jueves, 30 de agosto de 2012

Manolete, vertical sobre la muerte

La muerte sobrevino de madrugada, como todo lo que no hace ruido. A las cinco, tendido de penumbra. Sin luna, sin alba, como si no fuera a salir el sol después, ni ya nunca. Pero la muerte estaba escrita en la arena de Linares, en la piel negra del toro de Zahariche, en aquel pitón certero, encontronazo de muertes en la hora de la espada.


La muerte iba bordada en palo de rosa, en el hierro de Miura, en aquel agosto de Linares que derretía cualquier esperanza contra la cal de las fachadas, contra la canícula de los empedrados, de las tardes sin tregua.

Después, sólo la sábana. Y el silencio. Ese silencio que impone la muerte junto a la almohada, el olor sin alma de los hospitales. Y el lamento de Lupe, hondo como la tierra cuando revienta, ahí al lado, con la pared de por medio como un muro dividiendo en dos todo lo creado. Amor mío. Vida mía.

La claridad amañando el día mientras España imprimía en letras grandes, negras, la muerte. El nombre, las cuatro sílabas del torero más grande de todos los tiempos: Manolete. El héroe muerto en Linares, como si se quebrase el mundo, Córdoba tan lejos. El hombre muerto como un Cristo Yacente sobre lo blanco. El escalofrío en la memoria del pueblo, que es la única memoria histórica que conozco. La muerte de boca en boca, la muerte en las barras de las tascas, en los portales, sobre el papel, en la calle, en el mercado, en los cromos infantiles de aquellos niños de Postguerra. Dice mi padre que el más difícil de conseguir era el de la cornada. Muerte. Y aquel nombre haciéndose inmenso a fuerza de no desgastarse. Manolete. Manolete muerto. Muerto, muerto. Muerto.

La muerte en la lengua de todos, ya para siempre. Manolete al otro lado de la vida, tan por encima, con la muerte a las espaldas, en las muñecas, en la cintura. Así lo contaba mi tío Paco, testigo de excepción del día que España se moría en Linares, presente en el callejón aquella tarde, por cuya boca escuché de primerísima mano cuanto allí aconteció. Aquella muerte disfrazada de prisas y nervios, aquella muerte disfrazada de esperanza sin espera, ya sin tiempo. El héroe enjuto, el alma afilada, la elegancia vertical de una muleta donde lo natural se hacía cierto, donde las leyes se desvanecían en un orden nuevo de las cosas. Y aquel viaje sin destino. El precipicio en el vientre de la madre, desandando kilómetros en la madrugada para acunar como una Virgen de Angustias al hijo ya muerto en el regazo, recién descendido de la cruz sin sangre de un tabacazo en la femoral. El último cigarro. La última bocanada sin besos.

Aprendimos su nombre en el viento, por las mismas lenguas que decían muerte cuando empezaba la vida para siempre. Manolete. Nunca lo vimos torear, pero lo recitamos como una letanía contra los siglos; aprendimos a recorrer su nariz aguileña, su perfil de macho de otro tiempo, los párpados lánguidos, el mentón hiriente en su gravedad. Su silueta vertical imponiéndose frente al mundo citándolo como un junco erigido en medio de la nada. Intocable, inalcanzable. Manolete.

La eternidad vino de madrugada, como todo lo que no hace ruido. Sin anunciarse, rosa palo y amanecer ya siempre. A las cinco, tendido de luz en ciernes, memoria y milagro. Manolete en el ruedo, vertical; erguido como los pilares de la tierra.

Inquebrantable, en pie sobre la muerte, trascendiendo a su propia leyenda. Manolete inmortal, ya siempre, de Linares a la gloria, así pase el tiempo.


(La columna está publicada en Cultoro)

martes, 28 de agosto de 2012

Digo Diego, digo Urdiales

Te recordaré siempre ahí, en esa arena negra donde los toreros parecéis figuras coloreadas sobre un viejo fotograma en blanco y negro. La arena gris de Vista Alegre. La misma arena donde hace dos años dictaste, rosa y oro, una lección de tauromaquia tan inmensa que de cuando en cuando necesito verla para que no se me olvide que todavía se torea así, que todavía quedan toreros que honran a la vieja escuela con aires de toreo eterno. Esa lección que deberían ver al menos una vez en su vida los que sueñan con ser toreros de verdad.


Porque tú acaricias el sueño. Y lo construyes desde los cimientos, con las zapatillas clavadas como un árbol de raíces inabarcables. Ahí, Diego, azul Bilbao y oro, tan azul, tan lleno de torería en el ruedo, creciendo en cada toro hasta agigantarte en el último de la tarde –Javier Castaño camino del hospital-, presentando una vez más esas credenciales que son ya un clamor para que las empresas te den, ya sin pelea, el sitio de honor que te has ganado sin volver jamás la mirada, sin desandar los pasos.

Tú acaricias el sueño. Lo hilvanas con puntadas invisibles en el capote, para desplegarlo sin pecado en una media eterna con signo terracampino, memoria de Villalpando, tan de seda, tan en los medios del mundo, tan contra el tiempo, amarrando la eternidad en la cintura. Ese concepto tan de verdad, desgarrado como un cante jondo, sabio como un vino de Rioja con poso de siglos, valiente como quien acude a una cita sin guardarse nada, dejando pasar a los toros por la barriga, tan cerca de donde late todo, como si pudiera fluir el alma desde la muleta y después romperse, abandonarse en naturales cuyo trazo no se acababa nunca. Azul Bilbao y oro, azul Diego Urdiales sobre el albero cárdeno, frente al cárdeno toro de Victorino, que vende cara su muerte cárdena.

Así, Diego, impasible ante la voltereta anunciada, aceptada como el Cáliz del Cristo del Huerto de los Olivos, que asume que en el camino hacia la gloria es preciso cargar con la cruz, morir en el Monte de las Calaveras y resucitar después para imponer la vida como dogma inamovible. Hecho un tío. Inmenso. Firme como un milagro que no quiere salir de su santuario, sin poses ni alivios, elevado sólo sobre la fe. Tan cierto en tus convicciones, rozando lo perfecto, macizo, rotundo, más allá de la belleza y del temple. Tanto, que daban ganas de decir ‘amén’, aunque Bilbao, en el norte, sin norte, no supiera por dónde andaba.

Digo Diego y digo torero. Digo Diego y digo grande. Digo Diego y recito un credo. Porque creo en un tiempo que pondrá cada cosa en su sitio, cada nombre en su justa parcela de la memoria.

Digo Diego y digo Urdiales. Y no queda nada por decir, si todas las palabras quedaron escritas en la arena, en la tarde última, en la verdad azul de la seda cosida a la piel, a la carne, al alma, al hambre eterna de ser alguien, de saberse. Azul Bilbao y oro.

Digo Urdiales. Digo Diego. Diego Urdiales, sí. El torero. El toreo.


(Columna publicada en Cultoro . La imagen es de La Rioja.com, de Miguel Pérez-Aradros)

sábado, 18 de agosto de 2012

Fernando, la Cruz


Ha tenido que sobrevolar la muerte. Ha tenido que ser la sangre, la brecha en el estómago, la que les recuerde a muchos tu nombre. Fernando. Fernando Cruz. La cruz del toreo.


La cruz de tantos días en blanco soñando toros desde la niñez. La cruz de las puertas cerradas, de los despachos desmemoriados y los teléfonos que nunca suenan. La cruz de no haber entrado en el juego de cromos que se traen los empresarios que confeccionan carteles de intercambios a los que difícilmente acceden los toreros modestos que no tienen quien les escriba, quien les mueva los sutiles hilos con que se sujeta el sistema.

Mientras escribo esto, Fernando Cruz se recupera en una UCI de Madrid de un tabacazo en el día más taurino, más torero del año. Un tabacazo por donde se le ha podido ir la vida. Y probablemente no le hubiese importado morir en el epicentro de sus sueños, en esa Plaza de las Ventas que ha sido testigo de su toreo de verdad, de sus impecables maneras de andar, hacer y mandar en la cara del toro. Pero nació Cruz, con la cruz de los independientes a cuestas. Con la cruz de los parias sin padrino. Con la cruz de que no basta ser un torero de pies a cabeza para acceder al circuito de las ferias sin dejarse jirones de dignidad por el camino, rebajas en los salarios, tragaderas más anchas.

La cruz de saberse y sentirse torero y no poder pisar el albero por políticas de quita y pon, de intercambios rastreros que garantizan inmerecidas tardes a quien no las pelea y sacude de un plumazo a los que se ganan cada comparecencia a cara de perro, hasta vaciarse enteros, como aquella tarde de agosto con dos de Victorino en San Sebastián, cuando Illumbe tembló desde los cimientos conmovidos ante la belleza de su capote, ante los lances puros, la verdad y la hondura de su muleta domeñando a la bestia.

Fernando nació con la cruz, el veneno del toreo. Con voluntad de hierro y corazón limpio. Soñaba, sueña el toreo. Desde niño, cuando apenas sabía escribir y ya lo escribía en cartas a su padre, como quien escribe una declaración de intenciones, un compromiso para toda la vida. Y lo atesora en sus muñecas, por los poros. Se nace o no se nace, igual que uno se muere de verdad cuando un toro le mete más de una cuarta de pitón por el vientre. Sobrevivir es el milagro. Dentro y fuera de los ruedos.

Espero, torero, que ese #FuerzaFernandoCruz que te manda el universo taurino como grito unánime, como oración por tu vida, se transforme mañana en un #JusticiaparaFernandoCruz. Justicia para los toreros que merecen ser reconocidos por sus tardes de gloria, por las lecciones de valor, honradez y oficio que rubrican en la arena; no por la foto mil veces repetida del de Gavira abriendo un precipicio por donde despeñar vida a raudales. Esa foto que no quiero ver, esa cruz en forma de asta donde inmolar a un torero después de cargar con la otra cruz, la más pesada, la del silencio del día a día.

Espero, Fernando, que dejes de ser la cruz del toreo. Que las cosas te vengan de cara, que muestres en plenitud el toreo caro con el que te bendijeron los dioses. Que la vida te muestre una cara más amable después de sobrevivirla.

Dios te guarde.



(Artículo publicado en CULTORO. La foto, con un tío de Cebada, está tomada del Facebook de este torerazo. Mucha fuerza!!)

lunes, 6 de agosto de 2012

Bienvenida, pequeña Sabela


Esta madrugada, mientras Salamanca dormía, llegaba al mundo Sabela predicando la vida, rompiendo con su primer aliento la gravidez de la luna de agosto, la calma silente del Tormes frente a la ciudad dorada; llamando con sus minúsculos nudillos a la puerta de la alegría en casa de Javier y de Chus.

La esperábamos con el corazón abierto, la cuna en los brazos. La esperábamos como un pequeño milagro, como una sonrisa de Dios sobre todas las cosas. La esperábamos como una promesa desde lo hondo de la tierra, desde el vientre de su madre. Bendito sea el fruto.

Está cumplido. Sabela ya está entre nosotros, carne y ternura, presencia, caricia.

Nosotros algún día te contaremos quién es tu padre, ese torero que hoy viste orgullo y oro, amor y oro siempre, para que sigas la huella, la dignidad de sus pasos en el albero de la vida -el más difícil- bajo la sombra protectora de Chus, tu madre, que siempre está ahí aunque nunca se muestre, con la ciencia de quien sabe esperar; con la confianza que da la fe sin quebranto en el otro; con la magia de quien cura con los ojos y consuela desde el silencio, tan cerca, siempre al lado. Qué suerte tienes, Sabela, de nacer bajo la urdimbre de su sábana, sangre de su sangre, don de la vida, novia para siempre del verano.

Bienvenida al mundo, pequeña Sabela. Alegría, esperanza nuestra; pequeña ventana con vistas al futuro, milagro del amor en este agosto que ya canta tu nombre.

Bienvenida.



sábado, 14 de julio de 2012

Mientras Pamplona cantaba


Aquel año ni los hijos ni los nietos corrieron los encierros. Mientras los mozos se preparaban y calentaban los músculos, la familia se turnaba para acompañarla en el Hospital, donde aquel silencio aséptico nada tenía que ver con el bullicio de las calles, la alegría de los mozos, los cánticos ante la hornacina junto a los corrales del Gas, la emoción del toro, los sones de los txistus acompañando a los gigantes en su paseo de media mañana y las apreturas en los tendidos. Sólo el resplandor de la noche, con los fuegos artificiales encendiendo de pólvora el cielo, recordaba que la ciudad festejaba al santo de capote milagroso; que los balcones se poblaban de niños por las mañanas mientras los jóvenes emprendían la retirada después de apurar la madrugada en cada sorbo.

Aquel hospital vestido de San Fermín todo el año, con el blanco de las batas y el rojo de la sangre, pañuelo invisible que nos recorre por dentro, que nos insufla la vida. Aquel calendario tan distinto, tan sin sentido. Allí no llegaban los pasos apresurados por las calles húmedas; los topetazos contra las talanqueras, la adrenalina disparada, la urgencia de las curas a pie de calle, la algarabía que recibe a los astados cuando llegan a la plaza.

La fiesta tocaba a su fín. En el aire aún quedaba el perfume del último toro, la última estocada, el silencio que precede a las despedidas, que duele tanto; el corazón de una ciudad que recuperaba su ritmo.

Anochecía. Alguien, uno de mis primos, abrió la ventana para recibir el alivio de las noches de julio. Aquellas noches tan distintas. Silencio. Y a lo lejos, como un susurro, un cántico, el broche de las fiestas, el fin del ciclo de la vida. Pobre de mi.

Por aquella ventana escapó el último latido y vino dulce la muerte, después de tanta vida, tantos besos, tantos abrazos, tanta energía. Después de aquel cáncer cabrón que la venció desde dentro. Mi tía Cobi, la mayor de las hermanas de mi madre, se nos moría mientras la ciudad cantaba y se desanudaba el pañuelo.Vigilia de velas, de miles de almas, de miles de gargantas. Madrugada del catorce al quince de julio en Pamplona.

Aquí, en la tierra, te seguimos queriendo.

(La foto es de Mikel Sáiz, de Sanfermin.com)

miércoles, 6 de junio de 2012

Si hoy no fuera


No hace falta una conjunción planetaria ni un conjuro a la luna última de la primavera. Ni magia, ni vudús, ni ritos ocultos más allá del misterio de un capote incomprensible, inexplicable como todo lo que brota desde lo más profundo.

Morante vuelve hoy a Las Ventas y junio se viste de incienso, perfumando el verano que se anticipa en las ventanas. Incierto como quien aguarda algo que no llega, firme como aquellos que siguieron a pie a Jesucristo en su revolución del espíritu, hasta la cima del Monte de las Calaveras. Así hoy, en el día sexto del mes sexto, el cielo en calma mansa, este silencio plomizo, estas nubes cárdenas que hacen del tiempo una capilla y de la fe una liturgia. Yo creo.

Creo con la fe irracional de quien necesita un punto donde agarrarse para que no se mueva el mundo. Y tú ahí, Morante, en el ombligo de la arena, inventando el agua para la sed, la lluvia entre tanta sequía. Y esta espera por si es hoy la hora para mostrarle a los demás la grandeza inconcebible, el trazo perfecto, sin cánones, de tu muñeca dibujando prodigios mientras pasa Venus por el sol y se enciende de claridad el ruedo, el latido, Madrid rugiendo con la voz verdadera del toreo verdadero.

Yo te espero un día más sin prisas. Con la fe inquebrantable de quien ya sabe, de quien ya ha visto, de quien no necesita una llaga donde empapar el dedo en sangre para calibrar la herida en el costado. Me basta la fragilidad de la seda, la cintura rota, el mentón hincado en el pecho, la suavidad de un lance donde quepa la historia de la Tauromaquia hecha instante, esculpida en una peana de albero. Una media eterna de tres sílabas. Tu nombre.

Y si hoy no fuera, te sigo esperando. Y rezo tu credo desandando los minutos hasta el cerrojo de las siete.

Si hoy no fuera.



(La foto es de Juan Pelegrín, que es parte de este blog sin pedir permiso. Gracias por tanto)

jueves, 31 de mayo de 2012

Guardiana de los días y de las noches

(Para Chus, que sostiene los sueños de Javier Castaño)

Vive con un héroe. Un héroe que conoció en los inicios las mieles del éxito y descendió por los peldaños del olvido aunque continuó con la rutina del día a día, entrenando, preparándose como una figura que sale de firmar noventa contratos para la temporada. Conoce sus trazados como la misma palma de su mano, la geografía de las cicatrices y esas otras heridas que no se ven pero se curan con las tiritas de su mirada, con la ternura del beso.

Conoce la trastienda del toreo, el sudor, esa llamada que nunca llegaba, esas tardes soñadas que al final quedaban en el imaginario, esa impotencia de querer estar y no poder. Ese maldito silencio de los despachos. Y el silencio de la casa mientras Javier devoraba kilómetros, aquí y allá, para tentar en el campo, para no perder la forma ni la musculatura como si mañana mismo fuera a medirse con la fiera. Para no perder la esperanza.

Conoce esa otra soledad, la del hombre. La del torero en sus cuatro paredes, sólo piel, sólo hueso, sólo corazón, sin seda ni oro que lo ampare. Tanto esfuerzo. Tanto. Y las noches en blanco, y los nervios contenidos antes de cada compromiso; el peso de la responsabilidad, y la impotencia de las temporadas a cuentagotas sabiendo que ahí hay torero para rato.

Hoy todo el mundo habla de la gesta de Javier Castaño. De su vergüenza torera. De sus cojones, de sus ganas intactas, de las ilusiones renovadas, de su resurrección milagrosa del mundo de los olvidos. De su trono francés por la Puerta de los Cónsules. De su inmensa generosidad luciendo a los toros en el tercio de varas. De su valor seco, de su madurez, de su serenidad. De esa cuadrilla que es también el reflejo de lo bien hecho, de la sabiduría que se cuece despacio, a fuego lento, en la trastienda del toreo.

Pero nadie habla de ellas. De tantas anónimas sin focos ni papel couché. De ellas, que también sostienen el mundo por sus cimientos. Que siempre están, que siempre esperan. Que siempre abren los brazos.

Ella conoce sus luces y sus sombras, le acompaña sin quebrarse en el viaje de la vida y se acaricia el vientre donde mañana germinará otra vida que conocerá el momento más dulce de su padre, el reconocimiento a tanto trabajo, a tanto empeño, a tantas ganas de ser, a tanta fe en si mismo cuando casi todos los demás eran descreídos de su nombre. Y entonces ella era amor, amor solamente. Y generosidad para entender el camino del héroe, y respetarlo, y apoyarlo, y envolverle el alma en la cápsula de su aliento.

Ella es también una heroína, aunque no lo sepa. Porque nunca ha faltado la sonrisa, porque siempre rezó el mismo credo. Se llama Chus. Así, tan cortito. Un mundo de cuatro letras. Tan digna, tan en la sombra. Tan entera siempre. Y su nombre merece estar escrito aquí, al lado de Javier, porque ella también es parte de todo esto. Porque es su corazón el que recibe a las fieras cuando salen por chiqueros; porque es su alegría la que eleva al torero por encima de los hombros de los de a pie. Yo lo veo en la arena y pienso en ella; en su lealtad, en su orgullo intacto, siempre al lado. Porque ella es la guardiana de los días y de las noches. Porque es la encina invencible, la sombra que siempre alivia el descanso del héroe, la almohada limpia donde reposan todos sus sueños.

Gracias, Chus, por tu presencia cada día, cada tarde. Siempre. Antes y ahora. Porque tú eres todas las mujeres que lavan con sus ojos la trastienda del toreo. Porque tú eres todas las que sostienen la fragilidad del hombre cuando se cierran las puertas y cuelgan las ropas de héroe en el armario de lo cotidiano.

Heroínas. Toreras. Mujeres. Invisibles. Grandes.


(La foto, que lo dice todo, que no necesita palabras, está robada del Facebook de Chus)

miércoles, 30 de mayo de 2012

Tan a dolor vivo

Con la mirada azul clavada en el centro de la arena y más allá la nada. Con un puñal invisible clavado en el alma y un dolor insondable en la nuca, al desprender el postizo rubio, como si le estuviesen arrancando un pedazo de alma, que sólo pesa veintiún gramos pero es la máquina que mueve el mundo.

Así se iba ayer Julio Aparicio de la plaza de toros de Las Ventas, allá donde se inventó la luz un mayo de 1994, cuando salió directo a la gloria después de firmar una antología del toreo. Yo lo veía transparente, como si no estuviera, enfundado en la seda y el azabache. A dolor vivo. Transparente de puro frágil, de puro quebrado, tocado en su orgullo de torero. Asumiendo, masticando tanta amargura con la misma boca que perforó un toro sin miramientos, cuando todas las lenguas recitamos en su nombre. Tan digno con la mirada perdida en el centro de la tierra, en la boca de riego de las tardes que ya no serán. Con el alma arrastrando por la arena, la misma donde firmó grandeza en estado puro aquella tarde en que rozó el cielo azul de Madrid asido a las orejas de uno de Alcurrucén.

Ya entonces daba igual el petardo, la masa enfurecida, los tendidos desmemoriados, irreverentes con quien tantas primaveras ha posado en su capote, en la muleta de seda revestida de las informales costumbres de los grandes, que no entienden, que no saben de la regularidad que se les pide a los sin alma, a los matemáticos del pase, a los toreros de pose y metrónomo. La genialidad es otra cosa; la incompostura del genio, la sorpresa, la inspiración. Como el aire; que no se explica, pero es necesario. Las sombras, las broncas, las tardes de vacío. Y la esperanza anunciándose de nuevo siempre. Ahí el misterio, ahí la emoción.

He visto cienes y cienes de veces aquella faena como quien acude a buscar agua en mitad de un secarral. Ese toreo exquisito, irrepetible, incalcanzable. Aquella pureza, aquella verdad, aquella hondura que nos cosió el nombre de Julio Aparicio a las entretrelas, que forjó aficionados desde las tripas, que nos pellizcó el alma de tal manera que siempre buscamos aquella claridad inexplicable en su mirada insultante de bonita, en sus muñecas de aire, tan leves, tan mágicas, en el deje de cante grande de sus maneras.

Usura es la memoria, dejó escrito un poeta de mi tierra. Usura fue ayer la tarde sin compostura, las almohadillas sin vergüenza, la ausencia del silencio emocionado y la ovación de respeto a un torero que se cortaba la coleta y se arrancaba el alma para dejarla sobre el albero de Madrid. Transparente, como si no estuviera. Tan ausente. Tan a dolor vivo.

Dios te guarde, Julio Aparicio. Torero. Grande.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Creo en tí

Dicen que esta mañana las banderas de Madrid no se mueven; que el aire ya se ha detenido esperándote, como si contuviese la respiración igual que se contiene en el paseíllo, cuando dibujas con el pie una cruz en la arena y echas el paso al frente envuelto en seda y grandeza.

Hoy torea Morante. Y sólo con verte anunciado me dan ganas de hacer una profesión de fe, de persignarme como quien accede a un santuario y profesar mi credo, ese que compartimos miles de apóstoles que hemos visto, que sabemos del milagro. Hoy te esperamos a ciegas, sin pedir nada. Con la misma alegría de aquella niña que recibió el sacramento vestida de blanco hace hoy treinta y seis años. Con la misma fe que tienen quienes van en fila a comulgar y ni siquiera cuestionan que la Hostia pueda ser el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, la misma carne; como el vino es la sangre consagrada que un día tiñó el madero y nos hizo libres. Con la misma levedad con que fumas el tiempo, humo manso que huye de tus labios de torero, que no necesitan decir nada, que siempre besan.

Quizá sea hoy. Puede ser hoy, cuando una verónica resuma todas las verónicas de la historia, o una media envuelva al mundo en la caricia de tu signo. Quizá sea hoy cuando resuelvas en el instante el misterio, el enigma de siglos del toreo. Ahí la llave.

Tiene que ser hoy. Yo te espero. Yo creo en tí. Y si así no fuera, mañana repetiría estas letras, este credo, allá donde traces la cruz con el pie mientras el aire detiene su paso y te espera, seda y grandeza. Porque el mismo aire, que te conoce, también cree, también sabe, también te canta.

Venga a la tierra tu reino.


(La foto es de Juan Pelegrín, que captó a Morante fumándose el tiemplo)

El peso de la púrpura

He buscado la foto, pero no la he encontrado. Da igual; la llevo clavada en la retina. El torero cabizbajo en el callejón, confesando a micrófono abierto que no puede con el peso de la púrpura, intentando salvar los trastos de una faena ya insalvable.

Quizá porque sé que los hombres somos dioses venidos a menos, que todos somos gigantes que en algún momento posamos los pies sobre el barro, siempre me pongo del lado de aquellos que se sienten vencidos. Así hemos visto a El Cid; como si se hubiera echado sobre las hombreras todos los siglos del mundo; como si aquella izquierda mágica que sostuvo con pulso y temple todas las almas de Madrid se hubiese acabado cuando salía Fiscal por la puerta de toriles. Uno de Alcurrucén de lío gordo que si llega a caer en las manos del aquel Cid más campeador, aquel Cid que nos deslumbró con su pureza, con la suavidad y el poder de la zurda, hubiese puesto patas arriba los tendidos y abierto la puerta grande de Las Ventas a la gloria.

No me creo ni de coña que la culpa la tengan las voces de los aficionados más críticos. A fin de cuentas exigen a quien sabe y puede bordar el toreo. Lo ha demostrado. Malos aficionados serían si no se lo demandasen. La lengua pecó de soberbia; pero esa expresión, esos ojos cuya foto no encuentro, no mentían; o no se mentían a sí mismos.

Más bien creo que Manuel Jesús era consciente de que se le escapaba ese toro de triunfo como se nos escapa el agua entre los dedos, con la impotencia de quien no puede hacer nada para que el líquido retroceda, regrese al cuenco de la mano. He ahí el desencuentro. El peso de un no poder. Tampoco creo que los críticos sean advenedizos si dejan constancia de que el torero no pudo o no quiso, igual que un día vistieron en titulares su toreo de cante grande, cuando todos empujábamos con el alma para que entrase aquella Tizona aviesa y el de Salteras pudiera salir, por fin, a hombros del templo del toreo.

Cuenta la historia, entretejida con la leyenda, que el Cid ganó su última batalla después de muerto, a lomos de su fiel Babieca, con su silueta de guerrero imponiéndose sobre el horizonte y la morería rendida a su espada. Yo hoy he visto rendirse a un guerrero sobre la arena, allá donde nunca deben rendirse los que han sido grandes.

Quizá sólo sea eso, el peso de la púrpura. A mí me encantaría ver a este Cid resucitado y cierto, macizo, poderoso, memoria de aquel Cid que atesoraba tanta verdad en sus muñecas, la eternidad en la izquierda. Aquel Cid que no buscaba justificaciones en los gritos del tendido ni en la responsabilidad de ser figura. Porque ahí arriba, en la cima, en los hombros de los hombres, hasta el mundo tiene que ser más liviano.

Y si no pueda ser, caiga el telón púrpura y muera por la boca, sólo, el pez.


(La foto, del genial Juan Pelegrín, es de Las Ventas)

lunes, 21 de mayo de 2012

Yo te espero, MAESTRO Fundi


La montera de El Fundi se bebe el diluvio sobre Madrid.

Una montera sola sobre un ruedo embarrado que dibuja un cruce de caminos, la memoria en charcos de las huellas que dibujaron las zapatillas clavadas en la nada. Una piscina redonda de vanidades, de intereses en la que tres diestros nadaban erguidos en pie por aquello de no ir a la contra, por la vergüenza torera que atesoran y por la desvergüenza que se cuece tras las puertas a la hora de decidir una suspensión que venía escrita en el cielo como un clamor.

No es una mancha en el expediente. No. Ni siquiera ha sido una despedida de la primera plaza del mundo, de su plaza. Esa plaza de ladrillo rojo, ese templo donde tantas veces se jugó la vida a una sola carta con los hierros más duros, con los toros más engallados, más bravos y más difíciles. Con el público más duro. Y nunca volvió la cara, aunque saliese con las carnes abiertas, con el alma a jirones, con el traje hecho unos zorros. Algunos lo llaman pundonor, por salir del paso, por cubrir el expediente en el papel. Pero ese pundonor podría mover el mundo, porque ahí cabe toda la verdad, el amor propio, la valentía y el respeto a la profesión del mundo.

No he querido poner una foto del maestro Fundi. Le reservo el hueco para el día que se despida de verdad, como se merece, con el cielo de Madrid despejado, con el albero como una alfombra circular para el triunfo, con una faena acorde a su impecable carrera, a su honestidad, a su entrega, a sus agallas. A éste no le han regalado nada. Éste se lo ha ganado pasito a pasito, palmo a palmo sobre la arena, sobre el hule, con la verdad más descarnada, sin trampas ni alivios.

El traje era perfecto, sangre de toro y azabache de sabor antiguo y misterioso. Pero no pudo ser. En la tarde de los despropósitos, el toreo bajo el aguacero, sobre el barrizal, era imposible, peligroso, invisible en la cortina de agua. El toreo de un maestro, no de un tío que se viste de torero, que de esos hay muchos.

Un torero. Un torerazo. El maestro Fundi, forjado en la metralla de los hierros cañeros, en el circuito del miedo que termina por machacar a tantos buenos toreros. Pero ahí está él, tan grande bajo la lluvia, que todo lo encoge; digno, entero, en el brindis de otro torerazo a quien siempre espero con el alma despierta, Uceda. Tan impotente en la honestidad de meter la espada por arriba, en la hijoputez del destino de que se le fuera vivo un toro. El primero y el único. El último en Madrid. Cagüensusmuertos.

Yo te respeto y te admiro, maestro Fundi. Limpio la soledad de tu montera en estas líneas; espero a que escampe y te guardo sitio en este blog berrendo para escribir tu despedida en letras de triunfo, en la alegría del toreo de verdad, en la ovación impagable de los tendidos inmensos de Las Ventas.


(La foto, tan desoladora, tan esclarecedora, la he robado sin permiso del estupendo blog Salmonetes ya no nos quedan. Espero que me lo perdonen)



jueves, 10 de mayo de 2012

Esas manos

Alejandro Talavante lía su capote de paseo. Sus manos, bellísimas, abren la cajita de los sueños mientras se abrocha la seda en la cintura; el cuerpo prieto en celeste, el pecho a resguardo en el oro. Las flores que no redimen la incertidumbre, ese instante tan a solas cuando parece que uno se está ciñendo la eternidad en las carnes después de dejar el pestillo a medias en la habitación del hotel. El chasquido de la lengua, el regusto del miedo en la garganta, la pared tan blanca, el ladrillo desnudo, el golpe seco del cerrojazo, la arena calentándose con sol de verano adelantado. Y más allá la puerta de toriles. La oscuridad estrecha de chiqueros. La incógnita. El veneno. La vida.

Esos dedos largos que lo mismo acarician que hieren; que esculpen belleza y empuñan la espada. Esas manos que sostienen el cofre invisible de la magia, de lo heróico, de la desnudez de luces de un hombre frente al hachazo animal. Siempre miro las manos de los toreros. Las miro con la veneración de quien acude a besar una reliquia, más allá de la carne y el hueso, de los dedos y las falanges. Más allá de tiritas e imperfecciones, por mucho que las manos de Talavante sean un canto a la perfección, tan ordenadas en la maraña del capote que se vuelve abrazo.

Siempre miro las manos de los toreros, como si fuesen las manos de los Reyes de Oriente, que clavan la zapatilla en el albero cada vez que resuenan los clarines y timbales de una plaza de toros. Como si fueran las manos de un prestidigitador que inventa el mundo desde la nada. Aquí el centro. Miro las manos de los toreros como las manos de un niño que abre el primer regalo de su vida. Porque ahí, en esas manos, reside una ilusión nueva, una mirada nueva, una emoción nueva, el primer descubrimiento. Y así me siento cada tarde de toros, incluso en los días descreídos en que cruzas los dedos y esperas la confirmación del milagro, el minuto eterno que salve la tarde sin médula.

Alejandro Talavante lía su capote de paseo. Es el prólogo, la antesala. El instante mágico de los anhelos. Un torero que lía su capa con la delicadeza de quien acaricia otra piel sobre las sábanas, de quien modela porcelana fina y la custodia para que nunca se quiebre. Las mismas manos que doblegan, que someten y acompasan, que se enfrentan al teorema de la muerte erigido sobre la sangre del bravo.

Así lo siento y así lo pienso hoy, cuando los timbales de Madrid se conviertan en el latido, en el pulso, en el epicentro del Planeta Toro. Porque ya empieza, porque ya es. Porque mayo se llama Isidro. Porque imagino cientos de misterios en las manos de los toreros, caricias y acero, mando y temple, ternura y brindis. La bendición de saber que esas manos pueden sostener veintipico mil almas, rozar la gloria inmensa del cielo.

Esas manos.


(Guardaba como un tesoro esta bellísima foto de Josephine Douet para ilustrar esta entrada por todo lo que sugiere. Para ella, que desnuda el alma de los toreros heridos, va esta entrada. Escrita como quien espera un prodigio, como quien recibe un regalo)

martes, 13 de marzo de 2012

Medio siglo de magisterio

Ahí, en la arena, la verdad se escribe de tú a tú, sin más ortografía que la espada. El capote desplegado conteniendo el aire en la seda, acariciando, besando. La cintura acompasando, la muñeca sometiendo, atemperando. El miedo que reseca la garganta contra el ladrillo antes del paseíllo. La soledad en el ruedo.

Ahí, en la arena, permanece la rúbrica, el sello personal, la caligrafía limpia del torero. La verdad sin médula de la Tierra de Campos, los surcos en corto, como si fuese el cereal cimbreando el sutil trazo de la muleta, lamiendo; los mares de plata despuntando en oro, vistiendo de luces la espiga. Toreando. Ofreciendo los muslos, el pecho, los tobillos, el estómago. Toreando. Y nada más. La verdad sobre las carnes a punzón de asta, con hilo de sutura. El tributo. La sangre. La cicatriz. Y de nuevo la vida.

Aquel chaval, tan poca cosa. Atrás quedó el sudario de los palomares, Villalpando tan adentro. La primera escuela en el desván de la casa del pueblo: Juan Belmonte que estás en los cielos. La herida trazando mapas en las axilas, en las ingles, en las tripas, bajo el mentón, buscando siempre, despreciando la lentejuela y los alamares. Los caminos y los cercados; la senda del maletilla, la muerte a cara de perro; las talanqueras, las espinas sin rosas, las vacas añejas. Los mozos embrutecidos por el vino, las plazas de carros y los toros resabiados; peldaños imposibles, peldaños primeros para salir en volandas de la miseria a la gloria, de la nada a la puerta grande de los héroes, allá donde el cielo es una realidad tangible. Andrés Vázquez a hombros por las calles de Madrid.

La tauromaquia en blanco y negro. Mi primer recuerdo. Una media cargando la suerte, como si el mundo se abrochase en la cintura. Y luego la única verdad, tan natural. Puro, vertical, lidiando sobre las piernas, recreando estampas antiguas de los toreros poderosos, erguidos como encinas de los campos de la vieja Castilla. Los hierros más duros, los pelos cárdenos, los toros más fieros, los nombres más temibles. Tú o yo. Andrés Vázquez ciñéndose la vida a los costados, obligando, vaciándose entero, sosteniendo veintitantas mil almas.

Todo lo lleva grabado en la piel, a hierro y fuego. Todo en el gesto, como si armase muletas invisibles con la lengua. Porque habla en torero, porque pisa en torero, porque vive en torero, porque es más torero dormido que el mundo despierto. Todo esto lo ha vivido. Porque es historia viva de la tauromaquia. Porque conjuga los nombres de la leyenda: Ordóñez, Dominguín, Bienvenida, Su Majestad, Chenel, Camino, Ostos, Puerta

Más allá el cántico hondo, soleá de secano, tierra adentro. Y aquí el silencio. El silencio de la reverencia. Andrés Vázquez, MAESTRO, inmenso y oro.

Gracias por estas Bodas de Oro con el toreo. Gracias por el magisterio. Por la vida.



(La imagen está tomada en el estudio de mi padre, donde permanece esa media eterna en blanco y negro. Mi primer recuerdo. La segunda imagen es de la faena a Baratero en Las Ventas)

sábado, 3 de marzo de 2012

Pascua de Resurrección

Aquí, en mi tierra, Cristo viene a morir nazareno y oro, y lo subimos resucitado desde el Duero, grana y oro, tan torero, mientras florecen lilas en las varas cofrades y cuelgan de los balcones mantones y algún capote para firmar los primeros lances en la gloria.

Hay hombres que cuando regresan de la sábana a la tierra, escriben en el albero una nueva Pascua de Resurrección. Antes, después de la luna de la primavera, si la primavera siempre está donde está la vida.

Los hemos visto sobrevivir a su propia sangre, ocho litros sobre la arena, al otro lado del charco y poco más para cruzar la frontera imposible que dibuja una femoral reventada, un cuerpo condenado a la sequía sin transfusiones ni milagros.

Los hemos visto imponerse a las palabras y a los silencios, la garganta rota, la lengua segmentada, el paladar agujereado, Madrid enmudecida en el grito sordo que ilustra las tragedias cuando la muerte susurra amenazas diente por diente, la mandíbula tan frágil.

Sobrevolar ese octubre maldito, aquel par maldito de banderillas en la tarde de las ambulancias que lavaron para siempre las lágrimas de un torero; aquella navaja cárdena abriendo las carnes, destrozando los huesos, buscando, tiñendo de sangre el fucsia de la seda; aquella noche que no se terminaba nunca; aquella madrugada de twitter y esperanza.

Los hemos visto erguirse sobre la nada y proclamar su victoria, resucitados, como el Cristo que anuncia un tiempo nuevo cuando doblega la oscuridad del sepulcro, la incertidumbre de la vida más allá de la vida.

Los hemos visto en una silla de acero, dejando atrás el hospital con las entrañas cosidas y la mano en el corazón, asomándose al mundo con una persiana en el párpado, despertando a una vida nueva con los cinco sentidos. Y después ponerse en pie, triunfantes, como quien regresa de un largo viaje y no tiene miedo ya de ningún camino.

Y volver. Redactar versículos de gloria en lila y oro, Valencia rugiendo, mascando el milagro. Volver. Una promesa verde y esperanza, como el manto de una Virgen joven que lleva en sus manos la Esperanza del mundo. Pascua de Resurrección en lunes, en jueves, en sábado, este mismo domingo, santificando cada día. Volver y aferrarse a la tierra porque ya han estado tan cerca del cielo, porque han purgado sus demonios y han aplacado su infierno.

No son dioses, no. Sólo son hombres entre los hombres. Son toreros. José Tomás, Julio Aparicio, Juan José Padilla. Tantos. Tantos. Tantos. Héroes siempre al filo, siempre en la incógnita.

Toreros. Hombres que cuando resucitan nos hacen sentir más cerca de los dioses porque ellos viven y nos igualan. Porque nuestros ojos un día los vieron vencidos, rotos, tan a merced de la herida. Y ahora son verdad, son dogma. Resucitan. Y creemos.

Hay hombres que cuando vuelven nos roban todas las palabras. Hombres que desandan los pasos que discurren entre la muerte y la vida, ser o no ser, dejando atrás la trinchera del instante, el invisible hilo que les cosió a la vida con doble puntada. Dignidad y oro, porque no se puede mirar a la historia de uno mismo con más dignidad, aunque sea con un sólo ojo.

Padilla regresa mañana a los ruedos y Olivenza vivirá una Pascua de Resurrección. Brotarán flores en el ruedo, capotes y muletas de marzo, la emoción del reencuentro, el empuje de los costaleros profanos que se sentirán más cerca de Dios cuando saquen a alguno de estos hombres en volandas. Pascua de Resurrección antes de la Pascua. Resurrección verde esperanza y oro.

Padilla en el centro del ruedo mirando de frente al futuro.


(La imagen superior es de Luis López, del blog Lulografías y la inferior de Javier Alcina, fotógrafo y amigo)


jueves, 16 de febrero de 2012

Les envidio



Les envidio. Se sientan a tu lado, compartiendo apreturas, y en seis toros te cuentan su vida. Te invitan incluso a una pinta de vino y a un trozo del chorizo de la última matanza cuando dobla el tercero. Te cuentan que ven toros desde niños, que sus madres los llevaban a los prados a los encierros, que en la fiesta del pueblo nunca pueden faltar los toros, que les gusta éste torero por esto, el otro por aquéllo. Que el Juli los tiene como el Espartero. Que Morante doblega a los vientos en su capote. Que el chaval pequeño quiso ser torero pero no tenían cuartos. Y aunque se asoman a la libreta donde tomas notas y piensan que sabes más que ellos, les envidio porque ellos ven los toros de una manera mucho más transparente en este océano de mierda en que los estamos convirtiendo.

No tienen internet, ni perfil en Facebook, ni en twitter. No conocen los blogs, ni las páginas taurinas, ni compran revistas de toros. No me leen. Ven el Plus en el bar, con los amigos, con el solysombra en la copa. Ni llevan iPhone, ni les cuentan medias verdades a media voz: pero esto pa tí y pa mí, ¿eh?. No saben qué es la ASM, y si les dices que All Sports Media, probablemente piensen en algún espónsor deportivo o aquella canción de los Beatles que decía 'All you need is love' que bailaron en algún guateque.

No saben qué o quiénes son el G10, aunque los hayan visto torear a todos porque cuando llegan las ferias de la capital tiran de billete y se van a chupar calor de agosto al tendido, puro en ristre, la afición intacta. No son toristas, ni toreristas. Les gustan los toros, sin más. Aman la fiesta, aunque no se vendan como salvadores de nada.

No conocen las miserias de los despachos, la basura de la trastienda. A ellos les gusta la grandeza de una tarde de toros, la seda y la lentejuela, el rito intacto, el runrún en el aire, la emoción de los clarines, los derrotes secos en la madera de la puerta de toriles, la verdad de los que se ponen delante y se pasan los pitones por los muslos.

No conocen la usura, ni la guerra fría de las cifras, esto pa tí esto pa mí, como aquellos soldados que un día se jugaron a los dados la túnica de Jesucristo. Ni saben de derechos de autor, si se criaron a la sombra de los teleclub que consagraban a los toreros en blanco y negro y baile vermouth después de la misa.

No conocen los entresijos envenenados de la fiesta. Esa fiesta que nunca mira hacia ellos, que torea de espaldas a ellos. Ni falta que les hace. Se la trae al pairo en un país donde cinco millones de trabajadores están en la puta calle y no llegan a fin de mes, donde cobran una pensión de mierda que les da para un descuento en los abonos. Si supieran más, les parecería obsceno hablar de cifras que ellos no han juntado en toda su vida de curritos y paganinis.

No saben de los boicots de las figuras, del fango que ensucia esa fiesta que a ellos les cala hasta los tuétanos cuando suena el pasodoble primero del paseíllo; de las vendettas, filias y fobias, conmigo o contra mí. Y leña al mono al que se mueva en la foto. No saben de estómagos agradecidos, ni de las cabronadas legales en letra pequeña, ni de apoderados independientes ni Tríosdeltas ni UTEs, ni de esas cosas que deberían quedar de puertas adentro y salen disparadas en una competición frenética de ego, a ver quién lanza la mierda primero en público.

Ellos ahora estarán de partida y sobremesa con el solysombra en la mano, el tapete verde, las fotos firmadas de mil toreros en las paredes del bar. Mus. Lo mismo andan viendo alguna multirepetición del Molés, sí hombre, ese del bigote. O comentan faenas de sabor añejo y honran a los que hicieron inmortal el toreo. O quizá están quedando para ir a Olivenza, si les pilla cerca, que vuelve el Padilla. Qué cojonazos tiene el tío.

Llegarán, se sentarán a tu lado. Lo mismo no saben ni quién torea ese día, pero les gusta, sea el que sea. Lo llevan dentro, desde niños y también de niños llevaban a sus hijos con ellos al tendido. Compartirán apreturas y te invitarán a la pinta de vino y el chorizo. Prueba, maja, que es de la última matanza. Vivirán con emociones encontradas sus toros, comentarán los lances con la sabiduría que da la intuición y seguirán sustentando la afición a su manera, lejos de esta vorágine que salpica al mundo del todo desde dentro y lo mata sin necesidad de antis. Y vivirán más tardes así, con esa chica con pinta de guiri que les tocó al lado con una libreta o aquel periodista que llamaba por el móvil entre toro y toro a la redacción para dar en vivo los avances. Gente que debía saber la ostia de esto. Gente leída.

Ellos nunca lo sabrán. Pero yo les escucho y aprendo. Yo les envidio.

Felices ellos, el último reducto de pureza que nos queda.

(La imagen, mangada de internet, es un precioso cuadro de Jesús Villar Grande, 'La fiesta de los toros'. Esa fiesta que torea de espaldas al pueblo...)

jueves, 2 de febrero de 2012

Brindaré por tí, Javier Castaño

A Javier Castaño no lo conocen las chonis que tragan al por mayor la casquería del corazón. Ni las que reconocen a Cayetano porque viste de Armani. Ni las que se ponen el waterproof en la pestaña y gastan retina para calibrar la seda que aprieta el culo de los toreros y los persiguen de hotel en hotel por si al día siguiente se lo llevan caliente en las tertulias de porteras, con la lengua larga y la falda corta.

A Javier Castaño no lo conocen los del puro en ristre y el traje de domingo en los días grandes de la feria, comprando al peso barreras de sombra, tanto tienes, tanto vales. Ni los del taurineo de la gomina y las fantasmadas, ni los que tiran de Mercedes antes de pegarle un pase como Dios manda a un toro.

A Javier Castaño lo conocen los aficionados cabales; aquellos que recuerdan aquel chaval que atravesó la puerta grande de Madrid de novillero. Los que sabemos que después de acariciar la misma gloria vino el percance y después el silencio. Y entonces tiró del impagable regalo de su afición, de sus ganas de ser alguien en el mundo del toro y volver a tocar ese pedazo de cielo que le corresponde a quienes salen a hombros hacia la calle de Alcalá; tiró de su tremenda fortaleza para crecerse en la sombra y volver a ascender los peldaños que conducen al sitio de honor en el toreo.

Todo esto lo ha hecho Javier en silencio, como se hacen las cosas que uno lleva tan dentro que decirlas en voz alta casi duele. Javier se ha reivindicado en la arena, sin volver la cara, tragando con toros duros y con el más duro trago, el más amargo: el de verse relegado en los despachos para conseguir contratos a dentelladas. Sabiéndose tan torero. Sin desfallecer, sin dejar esa rutina diaria que es casi como un mantra para los toreros que no son gedié, ni negocian derechos de imagen, ni son carne del marujeo patrio, ni figurines de Armani. Reinventándose un día y otro día, desgastando suela, sudando chándals, ejercitándose en el tesón, la voluntad, la fe en uno mismo cuando los demás adoran a otros dioses y dejan de quemar incienso a tus pies.

Probablemente él no se acuerda del día que nos presentaron, pero yo lo estoy viendo como si fuese aquel mismo día. Un día de esos en que el invierno se ceba al pie de las encinas; hacía un frío castigador en el campo charro y llegaba aterido, casi encogido, a que le volviesen todos los huesos del cuerpo a su sitio después de tentar. Era un novillero aún nuevo, pero nunca se me olvidó su nombre, el que no conocen los esnob, ni los aficionados de pacotilla, ni las marías del periodismo rosa. Nunca se me olvidó su nombre, Javier Castaño. Ni aquella mirada tan honda, tan seria. Ni aquellos labios sin mentiras, sin palabras de más, con silencios que dicen más que todas las enciclopedias del mundo juntas.

Ahora Javier Castaño acaba de anunciarse ante seis Miuras en Nimes. Como un tío que se viste por los pies. Con dos cojones, dicho en cristiano. A las chonis y los fantasmones, después de esta gesta, quizá siga sin interesarles quién es ese torero, ese hombre que este año rubricará desde el vientre de Chus la mejor faena de su vida. Pero a los demás, empresarios y aficionados, habrá que pedirles cuentas si no le dan, por fin, el lugar de privilegio que se ha ganado peleando como un león por sus sueños. Toreando.

Apura, Javier, la copa de la alegría. Y bébete a sorbos, despacito, el jugo de tantos sudores, de tanta amargura que ahora se vuelve dulce contra tu lengua. Porque yo sí; porque nosotros sí te reconocemos, porque sabemos desde hace mucho tu nombre y esperamos contigo ese día de mayo, ese Pentecostés sin fuego, y todos los días de celebración que tengan que venir.

Entonces yo, sin vaso de plata, con la copa del respeto a rebosar, brindaré contigo.

(La foto, preciosa, es del gran Juan Pelegrín, a quien quiero y admiro)

martes, 24 de enero de 2012

Tú me robas todas las palabras

Aquella tarde, aquel 7 de octubre, cuando te ví levantarte de la arena con la cara destrozada porque un toro te la había partido, yo lo sabía. Aquella tarde en que la ambulancia sonaba presagiando duelos, lo sabía. Tenía que ser. Fíjate si lo sabía, que aquella tarde, incluso aquella tarde, entre lágrimas, le dije a mi madre: "No sabes cómo es este tío. Si supera esta noche, éste vuelve a torear. Éste puede con todo".

No era una premonición. Yo lo sabía, a pesar del miedo, a pesar de la locura del instante, de la voz desgarrada que rompió el silencio horrorizado de Zaragoza; a pesar de las lágrimas de un torero. Lo sabía a pesar de la incertidumbre que hacía guardia a las puertas del quirófano. Lo sabía. O lo deseaba de tal forma que yo misma me lo creí aquella tarde, cuando lloraba de estupor y rezaba desde la reverencia que os guardamos a los toreros cuando os ofrecéis enteros en una plaza; cuando caéis sobre el albero a merced de la muerte y os alzáis sobre los humanos, que somos de otra pasta más frágil, para resucitar siempre.

He tenido que buscar palabras más allá de las palabras porque tú, Juan José Padilla, me las has robado todas. Porque tú estás más allá del toreo, más allá de la vida, más allá de la fe. Tú estás más allá de la voluntad, más allá de los deseos. Mucho más allá.

He tenido que buscar las palabras porque tu ojo dormido a mi me cercena la lengua, me ata las manos ante un teclado lleno de letras, si no encuentro las frases, si sólo tengo las emociones para ponerlas aquí por escrito y ahora sigo sin esas palabras, que se me quedan pequeñísimas para expresar la admiración y el respeto más profundo por lo que eres, por lo que engrandeces todo lo que tocas, todo aquello que te ronda.

Y sigo buscando palabras porque no cabe en esta ventana berrenda el tributo que se le rinde a los héroes. El inmenso agradecimiento por tu dignidad, por ponerte en pie y mirar al futuro de frente, con un sólo ojo, con el corazón de un león, con los cinco sentidos, lidiando amarguras a puerta cerrada. El reconocimiento por lo que honras al toreo y a la misma vida cada día, en tu lucha cotidiana por recuperar el ritmo de tu vida antes de aquella tarde y que todo vuelva a ser igual.

Porque tu vida, tu ser, lo que eres, está ahí: en la arena, con la seda apretándote las carnes y el percal en la yema de los dedos. Por eso yo creo en tí a ciegas, sin necesidad de ojos para verte. Eso es la fe. Cierra los ojos y óyenos; yo sé que tú nos ves.

He tenido que buscar palabras y más allá de las palabras sigo sin encontrarlas, pero una cosa te digo, Juan José Padilla, que resume todas las cosas que querría escribir, que otros ya han escrito y que no escribo porque no sé, porque no puedo: gracias por tu ejemplo, por tu coraje, por tu inmensa generosidad, por tu forma rotunda de hacer las cosas, de apurar la vida, de insuflarnos vida.

Gracias por volver. Gracias por robarme todas mis palabras, por resecarme la garganta de pura emoción.


(La fotografía es de mi amigo Juan Carlos Terroso, publicada en figurasdeltoreo.com)

sábado, 14 de enero de 2012

Tú, Julio Robles, siempre permaneces

Cada 14 de enero celebramos la vida, como si nunca hubiese una fecha para la muerte. Como si no hubiese sido invierno y catafalco aquel 14 de enero de rezos hacia adentro, como se reza en las capillas de las plazas, en la antesala de la vida o de la muerte.

Como si no hubiesen sido susurros los que abrasaban las gargantas, lejos de los 'runrún' jubilosos que corren boca a boca en tardes de expectación, en tardes de prodigio. Pero era enero y las palabras no quemaban, aunque abrían heridas en los labios, nombres grabándose a fuego en la lengua. Julio Robles que estás en los cielos.

Era enero. Los tendidos de La Glorieta llenos de nadie y ventisca, del frío recio que modela a su imagen y semejanza a los hombres que hunden sus raíces en esta tierra tan dura siempre, tan generosa a veces, tan mágica en su desnudez de todo. Hombres con piel de roble y corazón de encina, que nunca se esconde, que siempre cobija el paisaje de la dehesa, la sombra sobre el surco, la soledad de la sierra.

Hubo un 14 de enero hace once años en que Julio Robles cerraba sus ojos al mundo para abrirle los brazos a la eternidad. Libre de la silla metálica, ese potro maldito que le ataba a la tierra desde aquel día 13 del año 90 en Béziers, cuando un toro de agosto le volteó la vida a cara o cruz. Y salió cruz, como la cruz de un Nazareno sin vía crucis ni estaciones.

Y ahí, en la arena, se nos moría el torero, que sólo muere en las astas del toro, inmolándose, dándose entero. A Julio Robles lo mató un toro. Que nadie diga lo contrario. Después, se nos revelaba el hombre, sometiendo aquellos días sin médula, aquellas noches sin alma, cuando las piernas no pesaban y resucitaba en cada sueño meciendo a los vientos en su capote templado, la elegancia de las formas, aquellas maneras que daban ganas de persignarse, como cuando mojamos los dedos en agua bendecida y nos postramos ante lo que nos desborda.

Dibujando primores, en pie, alto y enjuto como una figura del Greco, como un junco al pie del agua, que nunca de doblega. Escribiendo tu nombre de verano en la arena. Julio. Asomándote al infinito por verónicas, mostrándonos dónde termina lo que nunca termina.

Y después, domeñando los días mansos, creciendo hasta el infinito, rozando casi el cielo antes de partir aquel enero, todos los eneros, tanta serenidad, tanta lección de vida. ¡Qué orgullo, maestro, haberte compartido!

Hoy Salamanca ponía flores de invierno bajo tus pies de bronce, hojas de laurel en la peana. La memoria del héroe. Pero tú, Julio Robles, siempre permaneces.

Grande, eterno, sometiendo este viento, este frío de enero, este vacío sin nombre.


(Siempre te admiro, torero. Y siempre te echo de menos. Un beso desde la tierra)


(La fotografía, preciosa, es de El Mundo. Salamanca poniendo flores de invierno bajo sus pies de bronce)

martes, 3 de enero de 2012

Será pronto

El campo destila inviernos mientras la vida se abre paso tras los cercados. Enero rompe aguas sin anunciarse. Será pronto. Empieza la cuenta atrás mientras las tardes comienzan a alimentarse de luz tras el solsticio, como si cada día tuviese trazado un destino en el ciclo del tiempo. Ya todo apunta a la claridad.

Las madrugadas de cristal dan paso al bautismo de fuego de los becerros, días de hierro y de guarismos que quedarán para siempre impresos en los suaves pelajes chamuscados, en la piel tatuada con la estirpe del bravo, mientras en el horizonte dibujamos nuevas plazas, nuevas tardes, nuevas gestas que nos cosan a las entrañas esta pasión por el toro. Esta pasión por la vida.

Ahí, bajo las encinas, junto a los arroyos, toma forma el sueño de una nueva temporada que ya es. Ahí, al pie de los acebuches, duerme berrenda en verde la esperanza de cada primavera. Será pronto. Ahí el secreto, la grandeza de lo que no se conoce, de lo que no se ve. La ciencia y la paciencia, el sudor, los afanes, el pan nuestro de cada día. La promesa de nuevos prodigios que nos apuntalen la fe cuando la perdamos en una tarde para el olvido; o cuando la busquemos de tendido en tendido como apóstoles de lo efímero peregrinando tras el milagro.

Enero rompe aguas sin anunciarse y los días preñados de luz forjan el camino que conduce hasta las puertas de la primera plaza de toros, hasta la emoción renovada del primer paseíllo, del primer pasodoble, de la primera caricia de capote meciéndonos el alma.

El campo destila inviernos y el fuego aviva el hierro mientras se cubren de hielo las suaves lomas, los caminos empedrados de madrugadas, el silencio casi litúrgico que cubre de misterio los cercados. Y soñamos, como si fuera la primera de nuestra vida, una nueva temporada.

La frente cicatriza el tiempo de la espera, el frío curtiendo las mejillas. El viento nos susurra los nombres, para que queden escritos en la arena. Será pronto.

Y cerramos los ojos como quien reza, con el deseo puesto en los cerrojos que guardan el secreto de la vida.


(La foto, bastante mala, la tomé con mi BB en casa de José Luis Mayoral)