jueves, 31 de mayo de 2012

Guardiana de los días y de las noches

(Para Chus, que sostiene los sueños de Javier Castaño)

Vive con un héroe. Un héroe que conoció en los inicios las mieles del éxito y descendió por los peldaños del olvido aunque continuó con la rutina del día a día, entrenando, preparándose como una figura que sale de firmar noventa contratos para la temporada. Conoce sus trazados como la misma palma de su mano, la geografía de las cicatrices y esas otras heridas que no se ven pero se curan con las tiritas de su mirada, con la ternura del beso.

Conoce la trastienda del toreo, el sudor, esa llamada que nunca llegaba, esas tardes soñadas que al final quedaban en el imaginario, esa impotencia de querer estar y no poder. Ese maldito silencio de los despachos. Y el silencio de la casa mientras Javier devoraba kilómetros, aquí y allá, para tentar en el campo, para no perder la forma ni la musculatura como si mañana mismo fuera a medirse con la fiera. Para no perder la esperanza.

Conoce esa otra soledad, la del hombre. La del torero en sus cuatro paredes, sólo piel, sólo hueso, sólo corazón, sin seda ni oro que lo ampare. Tanto esfuerzo. Tanto. Y las noches en blanco, y los nervios contenidos antes de cada compromiso; el peso de la responsabilidad, y la impotencia de las temporadas a cuentagotas sabiendo que ahí hay torero para rato.

Hoy todo el mundo habla de la gesta de Javier Castaño. De su vergüenza torera. De sus cojones, de sus ganas intactas, de las ilusiones renovadas, de su resurrección milagrosa del mundo de los olvidos. De su trono francés por la Puerta de los Cónsules. De su inmensa generosidad luciendo a los toros en el tercio de varas. De su valor seco, de su madurez, de su serenidad. De esa cuadrilla que es también el reflejo de lo bien hecho, de la sabiduría que se cuece despacio, a fuego lento, en la trastienda del toreo.

Pero nadie habla de ellas. De tantas anónimas sin focos ni papel couché. De ellas, que también sostienen el mundo por sus cimientos. Que siempre están, que siempre esperan. Que siempre abren los brazos.

Ella conoce sus luces y sus sombras, le acompaña sin quebrarse en el viaje de la vida y se acaricia el vientre donde mañana germinará otra vida que conocerá el momento más dulce de su padre, el reconocimiento a tanto trabajo, a tanto empeño, a tantas ganas de ser, a tanta fe en si mismo cuando casi todos los demás eran descreídos de su nombre. Y entonces ella era amor, amor solamente. Y generosidad para entender el camino del héroe, y respetarlo, y apoyarlo, y envolverle el alma en la cápsula de su aliento.

Ella es también una heroína, aunque no lo sepa. Porque nunca ha faltado la sonrisa, porque siempre rezó el mismo credo. Se llama Chus. Así, tan cortito. Un mundo de cuatro letras. Tan digna, tan en la sombra. Tan entera siempre. Y su nombre merece estar escrito aquí, al lado de Javier, porque ella también es parte de todo esto. Porque es su corazón el que recibe a las fieras cuando salen por chiqueros; porque es su alegría la que eleva al torero por encima de los hombros de los de a pie. Yo lo veo en la arena y pienso en ella; en su lealtad, en su orgullo intacto, siempre al lado. Porque ella es la guardiana de los días y de las noches. Porque es la encina invencible, la sombra que siempre alivia el descanso del héroe, la almohada limpia donde reposan todos sus sueños.

Gracias, Chus, por tu presencia cada día, cada tarde. Siempre. Antes y ahora. Porque tú eres todas las mujeres que lavan con sus ojos la trastienda del toreo. Porque tú eres todas las que sostienen la fragilidad del hombre cuando se cierran las puertas y cuelgan las ropas de héroe en el armario de lo cotidiano.

Heroínas. Toreras. Mujeres. Invisibles. Grandes.


(La foto, que lo dice todo, que no necesita palabras, está robada del Facebook de Chus)

miércoles, 30 de mayo de 2012

Tan a dolor vivo

Con la mirada azul clavada en el centro de la arena y más allá la nada. Con un puñal invisible clavado en el alma y un dolor insondable en la nuca, al desprender el postizo rubio, como si le estuviesen arrancando un pedazo de alma, que sólo pesa veintiún gramos pero es la máquina que mueve el mundo.

Así se iba ayer Julio Aparicio de la plaza de toros de Las Ventas, allá donde se inventó la luz un mayo de 1994, cuando salió directo a la gloria después de firmar una antología del toreo. Yo lo veía transparente, como si no estuviera, enfundado en la seda y el azabache. A dolor vivo. Transparente de puro frágil, de puro quebrado, tocado en su orgullo de torero. Asumiendo, masticando tanta amargura con la misma boca que perforó un toro sin miramientos, cuando todas las lenguas recitamos en su nombre. Tan digno con la mirada perdida en el centro de la tierra, en la boca de riego de las tardes que ya no serán. Con el alma arrastrando por la arena, la misma donde firmó grandeza en estado puro aquella tarde en que rozó el cielo azul de Madrid asido a las orejas de uno de Alcurrucén.

Ya entonces daba igual el petardo, la masa enfurecida, los tendidos desmemoriados, irreverentes con quien tantas primaveras ha posado en su capote, en la muleta de seda revestida de las informales costumbres de los grandes, que no entienden, que no saben de la regularidad que se les pide a los sin alma, a los matemáticos del pase, a los toreros de pose y metrónomo. La genialidad es otra cosa; la incompostura del genio, la sorpresa, la inspiración. Como el aire; que no se explica, pero es necesario. Las sombras, las broncas, las tardes de vacío. Y la esperanza anunciándose de nuevo siempre. Ahí el misterio, ahí la emoción.

He visto cienes y cienes de veces aquella faena como quien acude a buscar agua en mitad de un secarral. Ese toreo exquisito, irrepetible, incalcanzable. Aquella pureza, aquella verdad, aquella hondura que nos cosió el nombre de Julio Aparicio a las entretrelas, que forjó aficionados desde las tripas, que nos pellizcó el alma de tal manera que siempre buscamos aquella claridad inexplicable en su mirada insultante de bonita, en sus muñecas de aire, tan leves, tan mágicas, en el deje de cante grande de sus maneras.

Usura es la memoria, dejó escrito un poeta de mi tierra. Usura fue ayer la tarde sin compostura, las almohadillas sin vergüenza, la ausencia del silencio emocionado y la ovación de respeto a un torero que se cortaba la coleta y se arrancaba el alma para dejarla sobre el albero de Madrid. Transparente, como si no estuviera. Tan ausente. Tan a dolor vivo.

Dios te guarde, Julio Aparicio. Torero. Grande.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Creo en tí

Dicen que esta mañana las banderas de Madrid no se mueven; que el aire ya se ha detenido esperándote, como si contuviese la respiración igual que se contiene en el paseíllo, cuando dibujas con el pie una cruz en la arena y echas el paso al frente envuelto en seda y grandeza.

Hoy torea Morante. Y sólo con verte anunciado me dan ganas de hacer una profesión de fe, de persignarme como quien accede a un santuario y profesar mi credo, ese que compartimos miles de apóstoles que hemos visto, que sabemos del milagro. Hoy te esperamos a ciegas, sin pedir nada. Con la misma alegría de aquella niña que recibió el sacramento vestida de blanco hace hoy treinta y seis años. Con la misma fe que tienen quienes van en fila a comulgar y ni siquiera cuestionan que la Hostia pueda ser el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, la misma carne; como el vino es la sangre consagrada que un día tiñó el madero y nos hizo libres. Con la misma levedad con que fumas el tiempo, humo manso que huye de tus labios de torero, que no necesitan decir nada, que siempre besan.

Quizá sea hoy. Puede ser hoy, cuando una verónica resuma todas las verónicas de la historia, o una media envuelva al mundo en la caricia de tu signo. Quizá sea hoy cuando resuelvas en el instante el misterio, el enigma de siglos del toreo. Ahí la llave.

Tiene que ser hoy. Yo te espero. Yo creo en tí. Y si así no fuera, mañana repetiría estas letras, este credo, allá donde traces la cruz con el pie mientras el aire detiene su paso y te espera, seda y grandeza. Porque el mismo aire, que te conoce, también cree, también sabe, también te canta.

Venga a la tierra tu reino.


(La foto es de Juan Pelegrín, que captó a Morante fumándose el tiemplo)

El peso de la púrpura

He buscado la foto, pero no la he encontrado. Da igual; la llevo clavada en la retina. El torero cabizbajo en el callejón, confesando a micrófono abierto que no puede con el peso de la púrpura, intentando salvar los trastos de una faena ya insalvable.

Quizá porque sé que los hombres somos dioses venidos a menos, que todos somos gigantes que en algún momento posamos los pies sobre el barro, siempre me pongo del lado de aquellos que se sienten vencidos. Así hemos visto a El Cid; como si se hubiera echado sobre las hombreras todos los siglos del mundo; como si aquella izquierda mágica que sostuvo con pulso y temple todas las almas de Madrid se hubiese acabado cuando salía Fiscal por la puerta de toriles. Uno de Alcurrucén de lío gordo que si llega a caer en las manos del aquel Cid más campeador, aquel Cid que nos deslumbró con su pureza, con la suavidad y el poder de la zurda, hubiese puesto patas arriba los tendidos y abierto la puerta grande de Las Ventas a la gloria.

No me creo ni de coña que la culpa la tengan las voces de los aficionados más críticos. A fin de cuentas exigen a quien sabe y puede bordar el toreo. Lo ha demostrado. Malos aficionados serían si no se lo demandasen. La lengua pecó de soberbia; pero esa expresión, esos ojos cuya foto no encuentro, no mentían; o no se mentían a sí mismos.

Más bien creo que Manuel Jesús era consciente de que se le escapaba ese toro de triunfo como se nos escapa el agua entre los dedos, con la impotencia de quien no puede hacer nada para que el líquido retroceda, regrese al cuenco de la mano. He ahí el desencuentro. El peso de un no poder. Tampoco creo que los críticos sean advenedizos si dejan constancia de que el torero no pudo o no quiso, igual que un día vistieron en titulares su toreo de cante grande, cuando todos empujábamos con el alma para que entrase aquella Tizona aviesa y el de Salteras pudiera salir, por fin, a hombros del templo del toreo.

Cuenta la historia, entretejida con la leyenda, que el Cid ganó su última batalla después de muerto, a lomos de su fiel Babieca, con su silueta de guerrero imponiéndose sobre el horizonte y la morería rendida a su espada. Yo hoy he visto rendirse a un guerrero sobre la arena, allá donde nunca deben rendirse los que han sido grandes.

Quizá sólo sea eso, el peso de la púrpura. A mí me encantaría ver a este Cid resucitado y cierto, macizo, poderoso, memoria de aquel Cid que atesoraba tanta verdad en sus muñecas, la eternidad en la izquierda. Aquel Cid que no buscaba justificaciones en los gritos del tendido ni en la responsabilidad de ser figura. Porque ahí arriba, en la cima, en los hombros de los hombres, hasta el mundo tiene que ser más liviano.

Y si no pueda ser, caiga el telón púrpura y muera por la boca, sólo, el pez.


(La foto, del genial Juan Pelegrín, es de Las Ventas)

lunes, 21 de mayo de 2012

Yo te espero, MAESTRO Fundi


La montera de El Fundi se bebe el diluvio sobre Madrid.

Una montera sola sobre un ruedo embarrado que dibuja un cruce de caminos, la memoria en charcos de las huellas que dibujaron las zapatillas clavadas en la nada. Una piscina redonda de vanidades, de intereses en la que tres diestros nadaban erguidos en pie por aquello de no ir a la contra, por la vergüenza torera que atesoran y por la desvergüenza que se cuece tras las puertas a la hora de decidir una suspensión que venía escrita en el cielo como un clamor.

No es una mancha en el expediente. No. Ni siquiera ha sido una despedida de la primera plaza del mundo, de su plaza. Esa plaza de ladrillo rojo, ese templo donde tantas veces se jugó la vida a una sola carta con los hierros más duros, con los toros más engallados, más bravos y más difíciles. Con el público más duro. Y nunca volvió la cara, aunque saliese con las carnes abiertas, con el alma a jirones, con el traje hecho unos zorros. Algunos lo llaman pundonor, por salir del paso, por cubrir el expediente en el papel. Pero ese pundonor podría mover el mundo, porque ahí cabe toda la verdad, el amor propio, la valentía y el respeto a la profesión del mundo.

No he querido poner una foto del maestro Fundi. Le reservo el hueco para el día que se despida de verdad, como se merece, con el cielo de Madrid despejado, con el albero como una alfombra circular para el triunfo, con una faena acorde a su impecable carrera, a su honestidad, a su entrega, a sus agallas. A éste no le han regalado nada. Éste se lo ha ganado pasito a pasito, palmo a palmo sobre la arena, sobre el hule, con la verdad más descarnada, sin trampas ni alivios.

El traje era perfecto, sangre de toro y azabache de sabor antiguo y misterioso. Pero no pudo ser. En la tarde de los despropósitos, el toreo bajo el aguacero, sobre el barrizal, era imposible, peligroso, invisible en la cortina de agua. El toreo de un maestro, no de un tío que se viste de torero, que de esos hay muchos.

Un torero. Un torerazo. El maestro Fundi, forjado en la metralla de los hierros cañeros, en el circuito del miedo que termina por machacar a tantos buenos toreros. Pero ahí está él, tan grande bajo la lluvia, que todo lo encoge; digno, entero, en el brindis de otro torerazo a quien siempre espero con el alma despierta, Uceda. Tan impotente en la honestidad de meter la espada por arriba, en la hijoputez del destino de que se le fuera vivo un toro. El primero y el único. El último en Madrid. Cagüensusmuertos.

Yo te respeto y te admiro, maestro Fundi. Limpio la soledad de tu montera en estas líneas; espero a que escampe y te guardo sitio en este blog berrendo para escribir tu despedida en letras de triunfo, en la alegría del toreo de verdad, en la ovación impagable de los tendidos inmensos de Las Ventas.


(La foto, tan desoladora, tan esclarecedora, la he robado sin permiso del estupendo blog Salmonetes ya no nos quedan. Espero que me lo perdonen)



jueves, 10 de mayo de 2012

Esas manos

Alejandro Talavante lía su capote de paseo. Sus manos, bellísimas, abren la cajita de los sueños mientras se abrocha la seda en la cintura; el cuerpo prieto en celeste, el pecho a resguardo en el oro. Las flores que no redimen la incertidumbre, ese instante tan a solas cuando parece que uno se está ciñendo la eternidad en las carnes después de dejar el pestillo a medias en la habitación del hotel. El chasquido de la lengua, el regusto del miedo en la garganta, la pared tan blanca, el ladrillo desnudo, el golpe seco del cerrojazo, la arena calentándose con sol de verano adelantado. Y más allá la puerta de toriles. La oscuridad estrecha de chiqueros. La incógnita. El veneno. La vida.

Esos dedos largos que lo mismo acarician que hieren; que esculpen belleza y empuñan la espada. Esas manos que sostienen el cofre invisible de la magia, de lo heróico, de la desnudez de luces de un hombre frente al hachazo animal. Siempre miro las manos de los toreros. Las miro con la veneración de quien acude a besar una reliquia, más allá de la carne y el hueso, de los dedos y las falanges. Más allá de tiritas e imperfecciones, por mucho que las manos de Talavante sean un canto a la perfección, tan ordenadas en la maraña del capote que se vuelve abrazo.

Siempre miro las manos de los toreros, como si fuesen las manos de los Reyes de Oriente, que clavan la zapatilla en el albero cada vez que resuenan los clarines y timbales de una plaza de toros. Como si fueran las manos de un prestidigitador que inventa el mundo desde la nada. Aquí el centro. Miro las manos de los toreros como las manos de un niño que abre el primer regalo de su vida. Porque ahí, en esas manos, reside una ilusión nueva, una mirada nueva, una emoción nueva, el primer descubrimiento. Y así me siento cada tarde de toros, incluso en los días descreídos en que cruzas los dedos y esperas la confirmación del milagro, el minuto eterno que salve la tarde sin médula.

Alejandro Talavante lía su capote de paseo. Es el prólogo, la antesala. El instante mágico de los anhelos. Un torero que lía su capa con la delicadeza de quien acaricia otra piel sobre las sábanas, de quien modela porcelana fina y la custodia para que nunca se quiebre. Las mismas manos que doblegan, que someten y acompasan, que se enfrentan al teorema de la muerte erigido sobre la sangre del bravo.

Así lo siento y así lo pienso hoy, cuando los timbales de Madrid se conviertan en el latido, en el pulso, en el epicentro del Planeta Toro. Porque ya empieza, porque ya es. Porque mayo se llama Isidro. Porque imagino cientos de misterios en las manos de los toreros, caricias y acero, mando y temple, ternura y brindis. La bendición de saber que esas manos pueden sostener veintipico mil almas, rozar la gloria inmensa del cielo.

Esas manos.


(Guardaba como un tesoro esta bellísima foto de Josephine Douet para ilustrar esta entrada por todo lo que sugiere. Para ella, que desnuda el alma de los toreros heridos, va esta entrada. Escrita como quien espera un prodigio, como quien recibe un regalo)