Lo que el amor ha unido, no lo separe ni Dios.

Ayer tres mujeres recibían el Nobel de la Paz. Porque las mujeres somos la vida, la guerra y la paz. Somos el antes y el después. Porque no se entendería el mundo sin la sonrisa, sin la caricia, sin las entrañas de una mujer.

Y si hubiese un Nobel en el toreo, el primero debería ser para ellas. Para Lidia, esa mujer. Lidia, que eres todas las mujeres.

(La imagen es de andalucia.com)

viernes, 7 de octubre de 2011

En caliente, como las lágrimas

Te escribo en caliente, Juan José, ahora que te llevan camino del hospital, dormido, y a mí se me abrocha el mundo en un nudo, como si lo tuviese comprimido en el estómago, como si dos manos invisibles apretasen mi garganta. Como si el aire fuese plomo y cada bocanada fuera un triunfo.

Te escribo en caliente. Caliente como la sangre, esa sangre tuya que hemos visto sin Verónica que te enjuagase el rostro, sin caricia, sin pañuelo. Esa sangre sin pudor que dibuja en sangre la verdad del toro, tan desgarradora, tan siempre al filo.

Te escribo en caliente, como las lágrimas que corren silentes por el rostro de Miguel Abellán; lágrimas de torero, que han empañado también mis ojos, que han lavado el albero de Zaragoza de todo pecado, blanco y plata, el dolor del héroe.

Te escribo en caliente. Porque tú eres así, de sangre caliente, un purasangre jerezano, un ciclón, un vendaval, viento de Levante, las puertas siempre abiertas, la brisa sanluqueña de par en par. Y ni siquiera hoy quiero que lleves aureola de tragedia, compás de petenera, si tú tienes bulerías escondidas en la seda, la sonrisa generosa en el rostro. La vida al violín. La alegría, como en esta foto que acabo de robar de internet, celebrando, sonriendo, viviendo.

Y aunque escribo en caliente, no sé si escribo o si estoy rezando, y te estoy abrazando desde tan lejos, con la ternura, con la veneración que me produce todo aquello que admiro profundamente, todo lo que me toca las tripas como si me pellizcase el viento, que a veces duele sin anunciarse.

Yo te admiro sin reservas, torero. Por aquel agosto con las carnes abiertas, tarde tras tarde, jugándotela sin trampa ni cartón, contra todo pronóstico, contra todo consejo, cuando te abrías paso a dentelladas. "Yo no puedo dejar de torear ahora", me decías. Y así quedó escrito, un día y otro día, mientras los aficionados aprendían tu nombre y tú te ganabas tu pan y el de tus hijos, esos niños que hoy en tu garganta eran desgarro, haciéndole los honores al oficio más bonito del mundo. Toreando. Poniendo los pares. Con dos pares.

Y ahora te escribo en caliente, mientras la anestesia te lleva lejos del dolor, de la tremenda herida, y este blog colorao se vuelve berrendo en esperanza, porque quiero pensar que sólo la esperanza cabe en ese quirófano donde ahora los médicos te recomponen y nos cosen a todos el alma. Y queremos ser los ojos que velen por tus ojos, los oídos que susurren en tus oídos.

Desde la emoción y el respeto más profundos, en caliente, guardaré esta entrada, berrenda en vida, para cuando puedas leerla.

Va por tí, Juan José Padilla. Va por tí, torero.




jueves, 6 de octubre de 2011

Gracias, infanta


Me va a permitir, señora, que por una vez le otorgue a usted la realeza en la que no creo, si de siempre defendí que todos los hombres somos iguales desde la cuna y que la sangre es roja para todos, como el traje grana que visten los toreros de postín; como la misma sangre que vemos derramada sobre el albero, la que apuestan día a día los toreros, que tienen en sus manos el cetro de la vida, la puerta del palacio de la gloria.

Confieso que desde miña sólo creo en una monarquía verdadera, la de los Reyes de Oriente, aunque con el tiempo me rendí a una segunda corona, la de Su Majestad El Viti, sobrio y solemne como la encina, majestuoso. Real como la sangre. Real como la misma vida. Carne y hueso, y más allá, lo inmortal de los héroes.

Pero la ví el otro día en el palco y me dieron ganas de ponerme a sus pies. De ceñirle una diadema en la frente, de otorgarle esa realeza que no es real, o nunca me lo ha parecido. Porque la ví dando la cara, flanqueada entre sus hijos, que asistían a la primera lección de tauromaquia de su vida. Dos niños que pudieron ver de cerca a dos reyes de verdad, vestidos de seda y oro, sobre un palacio redondo con albero por suelo y las estrellas en la cúpula. Dos niños que aprenderán a su lado que hay un rey en las dehesas y los cercados, tocado por dos pitones como las aristas afiladas de una corona en cuyo peso va la cara y la cruz: la vida del héroe, la muerte del bravo, la lucha de poder a poder.

Gracias, infanta, por la valentía. Gracias por el gesto. Gracias por el apoyo incontestable a la tauromaquia y a todo lo que representa entre este pueblo que, sí, ahora sí, es el suyo. Porque cuando el otro día se asomó al palco real y vi la mirada grave, sorprendida y maravillada de sus dos hijos, sentí cómo se asomaban los siglos de su estirpe al balcón del futuro, a la grandeza, a la continuidad de este milagro que convierte a los hombres en reyes por decreto de una espada, según las constituciones que dicta el capote sobre el viento, la muleta que escribe sus nombres en la tierra. Y en esos reyes, señora, está visto que creemos las dos.

Larga vida a su majestad el toro. Larga vida al misterio, al prodigio, del toreo.


(La foto es de Muriel Feiner, de burladero.com)

lunes, 3 de octubre de 2011

Iván Fandiño, denim y oro


Hé aquí un torero. Matando, casi muriendo. Desangrándose sin herida. Esperanza y oro. Azul índigo y oro, azul denim.

Iván Fandiño. Así, tan torero, a merced del pitón que apunta al bolsillo del vaquero. Ese bolsillo donde los demás guardamos las llaves para volver a casa o la calderilla de comprar el pan. Ese bolsillo donde este hombre, esperanza y oro, guardaba la vida y los sueños, la cara y la cruz de una moneda ya lanzada en el aire. Y salió cara. Y salió vida. Y triunfó la vida.

Me fascinaba la seda verde de Iván Fandiño. Verde y oro, como el manto de terciopelo y estrellas que cubre toda la Esperanza del mundo cuando aquí, en la tierra mía, la sacamos en los días de Pasión, venciendo, consolando el luto. Verde y oro, nada y oro en el capricho de las puntas, en la aguja sin miramientos del pitón.

Verde y oro, sangre y oro, en el filo de las astas, a una milésima parte del mundo, punteando la carne, buscando, rasgando, hiriendo. Así la muerte que llevaba el de Gavira, tan en puntas, tan afilada, tan certera.Tan con el peligro en la testuz, en el último aliento, en el último mugido, como las siete palabras de un Cristo cinqueño, la cruz en el albero, el primer cielo de octubre rasgándose la camisa. Hembra, ahí tienes a tu hijo. Hé aquí un torero.

Puristas habrá que digan que esto no es el traje de un torero. Que así no sale un torero después de guardarse la vida. Que de siempre existieron los remiendos en el callejón, puntadas y tafetanes, cosidos apresurados, oro reconstruyéndose sobre el oro, carne que cierra la carne. Que no es ortodoxo, que no es católico, que no es profano, que no es. Que no.

Pero yo he visto a un torero haciendo a su medida el hábito, transformando el índigo en esperanza, el denim en oro que no pesa. Sin concesiones a la estética por su ética. Bordando filigranas invisibles sobre el instante, en el centímetro redentor. Veo a un torero, esperanza y oro, índigo y oro. Veo a un torero, sobrevolando la muerte, creciendo en el aire, echando raíces sobre la espada, este vértigo de ser o dejar de ser. Sorteando sin tierra el navajazo directo al bolsillo donde guarda la vida, la llave de todo su tiempo. Torero en la seda, torero denim y oro, denim y milagro. Torero desde las entrañas, torero de pies a cabeza.

Y el que le eche cojones, que diga que Iván Fandiño no salió vestido de torero a la arena de Las Ventas.


(La imagen es de burladero.com)

domingo, 2 de octubre de 2011

Dos de dos, el milagro


Por ir a la contra, contra lo que estaba cantando, contra lo que estaba escrito, quise tener fe en los de Gavira. Porque el día que murió Antonio Gavira escuché llorar al campo gaditano, lo juro. A lo peor entonces se murió uno de los últimos soñadores del toro y se murió también la casta en sus cercados.

No estaba en la plaza, pero a mi manera hice un acto de fe, como quien reza mil padrenuestros juntos cada vez que se abría la puerta de chiqueros. Dános hoy el pan, quítanos esta sed. Y aunque la fe mueve montañas, no fue capaz de mover toros de cinco años y quinientos y pico kilos. Armazones sin alma. Orientados. La fe, que mueve montañas, no cambió el signo de la tarde, tan predestinada.

Pero sí hubo milagro con la fe a contracorriente. Ayer creí más que nunca en el dogma del toreo, o me matas o te mato, o me llevas por delante o te someto. Vergüenza torera, orgullo y poso. Ahora y siempre.

Dos toreros vestidos de verde; como una primavera en octubre, como los mantos de las Vírgenes que apuntan a la esperanza. Ayer creí en la emoción, en la verdad descarnada de los que no llevan la G mayúscula por delante pero son toreros en mayúscula y dignifican y hacen grande el toreo. Ayer los ví crecer sobre sí mismos, sobre la tragedia, sobre el sacrificio de la vida propia. Dos de dos, el milagro. Toreros que se ofrecieron desnudos, sin guardarse nada, a una plaza que fue enamorándose, como el amor en los tiempos del cólera, como la libertad sin ira.

A tantos pitones, aquí mi carne. Aquí el pecho, y los riñones, y el vientre y la nuca. Aquí la seda, a dentelladas. Aquí mi sangre. Aquí la boca, mascando orgullo, mascando arena, mascando los nombres. Aquí los pies, clavados, como los de Cristo en la Cruz antes de subir a la gloria. Aquí mi gravidez, por los aires, tan sin peso, tan leve. La moneda en el aire, la pata p'alante; aquí mis muslos. Aquí mis huesos, tan en la incertidumbre, tan al filo. Aquí mi muñeca, mi capote, mi muleta, mi vida. Aquí la espada, ojo por ojo, o tú o yo. Aquí la verdad. Aquí la fe perdida. Aquí uno, dos toreros. Dos milagros.

No estaba en la plaza. Pero de haber estado, habría ofrecido gustosa mi hombro para sacarlos en volandas del templo redondo. Quizá lo soñé, pero yo los vi cruzando la puerta grande, abierta por su mano. Aunque saliesen a pie. Dos toreros. Fandiño y Mora, milagros en la tarde de la fe a contracorriente.

(La foto es de Muriel Feiner, de burladero.com)