jueves, 29 de agosto de 2013

Islero iba cargado de amor


Pasaban unos minutos de las cinco de la madrugada. 29 de agosto, amaneciendo. Un 29 de agosto que nunca sería, sol sin resquicio por las ventanas. La muerte sobrevolaba la sábana, el aire enrarecido de un hospital sin médula. La inmortalidad insuflando vida por el triángulo de Scarpa, esa puerta maldita que abrió con llave certera el pitón de Islero.

Dice un amigo sin nombre, sin probaturas ni enmienda, que iba Islero cargado de amor. También el amor es la muerte si cuando te abrazo siento que me estoy aferrando a la vida y cuando no estás deja de girar la tierra. El amor es la muerte si cuando te tengo enfrente miro a los ojos a la vida y cuando no estás se apaga la luz del mundo. Y duele tanto que deja de doler y eso es la muerte.

Islero negro, sin memoria, muriendo matando, matando muriendo, rubricando la vida para siempre desde el amor de la muerte, desde la bravura de Miura como un puñal en un corazón enamorado, en una femoral latiendo deseo. La caricia, el castigo.

Aquellos tendidos de feria y fiesta. La tarde inmortal en blanco y negro, el pulso acelerado. Aquella enfermería. Las calles desiertas del mediodía. Linares, la canícula de cada agosto igual que el agosto pasado y el agosto anterior. Amanecía 29 sin amanecer ya nunca.

Madrugada de plomo y de espera, luto presentido por las esquinas, duelo, tabacazo gordo. Carreteras sin destino, sangre sin células. Ríos de tinta sin desbordarse, vigilia, lágrimas por un torero y miles de gargantas apresadas en la emoción de la muerte, que raspa hasta los tuétanos; en el dolor que devora las palabras. Islero iba cargado de amor.

Silencio contra el amanecer. Las cinco rompiendo el alba. Silencio. Y un beso invisible en cada párpado. Amor de cárcel y entrañas, Angustias, mortaja, los brazos de la madre. Amor en el filo del hachazo; la libertad, la frescura de la boca de Lupe.

Lupe. Ella. El desgarro al otro lado de la pared, sin puertas al último beso. La sábana fría de cada amanecer después de este amanecer sin encenderse. El nombre apretado contra los dientes. Manuel. La soledad de la carne, el precipicio en el alma. Ese amor que no canta de tanto que hiere. Y después el olvido, la maldición de las mujeres que decidían ser libres en tiempos de ataduras.

Como una aguja apuntando al cielo; una aguja a las doce en punto aunque dieran las cinco de penumbra, Manolete ascendía vertical de la arena de Linares a la gloria. Aguja de de seda y oro cosiendo la leyenda enjuta de las carnes prietas, tanto silencio, la mirada baja, aquella tarde, Linares en el mapa de lo imposible. Córdoba ya nunca.

Islero cargado de amor y de muerte, que son la misma cosa si no me abrazas, si no te miro, si no te tengo. Y en el lecho ya sólo carne y hueso; las venas rotas. Sólo el hombre, cuerpo sin alma que vuelve a la tierra para ser tierra, mármol esculpiendo memoria.

Pasaban unos minutos de las cinco. Amanecía 29.

Manolete ya estaba más allá del tiempo, más allá de la muerte. Vivo para siempre, dos besos invisibles en los párpados.

Islero, también muerto, también vivo, iba cargado de amor.



(Para el maestro Villán, mi condesa Carmen y un anónimo sin probaturas que me regaló este título sin saberlo una noche en twitter. La foto es de internet)

1 comentario:

Luija Keeichi Medina Uchimura dijo...

Que belleza, felicidades por el arte que llevas en tus letras. Gracias. Saludos desde Venezuela.