martes, 24 de enero de 2012

Tú me robas todas las palabras

Aquella tarde, aquel 7 de octubre, cuando te ví levantarte de la arena con la cara destrozada porque un toro te la había partido, yo lo sabía. Aquella tarde en que la ambulancia sonaba presagiando duelos, lo sabía. Tenía que ser. Fíjate si lo sabía, que aquella tarde, incluso aquella tarde, entre lágrimas, le dije a mi madre: "No sabes cómo es este tío. Si supera esta noche, éste vuelve a torear. Éste puede con todo".

No era una premonición. Yo lo sabía, a pesar del miedo, a pesar de la locura del instante, de la voz desgarrada que rompió el silencio horrorizado de Zaragoza; a pesar de las lágrimas de un torero. Lo sabía a pesar de la incertidumbre que hacía guardia a las puertas del quirófano. Lo sabía. O lo deseaba de tal forma que yo misma me lo creí aquella tarde, cuando lloraba de estupor y rezaba desde la reverencia que os guardamos a los toreros cuando os ofrecéis enteros en una plaza; cuando caéis sobre el albero a merced de la muerte y os alzáis sobre los humanos, que somos de otra pasta más frágil, para resucitar siempre.

He tenido que buscar palabras más allá de las palabras porque tú, Juan José Padilla, me las has robado todas. Porque tú estás más allá del toreo, más allá de la vida, más allá de la fe. Tú estás más allá de la voluntad, más allá de los deseos. Mucho más allá.

He tenido que buscar las palabras porque tu ojo dormido a mi me cercena la lengua, me ata las manos ante un teclado lleno de letras, si no encuentro las frases, si sólo tengo las emociones para ponerlas aquí por escrito y ahora sigo sin esas palabras, que se me quedan pequeñísimas para expresar la admiración y el respeto más profundo por lo que eres, por lo que engrandeces todo lo que tocas, todo aquello que te ronda.

Y sigo buscando palabras porque no cabe en esta ventana berrenda el tributo que se le rinde a los héroes. El inmenso agradecimiento por tu dignidad, por ponerte en pie y mirar al futuro de frente, con un sólo ojo, con el corazón de un león, con los cinco sentidos, lidiando amarguras a puerta cerrada. El reconocimiento por lo que honras al toreo y a la misma vida cada día, en tu lucha cotidiana por recuperar el ritmo de tu vida antes de aquella tarde y que todo vuelva a ser igual.

Porque tu vida, tu ser, lo que eres, está ahí: en la arena, con la seda apretándote las carnes y el percal en la yema de los dedos. Por eso yo creo en tí a ciegas, sin necesidad de ojos para verte. Eso es la fe. Cierra los ojos y óyenos; yo sé que tú nos ves.

He tenido que buscar palabras y más allá de las palabras sigo sin encontrarlas, pero una cosa te digo, Juan José Padilla, que resume todas las cosas que querría escribir, que otros ya han escrito y que no escribo porque no sé, porque no puedo: gracias por tu ejemplo, por tu coraje, por tu inmensa generosidad, por tu forma rotunda de hacer las cosas, de apurar la vida, de insuflarnos vida.

Gracias por volver. Gracias por robarme todas mis palabras, por resecarme la garganta de pura emoción.


(La fotografía es de mi amigo Juan Carlos Terroso, publicada en figurasdeltoreo.com)

sábado, 14 de enero de 2012

Tú, Julio Robles, siempre permaneces

Cada 14 de enero celebramos la vida, como si nunca hubiese una fecha para la muerte. Como si no hubiese sido invierno y catafalco aquel 14 de enero de rezos hacia adentro, como se reza en las capillas de las plazas, en la antesala de la vida o de la muerte.

Como si no hubiesen sido susurros los que abrasaban las gargantas, lejos de los 'runrún' jubilosos que corren boca a boca en tardes de expectación, en tardes de prodigio. Pero era enero y las palabras no quemaban, aunque abrían heridas en los labios, nombres grabándose a fuego en la lengua. Julio Robles que estás en los cielos.

Era enero. Los tendidos de La Glorieta llenos de nadie y ventisca, del frío recio que modela a su imagen y semejanza a los hombres que hunden sus raíces en esta tierra tan dura siempre, tan generosa a veces, tan mágica en su desnudez de todo. Hombres con piel de roble y corazón de encina, que nunca se esconde, que siempre cobija el paisaje de la dehesa, la sombra sobre el surco, la soledad de la sierra.

Hubo un 14 de enero hace once años en que Julio Robles cerraba sus ojos al mundo para abrirle los brazos a la eternidad. Libre de la silla metálica, ese potro maldito que le ataba a la tierra desde aquel día 13 del año 90 en Béziers, cuando un toro de agosto le volteó la vida a cara o cruz. Y salió cruz, como la cruz de un Nazareno sin vía crucis ni estaciones.

Y ahí, en la arena, se nos moría el torero, que sólo muere en las astas del toro, inmolándose, dándose entero. A Julio Robles lo mató un toro. Que nadie diga lo contrario. Después, se nos revelaba el hombre, sometiendo aquellos días sin médula, aquellas noches sin alma, cuando las piernas no pesaban y resucitaba en cada sueño meciendo a los vientos en su capote templado, la elegancia de las formas, aquellas maneras que daban ganas de persignarse, como cuando mojamos los dedos en agua bendecida y nos postramos ante lo que nos desborda.

Dibujando primores, en pie, alto y enjuto como una figura del Greco, como un junco al pie del agua, que nunca de doblega. Escribiendo tu nombre de verano en la arena. Julio. Asomándote al infinito por verónicas, mostrándonos dónde termina lo que nunca termina.

Y después, domeñando los días mansos, creciendo hasta el infinito, rozando casi el cielo antes de partir aquel enero, todos los eneros, tanta serenidad, tanta lección de vida. ¡Qué orgullo, maestro, haberte compartido!

Hoy Salamanca ponía flores de invierno bajo tus pies de bronce, hojas de laurel en la peana. La memoria del héroe. Pero tú, Julio Robles, siempre permaneces.

Grande, eterno, sometiendo este viento, este frío de enero, este vacío sin nombre.


(Siempre te admiro, torero. Y siempre te echo de menos. Un beso desde la tierra)


(La fotografía, preciosa, es de El Mundo. Salamanca poniendo flores de invierno bajo sus pies de bronce)

martes, 3 de enero de 2012

Será pronto

El campo destila inviernos mientras la vida se abre paso tras los cercados. Enero rompe aguas sin anunciarse. Será pronto. Empieza la cuenta atrás mientras las tardes comienzan a alimentarse de luz tras el solsticio, como si cada día tuviese trazado un destino en el ciclo del tiempo. Ya todo apunta a la claridad.

Las madrugadas de cristal dan paso al bautismo de fuego de los becerros, días de hierro y de guarismos que quedarán para siempre impresos en los suaves pelajes chamuscados, en la piel tatuada con la estirpe del bravo, mientras en el horizonte dibujamos nuevas plazas, nuevas tardes, nuevas gestas que nos cosan a las entrañas esta pasión por el toro. Esta pasión por la vida.

Ahí, bajo las encinas, junto a los arroyos, toma forma el sueño de una nueva temporada que ya es. Ahí, al pie de los acebuches, duerme berrenda en verde la esperanza de cada primavera. Será pronto. Ahí el secreto, la grandeza de lo que no se conoce, de lo que no se ve. La ciencia y la paciencia, el sudor, los afanes, el pan nuestro de cada día. La promesa de nuevos prodigios que nos apuntalen la fe cuando la perdamos en una tarde para el olvido; o cuando la busquemos de tendido en tendido como apóstoles de lo efímero peregrinando tras el milagro.

Enero rompe aguas sin anunciarse y los días preñados de luz forjan el camino que conduce hasta las puertas de la primera plaza de toros, hasta la emoción renovada del primer paseíllo, del primer pasodoble, de la primera caricia de capote meciéndonos el alma.

El campo destila inviernos y el fuego aviva el hierro mientras se cubren de hielo las suaves lomas, los caminos empedrados de madrugadas, el silencio casi litúrgico que cubre de misterio los cercados. Y soñamos, como si fuera la primera de nuestra vida, una nueva temporada.

La frente cicatriza el tiempo de la espera, el frío curtiendo las mejillas. El viento nos susurra los nombres, para que queden escritos en la arena. Será pronto.

Y cerramos los ojos como quien reza, con el deseo puesto en los cerrojos que guardan el secreto de la vida.


(La foto, bastante mala, la tomé con mi BB en casa de José Luis Mayoral)