miércoles, 19 de octubre de 2016

ANTIHUMANOS. INHUMANOS


Contemplo, entre el estupor y el horror, la depravación a la que son capaces de llegar aquellos que dicen amar a los animales (humanos y no humanos, como especifican en un perfil de Facebook) hasta el punto de convertirse en animales inhumanos.

Animales inhumanos capaces de poner a un bebé en una fuente de un horno junto a un cochinillo (otro bebé con el que no hay diferencias, según postulan) hasta el punto de que me pregunto si el Defensor del Menor, las asociaciones Pro Vida o la aplicación de los simples derechos humanos no tienen nada que decir al respecto de quienes ofrecen a un cachorro humano en una fuente de comida.

Animales inhumanos, depravados, que en su "defensa" de los "animales no humanos" llegan a festejar la muerte de un torero en el ruedo, a desear la muerte de un niño enfermo, a amenazar en las redes a sus familias y a equiparar a un cochinillo con lo más tierno que hay en el mundo, un bebé, un niño, un cachorrito humano.

El partido PACMA -que ha manipulado hasta ahora las redes y los medios de comunicación como le ha venido en gana sin que nadie desmontase sus argumentos- y las organizaciones de protección de los animales (cuya labor es encomiable, dicho sea de paso) deberían explicar de una vez que su filosofía se refiere exclusivamente a la defensa de los animales y desvincularse claramente de estos animales inhumanos. Repudiar, aislar y denunciar a estos "inanimales", porque con estos sujetos son los propios animales los que marcan las diferencias. Porque los animales a sus cachorros los protegen con uñas y dientes de todo mal; porque los animales cuidan a los de su especie y luchan por su supervivencia. Porque los animales llevan desde el principio de los tiempos garantizando el equilibrio natural. Porque los animales no son capaces de urdir tales aberraciones.

Si los "defensores de los animales" no repudian a estos depravados continuarán dando alas a estas teorías del esperpento que algunos creen a pies juntillas y protagonismo a auténticos majaderos. Y me consta que no todos están en el mismo saco, que son muchos los antitaurinos que no comparten esa hoja de ruta y sin saberlo les están dando cancha.

Animales inhumanos que tratan de "esclavos" a los cerdos, de explotadores a los ganaderos, de víctimas a los peces, de ladrones a quienes le "robamos" la leche a los terneros o que consideran que un banquete con carne es un "funeral animal". Majaderos que se erigen en gurús del reino animal y vienen dando lecciones de moral desde una visión tan pervertida de lo humano que dan pavor.

Estos depravados son los que campan por las redes. No son antitaurinos, son antihumanos, inhumanos. Estos depravados, subvencionados desde países como Suiza, Holanda o Estados Unidos, son los que han roto la convivencia y el respeto, la tolerancia, la razón y el equilibrio de una sociedad que hasta ahora ha transigido por omisión con sus barbaridades y se ha hecho eco de sus mentiras y manipulaciones, primero con lo taurino, después con la caza, también con la pesca; después con el consumo de leche y de carne, con el desarrollo del mundo rural, en definitiva, y sobre todo con la dignidad humana. Alguien los bautizó con el "Reich Animalista".

La ley no puede seguir haciendo oídos sordos a estos dislates, a estas teorías de lo absurdo, a esta inversión y perversión de los valores morales y sociales.

Porque sí: sí hay diferencia entre un bebé y un cochinillo, entre un ser humano y un lechón. Los propios animales, que matan por sus crías, que defienden a su especie, marcan esa diferencia a mucha distancia de ellos, que las imaginan en un horno, que les desean la muerte.

Antihumanos. Inhumanos.

martes, 11 de octubre de 2016

ADRIÁN, EL PEQUEÑO GRAN MILAGRO DE LA VIDA



Se llama Adrián y tiene ocho años. Es el pequeño milagro de la vida, del toreo. Un niño de ocho años que lucha contra el cáncer, que quiere vivir como los demás niños. Ser un niño sin quimio ni hospitales, sin operaciones ni sondas ni cicatrices ni las mil putadas que incluye un tratamiento para ganar este cara a cara, para lidiar este toro tan negro, tan doloroso, tan imprevisible.

Quienes no han tenido de cerca la puta enfermedad o quienes no la han vivido en sus carnes no saben de lo que hablo, no conocen la trastienda del dolor y de la impotencia ni la fuerza de la fe y de la esperanza. Tampoco hace falta saberlo para desearle a un niño de ocho años que viva; que viva rabiosamente, que venza, y que el día de mañana se vista de futbolista o de torero. Simplemente eso: que viva, que sonría, que se cure.

Se llama Adrián y tiene ocho años. Aunque su cuerpecito aguantó el martes una sesión de quimio, tuvo fuerzas para sonreir y dar ocho vueltas al ruedo el sábado en Valencia. Para salir a hombros de un grupo de toreros que se hacían pequeñitos con el ejemplo del pequeño gran Adrián, ese luchador rubiajo al que hemos visto con su cabecita pelada pegar pases en la habitación de un hospital. Ese pequeño luchador que solo sueña, como los niños de ocho años. Que solo juega, como los niños de ocho años, unos con el balón, otros con un volante, otros con una muleta, otros con la consola.

Se llama Adrián y es el pequeño milagro del toreo y de la vida. Es un milagro que se pone en pie cada día y que olvida en cada sonrisa los vómitos, las lágrimas, el miedo, lo caro que cuesta levantarse y abrir los ojos.

Es un milagro que une y fortalece al mundo del toro, capaz de mover con esa sonrisa miles de corazones, miles de deseos, y crear un torrente protector, amoroso, porque nada hay más bonito, más limpio que la sonrisa de un niño. Porque cada piedra de sinrazón y de bilis que arrojan contra un niño, contra la dignidad humana, fortalece nuestras paredes y reafirma nuestros cimientos.

Se llama Adrián y vive y sobrevive ajeno a un mundo que se ha vuelto loco, que tiene sus más elementales valores patas arriba, que alimenta un odio enfermizo que da pavor. En su mundo de ocho años solo caben la esperanza y los sueños, los juegos, los deberes, el recreo; no debería haber siquiera lugar para los hospitales, los pasillos, las esperas, los pinchazos, las analíticas, las bajadas de defensas, los quirófanos, el dolor, el miedo. Y aunque él conoce bien todo esto sonríe y mira de frente a la vida. A veces la muerte es más humana que los hombres y se retira cuando se siente vencida. Y ese deseo es el que incendia las redes con las llamas de miles, de millones de corazones. Te vas a curar, Adrián. Te vas a curar.

Ese es el gran potencial del mundo del toro que aún tenemos que creernos, que aún tenemos que poner a funcionar para que se respete la dignidad, el derecho a ser y a elegir de cada persona.

Se llama Adrián. Juega, sueña, quiere ser torero. Quiere ser. Es el pequeño gran milagro de la vida.

jueves, 29 de septiembre de 2016

CASAS, EL GRAN DIRECTOR DEL TOREO


Simón Casas cierra los ojos en la penumbra como un director de orquesta en el foso de un teatro antes de iniciar un concierto, mientra los músicos afinan sobre el "la" del concertino y se hace el silencio en el patio de butacas. Miles de ojos clavados en su nuca, el peso de los siglos en las muñecas, en el gesto de las manos, los latidos, las emociones en los matices. El silencio.

La cámara de mi amigo Álvaro Marcos lo atrapó así: como un director concentrado sobre la partitura a punto de tomar la batuta, los ojos cerrados, la respiración contenida antes de marcar los tiempos y alzar la mano para sostener la magia. En la penumbra, con el rostro iluminado por la luz tenue del atril, en el silencio interior que precede a cada batalla, a cada concierto, a cada tarde de toros.

Tal vez Simón Casas se sienta ahora así, como ese director en el foso del teatro antes de dirigir la sinfonía de toro y torero en el teatro más importante del mundo, en el escenario redondo de Las Ventas, con el peso de la primera plaza del mundo sobre las manos, con millones de ojos clavados en su nuca y en sus gestos, pendientes de los matices, de la afinación, de la lectura que haga sobre la eterna partitura del toreo.

Como Solti interiorizando a Mozart y su requiem misteriso, como Harnoncourt masticando a Monteverdi, como Karajan antes de Beethoven. Simón Casas cierra los ojos en la penumbra y respira, toma aire, siente, sabe la música en sus carnes. Ahora hay que echarla al mundo.

Vendrá después el silencio sobre los tendidos de Las Ventas y el invierno trasladará al otro lado del Atlántico la música de cada domingo, el eco de las ferias, el runrún de los aficionados, el coro de oles y broncas que aguarda una nueva temporada, la partitura coral de miles, millones de aficionados. Y esperaremos la luz de la primavera, los días más largos, el tiempo de la Pascua para que alce la mano y comience a sonar esta música antigua que trae ecos nuevos, nuevos deseos y una afinación distinta, que suena a esperanza, a compromiso.

Nunca antes nadie había clavado tan bien a Simón Casas en una foto. Nunca antes lo había visto, percibido así, como ahora lo percibo en esta foto. Como un director de orquesta ensimismado, con los ojos cerrados, casi rezando, respirando, tomando impulso. Como un soñador a punto de subir al primer escenario del mundo.

Bienvenido.


(La foto, increíble, mágica, es de Álvaro Marcos)

sábado, 17 de septiembre de 2016

LAS MANOS DE PACO UREÑA



Paco Ureña toreó con la zurda en Madrid unos naturales que aún no se han acabado, el alma desgarrada, el cuerpo quebrado, abandonado, rendido.

Cierro los ojos y lo veo así, roto, abandonado, con los pies descalzos clavados en el suelo y las lágrimas, la emoción de quien sabe que está firmando una de las faenas que le acompañarán toda su vida después de soñarla en noches en blanco, la libreta en blanco, el teléfono sin sonar.

Cierro los ojos y vuelvo  vibrar como aquella tarde en que el mundo del toro descubrió el prodigioso toreo que atesora el chaval de Lorca, el mismo que con sus manos ha cavado la huerta familiar cuando apenas podía imaginar que el sueño del toreo eterno se cumpliría por esas mismas manos. Dicen que era muy bueno con las sandías.

Las manos de los toreros son como un mapamundi de cinco continentes, cinco dedos, y el cielo en las yemas, donde a veces baila el mundo. Manos que someten y acarician, manos que sostienes miles de almas, emociones y silencios, manos que sujetan los miedos y desbordan las pasiones cuando dibujan con trazo misterioso la senda del muletazo perfecto.

Manos que matando dan vida, manos que cuando se lavan con agua no se desentienden como Pilatos sentenciando desde el silencio, sino que se preparan para la ofrenda, para ir con las manos limpias al encuentro de la muerte o de la gloria.

Las manos de Paco Ureña recibían hace diez años los trastos de las manos de su padrino y el mundo ganaba un torero que roto en su cintura, la muleta lamiendo la arena, nos ha ganado por las manos.

Las manos de Paco Ureña tienen raspones en los nudillos de tocar el suelo y conocen el tacto del cielo cuando lo acarician sobre los hombros de los mortales.

Las manos de Paco Ureña aprietan fuerte en el saludo, acarician en el abrazo, están siempre abiertas y limpias como un corazón abierto y limpio en sus diez dedos, en sus diez mandamientos del amor.

En tus manos de torero, Paco Ureña, en tus manos llenas de verdad entrego mi espíritu.

Felicidades.


(A Paco Ureña en su décimo aniversario como matador de toros. La foto, tan preciosa, es del gran Álvaro Marcos)

lunes, 29 de agosto de 2016

Lupe, mi amor


A Lupe, su amor, no la dejaron entrar en la habitación donde él se moría. Eran las 5.05 de la madrugada y ella, al otro lado de la pared, no pudo darle el último beso, ni cerrarle los ojos, ni acariciarle la frente y desearle buen viaje al oído.

Manolete moría para el mundo y entraba en la leyenda del toreo. De eso, de aquella madrugada que hizo historia en el toreo, hace 69 años. Y pienso en aquella mujer con las carnes abiertas, con el alma rota y el corazón a caballo entre la realidad y el sueño, galopando en el pecho sin compasión, sin detenerse a las 5.05 horas de la madrugada.

Pienso en la joven de la sonrisa despreocupada, en la prometedora actriz que renunció a su carrera y vivió libre al margen del nacionalcatolicismo más rancio y abrió las puertas de su casa y de su vida a su hombre. Valiente Lupe, Lupe torera, Lupe sin anillo, estigmatizada por la España de los lutos y las mantillas, por la avaricia de unos cuantos y el mangoneo que perdura como una losa en voz baja.

A Lupe, su amor, no la dejaron entrar en su habitación y besarle, y cerrarle los ojos, y acariciarle, y susurrarle un "te quiero" al oído. No conozco en el mundo mayor condena.

Unos salieron del hospital con un cortijo nuevo en el bolsillo. Lupe salía sola, con un tabacazo en el corazón de esos que no se cierran nunca, de esos que no se ven pero te supuran toda la vida, unas veces en lágrimas y otras en silencios.

Manolete, el torero entraba en la gloria esa madrugada. Manuel, el hombre, solo se murió el día que ella cerró los ojos y dejó de pronunciar su nombre.



(Y escribo esto desde el móvil mientras mi tía Lita despide a mi tío Alfonso, que acaba de cerrar los ojos tras más de 50 años de amor)

domingo, 28 de agosto de 2016

El cielo de Bilbao no pesa


(Para Luismi Santos, que yer lo tuvo sobre los hombros)

Bilbao le debía una puerta grande a un chaval de Extremadura, a un chaval que ha rubricado en el oscuro albero bilbaíno lo que ya venía cantando de plaza en plaza, tarde tras tarde: que es un torero de pies a cabeza, que sabe torear, que siente torear.

Un presidente le privó de tocar el cielo de Bilbao en la tarde de los despropósitos administrativos, la del incomprensible mano a mano, la de las ansiedades en el callejón y las vergüenzas de la trastienda. Y ahí, con las zapatillas clavadas a la tierra negra, José Garrido crecía, tan torero, y salvaba la tarde de la sinrazón reivindicándose, rozando el cielo bilbaíno con las yemas de sus dedos.


Un pañuelo de menos tuvo la culpa, aunque no hay pañuelo que borre las faenas que se firman en la arena, eternas, la memoria de los buenos aficionados. Garrido torero, mayúsculo, con o sin pañuelo, salió ya ese día por la puerta grande de los aficionados cabales, de los que nos quedamos cosidos al hilo de la tarde para revivir la emoción del toreo macho, de la tarde en contra, del querer ser, del ser.


De aquella tarde y la del día después, ayer mismo, dan memoria hoy las crónicas, el papel y los aficionados, la pantalla del Plus en una tarde de plomo y petardo de "los toros del maíz" que se tornó en explosión de toreo caro cuando un sobrero de Fuente Ymbro la salvó a la postre y permitió a un chaval de Extremadura, José Garrido, descerrojar, incontestable, esa puerta grande que debe saber a gloria, a la inmensa alegría del sueño cumplido que solo conocen los toreros que un día la traspasan en volandas.

Y después el descanso. La soledad de la habitación, las zapatillas descalzas, las piernas en alto y la compañía del más fiel en el cielo de la azotea de un hotel, Bilbao a los pies, rendido, aún latiendo en la tierra. La mirada, la caricia, la compañía de esa otra familia que une el riesgo en la arena, el corazón en vilo tras el callejón y miles de kilómetros en la noche atravesando España para hacer posible el milagro del toreo cada tarde.

Dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, pero no es verdad. Al lado, nunca detrás, de un gran hombre siempre hay una gran mujer, igual que al lado de un gran torero siempre hay grandes hombres como su sombra: una cuadrilla, un equipo, una segunda familia que sufre y se la juega con él cada día, que sostiene los días grises y comparte la luz de los triunfos, las palabras y los silencios, esos rincones del toro que no se ven, que no se cuentan, a los que solo acceden un puñao.

Hoy, con el rastro del triunfo ya asentado, con Diego Urdiales en puertas de su segunda tarde, con Iván Fandiño en el silencio que precede a una tarde en la que muchos queremos escuchar su rugido de león, he visto la gran foto que me faltaba de ayer, la que me toca las tripas, porque el toreo es emoción, es lealtad, es el instante: la de Luismi con su matador a hombros.

He visto la foto del mozo de espadas que porta sobre sus hombros a su torero como un costalero de abril en agosto, un cargador sin penitencias a quien no le duele la espalda porque también en sus hombros lleva un pedacito de cielo y de corazón escondido en una toalla. A estas horas estará en otra habitación, otra tarde, otra plaza, repasando con despaciosidad cada prenda, cada detalle, acompañando al torero mientras vela sus armas, su carne, su corazón.

Y en esa foto he visto escritas las tardes de soledad en el campo haciéndose mayor sin darse cuenta, los inviernos fríos, el retiro, la ceremonia de vestir al hombre como a un caballero velando armas, tan depacito, con tanto mimo, la confianza en la mirada y en las manos; la incertidumbre al apagar la luz del hotel, los kilómetros contra la noche, las carreras por el callejón, el barro fresco del botijo, esos ojos que nunca se apartan como guardianes permanentes clavados en la  nuca del torero.

Y hoy, que todo el mundo ha cantado lo que ya sabíamos, la raza torera, la gran dimensión como torero de José Garrido, estas líneas son para ti, Luismi Santos, fiel amigo, fiel mozo de espadas, porque a veces, en esas noches interminables por las carreteras del Planeta Toro, también has sonreído paseando por mis letras.

Mis respetos, mi admiración y mi cariño.



(Desconozco el autor de la foto que abre el post. La que lo cierra, maravillosa, es de Raúl Gracia El Tato, apoderado de Garrido. El cielo de Bilbao)



miércoles, 24 de agosto de 2016

Diego Berrendo en Colorao


Bilbao aún guardaba en su arena negra el rastro de las lágrimas de un torero, de aquel Diego Urdiales que el año pasado veía cómo se le escapaba entre los dedos la temporada sin pegar el puñetazo definitivo en la mesa, que era el puñetazo a las puertas y a los carteles, a la confirmación de lo que muchos ya sabíamos. Y de repente en su Bilbao talismán, su Bilbao de agosto, de puertas rojas como corazones y asientos azules como el cielo,  puso patas arriba el toreo con uno de Alcurrucén que dejó secas las gargantas y rotas, quebradas, las voluntades.

Bilbao guarda la memoria de las faenas perfectas a los de Victorino, esas que deberían ser de obligatorio visionado en las escuelas. Guarda la soledad del torero cuando las cosas no ruedan, cuando los teléfonos no suenan, cuando las portadas son un sueño; mucho antes de que Curro lo bendijese con el don de la gracia y una pizca de romero, mucho antes de que quienes antes le negaban el pan y la sal cantasen sus faenas como si acabasen de descubrir una revelación.

Antes que eso, Diego Urdiales era ya torero de cabecera en este blog berrendo y pequeñito, berrendo y colorado, que tantas veces lo ha visto crecer hasta hacerse inmenso en el centro del ruedo, en las doradas arenas del norte, en la arena oscura donde se posa en oro y luz. Diego Verónica Urdiales. Diego Valor Urdiales. Diego Torería Urdiales. Diego Clasicismo Urdiales. La cara y la cruz de la fiesta, el toreo por las venas desde el dedo meñique del pie hasta la raíz del último pelo de la cabeza. El toreo por los poros. El toreo en el gesto, en la gravedad y también en la sonrisa. El toreo en la cabeza y en el corazón. Diego Excelencia Urdiales.

Diego Amigos Urdiales. Diego Lumi Urdiales, Diego Maribel. Diego Pablo, Diego Alfredo, Diego Javier, Diego Isra. Diego Elena, Diego Miguel, Diego Retrato de Pureza. Diego Marta Amor, Diego Claudia Urdiales. Pensando en Claudia. Diego Desiré, Diego Aula Taurina, Diego Monosabio Blog. Diego Arnedo, Diego Logroño. Diego Rioja Urdiales como el vino que guarda el sabor del hollejo duro, la sabiduría de las cepas centenarias que ya maduran antes de ser desposeídas de los racimos.

Diego Berrendo, Diego en Colorao. Diego Urdiales con el berrendo en colorao de Alcurrucén, Atrevido, la majestad del bravo, el de la capa caprichosa, berrendo en colorao remendado careto calcetero coletero que diría Luismi Parrado, en cuya cabeza caben todos los toros del mundo, todos los órdenes de lidia, todas las reatas.

Bilbao lo recibió con una ovación y la emoción del recuerdo. Con el corazón en las manos y el presagio de ese toreo de cante grande y hondo, profundo como un pozo al epicentro de la tierra, que algunos solo pueden soñar y que Diego atesora en las yemas de los dedos, en los muslos y en el pecho, en las plantas de los pies hundidas, clavadas; en la suavidad de un capote, la caricia; el poso y la paciencia, la perfecta colocación; la belleza inabarcable de muletazos de mano baja que no se acaban nunca; en el milagro de unos naturales sin tiempo, el mentón hundido en el pecho y la espada hasta la bola, de Bilbao al cielo.

Bilbao lo sabía, lo presentía empapado aún en las lágrimas de un torero sobre su arena negra, Diego Urdiales encendido, y rompió en aplausos al torero. Al toreo. Y cerró los ojos y soñó el toreo puro, clásico, eterno, Diego Bendito Urdiales.

Atrevido, berrendo en colorao, esperaba en chiqueros para hacerle los honores.



(La fotografía es del diario El Mundo)







sábado, 20 de agosto de 2016

Cristina torero, Cristina toreando vida



Estarás a estas horas velando tu capote de seda blanca bordado en malva y morado como las siemprevivas extendidas en primavera, como las túnicas de los Nazarenos de abril y las manchas de vino recio sobre un mantel limpio.

Ese capote plegado durante diecisiete años que escribió una página nueva en la historia de la vieja tauromaquia, anclada en los siglos y en los prejuicios, en un mundo masculino en el que no había hueco ni cabida. Ese capote que abrió puertas, ventanas y mentes y que conjugó por encima de las trabas en toreo en tiempo femenino.

Mujer de atarse los machos, Cristina, desatándose de los machos para ser mujer y torero, maravillosa mujer de seda y oro, de franela y acero, árbol orgulloso que echó raíces sobre el albero. Aquella joven de flequillo recto y mirada decidida con el corazón latiendo a compás como los vuelos de un capote mecido contra el viento. Cristina Sánchez, Cristina torero, Cristina mujer. Torero de pies a cabeza, desde el dedo meñique a la punta de la coleta rubia, a esa melena al viento de mujer, de torero, de mujer, de madre, de torero, de Cristina.

Y te pienso ahora en la soledad del hotel, en el silencio espeso que precede a la batalla, en la responsabilidad del nuevo paseíllo, en el compromiso con la enfermedad, en los nervios del regreso, en la emoción de ceñirte al traje como una segunda piel. Las medias rosas y la espiga bordada, cereal, hostia consagrada, comunión; las zapatillas bajo la silla, esperando el roce, tu paso firme; ese capote de seda blanca bordado en malva y en morado que ya quiere beberse los vientos, vestirte.

Y regreso con los ojos cerrados a la Cristina vestida de calle, Cristina saliendo de la clínica con su hijo primero en brazos, el fruto del amor, el milagro de la maternidad. Tan madre, tan torero, conociendo por vez primera el vértigo que da la muerte cuando se ama por encima de uno mismo. Y pienso en las caricias, en el mágico lenguaje que solo poseemos las mujeres cuando nos enfrentamos a la carne venida desde el vientre, a la maravilla de regalar la vida. Y te veo hoy como entonces, más torero que nunca con las caderas más anchas y la mirada empapada de ternura, tan torero como las miles de mujeres que cada día traen hijos al mundo con el dolor de sus carnes.

Cristina torero. Cristina mujer. Cristina madre, como esas miles de madres que luchan contra el tiempo y los relojes en los pasillos de los hospitales, en las largas sesiones de pruebas y de quimio, de analíticas. En la espera, en la búsqueda del milagro, en la desesperación, en las sombras y en las luces. Tú, que eres madre, lo sabes. Sabes lo que duele un hijo, más que una espada, más que una cornada en lo más profundo del ser, insondable, irracional.

Y adivino en tus ojos de aquella niña de flequillo rubio los ojos de los niños que miran a la vida de frente, que atisban la esperanza, que intentan ver una luz nueva cada día. Esos niños del cáncer que hoy haces visibles cogiendo tu capote, echando la pata alante, marcando la cruz en la arena y ofreciéndote generosa en el ruedo, regalando vida. Tú, que has regalado la vida.

Estarás a estas horas velando ese capote de blanca seda y flores mientras mis latidos vuelan a esa soledad, a ese hotel, a esa plaza repleta que te espera, a la ovación de gala, la emoción, la bienvenida. Echando un capote a las madres, a los niños que sufren y que esperan. Toreando por la vida, escribiendo de nuevo la historia, porque hoy se ha hablado de torear en los telediarios y miles de ojos y de corazones se posan en Cuenca con la esperanza por santo y seña.

Cristina Sánchez. Cristina mujer. Cristina hoy más torero que nunca.




lunes, 11 de julio de 2016

BASTA YA


Hace unos años, cuando ETA asesinaba vilmente a diestro y siniestro, la España que hasta ese momento había permanecido silenciosa, la España pacífica, la España democrática, estalló de rabia y de impotencia, perdió el miedo y salió a las calles con una consigna: BASTA YA.

Tomo ahora prestadas esas dos palabras que dicen tanto en tan poco. BASTA YA. Y las escribo en mayúscula como un grito, como un clamor, como miles de voces cansadas de estar calladas y recibir cada día vejaciones, insultos, amenazas y humillaciones. Su delito: ser aficionados a los toros.

Escribo sobre el recuerdo aún caliente de Víctor Barrio, muerto el pasado sábado en la Plaza de Teruel. La brutalidad de los ataques que ha sufrido su viuda, más propia de dementes que de quien quiere defender unos postulados antitaurinos en la vida, que ese es también su derecho, ha sido la punta del iceberg para que la sociedad española se entere de una vez de lo que está ocurriendo en torno a los aficionados taurinos. Frases irrepetibles, crueles, con una maldad que da miedo, que corta la sangre. Nadie, ningún ser humano, merece eso. Nadie.

Quienes somos taurinos, profesionales y aficionados, sabemos que esto no es un hecho aislado. Esto es el pan de todos los días, que ahora cobra una dimensión mayor por la pérdida de una vida, por el drama que vive una familia de sangre y la gran familia del toro. Hace poco menos de un año, mientras otro joven torero malagueño se debatía en una UCI de Salamanca entre la vida y la muerte, los mismos dementes, los mismos terroristas de las redes, lanzaban las mismas consignas y le deseaban la muerte mientras su familia permanecía destrozada apostada en la puerta a la espera de un milagro.

Y así antes. Y antes. Y así sistemáticamente cada vez que un torero cae herido y hay seres que se llaman humanos que celebran sus percances y le desean la muerte y los insultan y los vejan. A ellos, a sus familias, a quienes asistimos a las plazas, donde nos insultan ante las mismas narices de los cuerpos policiales sin que nunca pase nada, como quien oye llover.

No. No somos asesinos. No somos hijos de puta, ni trogoloditas, ni sádicos, ni todas las lindezas que nos escriben o nos gritan a las puertas de las plazas grupúsculos de fanáticos en concentraciones permitidas por las Subdelegaciones del Gobierno de turno. Yo no he visto aún concentraciones así a la puerta de las iglesias, de los teatros, de los cines, de los estadios.

Vivimos en un país al que le costó cuarenta años de silencio recobrar la palabra y la libertad, la tolerancia, el respeto, la convivencia. Defendemos y protegemos a aquellos colectivos que son lapidados, denunciamos su discriminaciones. Pero nadie, NADIE, defiende a los miles y miles de taurinos que cada día tienen que bloquear en las redes sociales a violentos de palabra que amenazan, insultan y nos niegan el derecho al honor, la igualdad, la libertad que proclama la Constitución. Lo ocurrido con la familia de Víctor Barrio debería ser para actuar de puro oficio.

El mundo taurino vive con dolor la muerte de un joven torero y con estupor el linchamiento a su viuda y a su familia. Pero no es nada nuevo. Ha tenido que morir Víctor Barrio para que una parte de la sociedad descubra cómo campan a sus anchas seres que muestran lo peor de la humanidad, seres que anteponen la dignidad animal a la de las personas, con sus valores morales totalmente traspuestos, con un odio que no se puede entender. Seres a quienes les resulta demasiado fácil, demasiado barato, insultar y pisotear la dignidad de las personas, vivos y muertos, porque no conocen el respeto ni en las horas más dolorosas de familias destrozadas.

BASTA YA. La Fundación Toro de Lidia, la Asociación Internacional de Tauromaquia, las asociaciones profesionales, las asociaciones y federaciones de aficionados, los ganaderos, los empresarios, los aficionados, los no aficionados, los antitaurinos de bien (que también los hay, muchos, humanos, pacíficos, amigos míos) tenemos que elevar la voz contra ellos, contra los violentos, frenar esta locura.

El mundo del toro tiene que exigir el cumplimiento de la ley, sanciones, multas e incluso cárcel para este terrorismo del siglo XXI que vierte basura que da pavor leer. El mundo del toro tiene que plantarse ante el Ministerio de Justicia, ante el Tribunal Constitucional, ante los cuerpos de seguridad y judiciales, ante los medios de comunicación que desconocen y manipulan la realidad sin ningún tipo de consecuencia. Medios que desvirtúan la realidad de un colectivo de millones de personas que no somos delincuentes ni ciudadanos de segunda. No necesitamos una ley especial, nos ampara la Constitución.

BASTA YA. El mundo del toro tiene que salir a la calle y dar la cara, sentarse con políticos, reclamar nuestra libertad y nuestra dignidad, nuestra defensa. Ya no podemos seguir callados. Nuestra educación, nuestro silencio, nuestra pasividad, nos hace cómplices de quienes nos insultan y amenazan. Y de este carro tienen que tirar, principalmente en lo económico y en lo mediático, aquellos que pueden, no los pobrecicos aficionados que hacen un auténtico sacrificio para ir a la plaza. Nosotros podemos alzar la voz; ellos, mover el mundo.

Representantes del PP y del PSOE acudían hoy a dar el último adiós en Sepúlveda al joven torero muerto. Su mejor homenaje, a él y a todo el toreo, sería defender en las instituciones públicas de la misma forma nuestro derecho a ser, nuestra libertad, nuestra dignidad como personas. Ya no valen medias tintas. Somos taurinos, somos seres humanos. Y queremos ser libres.

BASTA YA.

Carta a Raquel



Raquel, hermosa mía:

Sé que ahora te mueves en esa extraña nebulosa a caballo entre la realidad y el sueño. Que aún esperas despertarte y recuperar tu vida, tu rutina y tu calma, el beso, la caricia de cada noche, la sonrisa de cada día, el inmenso paraíso de un pequeño abrazo, tan inabarcable.

Conozco en carne propia esa sensación que ahora te abrasa el pecho y te oprime entera como un corsé de acero. En carne viva, como si una mano invisible te arrancase el corazón de cuajo, sin anestesia, y siguieses viviendo sin latidos, por pura inercia, con el cuerpo abierto en una inmensa herida.

El hombre que más he amado, mi torero sin chispeante, nunca se vistió de luces, nunca pisó la arena, nunca decidió su destino.Pero tuvo que lidiar a puerta cerrada, en interminables sesiones de quimio y días de hospital, un toro muy negro y certero que terminó partiéndonos a todos el día que decidió volar al ruedo inmenso del aire.

Te escribo esto mientras en Sepúlveda el mundo del toro -esa inmensa familia que a veces se desmanda y se tira piedras al tejado propio, pero es fuerte y sólida como un muro de cemento armado, como una roca, como una encina- despide con honores al hombre que amas, al hombre que perdió su vida el sábado persiguiendo un sueño. Un hombre. Tu hombre. Un hijo. Un amigo. Un torero. Solo eso. Todo eso.

Ahí, en Teruel, el toro cuyo nombre no escribo os rompió el corazón a los dos a la vez. Esa tarde un asta invisible se extendió hasta el tendido y traspasó también tu alma, tus sueños, tu vida quebrada en un golpe, un instante de suerte mala, maldita. A las 20.25 un certificado anunciaba la muerte y sé que no era una muerte la de esa hoja escrita con bolígrafo azul y lágrimas de impotencia. Eran dos, o eso crees ahora.

No fue la puerta grande de Las Ventas, ese sueño compartido, esa portada que ya nunca será, ese trozo del cielo de Madrid abierto en canal a la alegría. Fue la puerta apresurada de una enfermería sin esperanza, la puerta de la noche en la que nunca amanece, la puerta del dolor que corta la respiración como un cuchillo. Pero espero que si existe una vida al otro lado de la vida Dios le haya abierto de par en par las puertas del cielo, de lo eterno, y esté con su capote extendido enseñandole a los niños que se fueron demasiado pronto los secretos, los misterios de la tauromaquia. 

Él conocía el sacrificio y el riesgo. Por eso los toreros son de otra pasta, porque mientras los demás nos creemos eternos ellos saben que cualquier día puede ser el último. Son los novios de la muerte. Miraba de frente a la muerte aunque apostase por el amor y por la vida, por ti, por la juventud de sus 29 años sin cumpleaños nuevos.

Víctor Barrio, aquel segoviano de sonrisa eterna, largirucho, generoso, digno y discreto, eligió ser torero. Eligió ofrecerse entero para ser, para saberse, para convertirse en lo que quería. Eso, poner la propia vida por delante, es algo que resulta incomprensible en pleno siglo XXI, esta era digital que lo mismo sirve para convertir un mensaje en una noche de vigilia que para esconder en el anonimato los peores instintos del ser humano. Pero de eso hablaremos otro día, porque ya no podemos callarnos. Unidos en la defensa de la libertad y de la dignidad ya no como taurinos, sino como seres humanos.

Hoy solo es día de honrar a Víctor y de abrazarte. De abrazarte mucho, de abrazarte fuerte. De intentar que recuperes esa vida, esa calma, ese día a día que nunca será igual pero te permitirá ser más fuerte, más sabia, más justa. Y querrás ahora ser agua en los días de lluvia para colarte por las rendijas de la tierra y abrazarle. Y querrás ser viento en las noches de viento y silbar sobre su memoria tanto amor herido. Y cerrar los ojos, y soñar, y regresar al primer beso, a la tarde de Teruel como si fuese una tarde más, con el regreso asegurado y la caricia para despedir el sol de julio. Y vendrán días de rabia contra el mundo, de preguntas sin respuesta, de dolor sin tiempo.

Pero llegará también un tiempo en que descubrirás que todo lo que es Víctor vive en ti. Que el amor es más fuerte que la muerte. Que tu corazón late por los dos, que tu obligación es vivir la vida que él ya no tiene en la tierra y continuar el camino hacia el sueño. Se lo debes. Te lo debes.

Y estaremos aquí, en la distancia o a tu lado. Aquí, con los pies cosidos al suelo y el alma en lo alto. Estaremos desde la palabra o en silencio, siempre contigo, siempre con vosotros. Estaremos. Y sentirás nuestro abrazo, nuestro calor, nuestro inmenso respeto, y te pondrás en pie para seguir caminando.

Despide hoy a tu hombre, apura el beso último que late en tu boca. Despide a Víctor, a tu joven esposo. Guárdalo en tu corazón roto, allá donde nada ni nadie puede hacerle daño. Bésalo, sigue vivo en tus labios, en el blanco vestido de novia que llevas cosido a la piel. Siempre.

El torero nunca morirá, sigue rabiosamente vivo entre nosotros, soñando, aquí en la tierra como en el cielo. No es un héroe, no es un mártir. Es un hombre que eligió su destino y ha sido libre para morir por ello. Los que creemos sabemos que nunca cerramos los ojos del todo. Yo creo.

Mi amor para ti, Raquel. Para ti mi ternura, mi inmenso abrazo.

Mi amiración y mi respeto para él. Un torero. Solo eso. Todo eso.

Gloria a Víctor Barrio, que ya torea en el cielo azul de Sepúlveda, eterno.

viernes, 3 de junio de 2016

No lloréis al Pana


No lloréis al Pana, que ya es libre y solo quería libertad. El Pana murió el dos de mayo por un topetazo del destino, un toro de mala muerte en una plaza que no aparece en los mapas, Ciudad Lerdo. Murió como quería después de vivir como quería, que es de arte, que eso sí que es jodido.

El maestro Pana se fue directo del albero a la gloria. Aunque Rodolfo Rodríguez respirase a malas penas, aunque su cuerpo estuviese aún caliente, su alma escapó en el mismo momento en que el toro con nombre de Pan Francés le hizo volar por los aires y le pulverizó las vértebras contra el albero.

No lloréis al Pana. El Pana no podía vivir atado a una silla de ruedas, prisionero sin jaula, tetrapléjico y sin voz, igual que no se le pueden poner puertas al mar ni hacer agujeros en el aire. Igual que no se puede pesar el amor ni escribir el deseo; igual que no se puede atrapar en un tarro de cristal la pena ni es eterno el tiempo ni pueden ser dulces las lágrimas. No le jodáis la leyenda.

El Pana se marchó aquel dos de mayo. En la plaza. Toreando. Como él quería salirle al encuentro, con un puro en los labios y su capote bandolero al hombro, su coleta natural y sus medias blancas, su corazón tan ancho, su ciudad sin leyes y su toreo sin ortodoxia, sus tormentos, su rebeldía. Son pocos los que en este mundo pueden elegir su propia muerte, rubricar su destino y hacerlo donde desean, según su voluntad.

Por eso el maestro sonreía siempre, consciente de que podía ser cualquier tarde, sabiendo que si ya en vida había hecho lo que le daba la gana así debía ser en la última hora. Anduvo unas veces medio calzado y otras canino perdido, fue sepulturero de otros y amasó pan con sus manos, hizo religión de lo prohibido, montó en calesas, conoció la cárcel y sintió las dentelladas del hambre en las tripas. Apuró los olés esquivos de la Méjico, el tequila de las tascas, los corridos contra la madrugada y la canícula de las plazas de tercera, a las que no llega ni Cristo para socorrer a los toreros en apuros.

Allá, en el cielo de los toreros sin suerte, de los brujos sin pócimas, el Pana estará buscando una María Magdalena con tacón dorado y pico colorado que le siga los pasos y le caliente la sábana, fumando un puro sin tiempo, haciendo poesía del drama, brillando como una estrella maldita porque hasta la misma muerte se doblegó a sus deseos y vino a buscarlo como él dispuso: vestido de seda y oro en una plaza de toros. Torero.

No lloréis al Pana. Honradle. El Pana ya es eterno, es leyenda. Gloria.

Y que viva Méjico lindo y querido, coño.


(La foto es de ABC)

jueves, 19 de mayo de 2016

Carta a un joven novillero muerto

(A RENATO MOTTA, fallecido ayer en Perú a los 20 años)

Salías de casa ilusionado con un cartel que sería el último, una plaza sin enfermería, un traslado, cientos de kilómetros con un tacabazo en la femoral y la safena, la vida escapando por un boquete, maldita suerte. Quién te lo iba a decir, joven Renato, cuando te enfundabas en tu traje de seda roja, quizá el único que tenías, el única que aparece en las fotos, y acariciabas el sueño de ser torero, de cruzar el charco desde el Perú y hacerte un hueco, honor y gloria, como Roca Rey, que anda ganándose a mordiscos y valor seco las plazas de España. De escribir tu nombre en un cartel de relumbrón y descerrojar la primera plaza del mundo en volandas hacia la calle de Alcalá.

Y sí. Ayer en Madrid sonó tu nombre en la megafonía previa a la corrida con un tinte de solemnidad y luto tan largo como un minuto de silencio. Ayer tres toreros de primera división te rindieron honores y la montera de Diego Urdiales se alzó al cielo de mayo en un brindis último. Ayer Las Ventas se ponía en pie y guardaba silencio mientras tu familia y tus amigos velaban tu cuerpo ya sin sangre, ya sin sueños. Tu cuerpo con una puerta abierta a la eternidad, con un agujero de muerte en las carnes por el que se te escapó la vida de forma incomprensible.

Porque no, joven Renato. No es de ley, no es normal que en pleno siglo XXI, con los máximos avances en la medicina y en la cirugía taurina, hayas perdido la vida en un traslado de un hospital a otro, como un peregrino a quien nadie le da posada, a quien nadie le firma un seguro de vida. No es normal que en un pueblo perdido en los Andes no existiese un médico, una camilla, una trasfusión, un alivio, una esperanza por mínima que fuese.

Quizás te hubieras ido igual en pos de tu sueño, pero de haberse cumplido ciertas normas que en España son ya ley no quedaría esa impotencia, ese sabor amargo, esa trastienda llena de trapicheos del toro en la que todavía existen festejos sin garantías de vida y atención a los toreros que resulten heridos. Plazas de mala muerte donde ni siquiera Cristo va a perder el mechero, donde no hay luz que alumbre al que caiga. Demasiado caro, demasiado peaje por un sueño.

Salías de casa ilusionado con tus veinte años en la mochila, con la grandeza del toreo escrita en twitter, con la mirada despierta de un chaval con la vida por delante. Ilusionado con un cartel que sería el último. Y regresaste a los brazos de tu madre con los pies por delante y un cielo azul en lo alto como una luminosa puerta grande que atravesar en una tarde de mayo en Madrid para no volver jamás, la montera de Urdiales en lo alto, el silencio de Las Ventas.

Que tu nombre, joven Renato Motta, no se nos olvide. Que tu sangre sirva para escribir un nuevo reglamento, para trazar en el mapa la obligatoriedad de una enfermería, de un profesional para socorrer al torero que caiga herido. Que no tengamos que escribir más cartas al cielo de los toreros ni guardar más silencio ni luto en ninguna plaza del mundo.

Descansa  y duerme, joven Renato, joven novillero muerto. Vuela con tu traje de seda rojo, con tus veinte años en la mochila, la estampa de la Virgen del Carmen del Chumpi, con la ilusión del próximo cartel. Sueña con la puerta grande de mayo, tu nombre en Las Ventas sin luto ni duelo, allá donde late el corazón del toreo eterno.

jueves, 12 de mayo de 2016

Ureña: Dios, Madrid o la espada


No sé si será el Dios de los toreros o de las oportunidades; Madrid con su peso plomizo y su ladrillo rojo, imponente, siempre encendida en los tendidos; o la espada, la puta espada, que no entró cuando tenía que entrar y se hundió hasta la bola en el segundo intento, cuando ya la tarde era matar o morir, dejarse ir del todo empujando con el alma, con los cinco sentidos. Pero uno de ellos, el que sea, ya le debe dos puertas grandes a Paco Ureña para dejarle tocar el cielo de Madrid.

Lo veo aún por naturales sobrenaturales que aún no se acaban, la cintura rota, lágrimas de un torero, Madrid 2015, cuando uno de los modestos, de los que no toreaban, aquel torero enjuto y con cara de triste clavó las zapatillas en Las Ventas y bordó el toreo más hermoso, el toreo eterno, sin tiempo.

Y de ahí al diluvio de este día mayo, a esta lluvia que no cesa, a este aniversario de cuando la tierra de su cuna, la misma que ha trabajado con sus manos en la huerta familiar, se abrió bajo sus pies, Lorca en el recuerdo y en el brindis. De ahí a esta tarde de primavera y agua, de cielos grises y tan cercanos, tan a mano, rompiéndose, puro corazón, pura entrega, más allá de su cuerpo, tan abandonado, ni de Dios ni de nadie. De ahí a la magia con ese toro Ojibello, de El Torero, con las velas abiertas como un inmenso navío tras la muleta, bravo y noble. Toro-toro.

Chenel y oro, lila y oro, Ureña y oro en los tendidos incendiados bajo la lluvia, en las manos empapadas de agua tan limpia, los pies descalzos; en el corazón de ese Madrid que siempre despierta, que siempre ruge cuando se produce el milagro del toreo tan puro, tan bonito, tan clásico, tan desde dentro, tan de verdad. Tan sin palabras.

No sé si será el Dios de los toreros o el de las oportunidades; Madrid con su peso plomizo y su ladrillo rojo, imponente, siempre encendida en los tendidos; o la espada, la puta espada que no entró cuando tenía que entrar.

Dios, Madrid o la espada te deben dos puertas grandes, Paco Ureña. Dos ya.

Tiene que ser la hostia tocar el cielo imposible de Madrid.

(La foto es de mi amigo Álvaro Marcos)


martes, 10 de mayo de 2016

Honor y grandeza al Pana


No podrá cumplir su sueño de confirmar en Las Ventas ni de ver su tendidos de mayo rugiendo su emoción y vida, el calor y el frío, las tardes de triunfo y esos silencios que hieren como puñales, el viento, la lluvia de la primavera. Pero Rodolfo Rodríguez El Pana debe estar acartelado en Madrid con los mejores, con los más grandes, con su nombre en letras de relumbrón para que todos los aficionados lo sepan y lo pronuncien con respeto como cuando se baja la voz para no romper el silencio de los templos, casi como se reza.

Trasciende hoy que Pepe Ibáñez, apoderado del Pana, ya está hablando con la empresa de Madrid y con toreros para organizar un festival de lujo. Ahora que su herida aún nos duele; ahora que ha venido a recordarnos que los toreros son hombres de carne y hueso que a veces se transforman en dioses. Ahora, con la noticia aún caliente en los diarios, en internet, en el boca a boca. Ahora que aún nos sobrecoge esa escena, ese salto mortal a ninguna parte verde botella y azabache; ese hombre inerte en la arena de la plaza de Lerdo, maldita suerte, tarde maldita, puto destino, cabrón.

Ahora que el mundo taurino vive con los pies en Madrid y el corazón en Méjico, en Guadalajara, donde comienza la segunda vida de El Pana, la de los quirófanos y la santa paciencia, y aprender desde cero otra forma de respirar, de enfrentarse al día a día, ese toro tan difícil, esa faena tan larga.

Ahora los mejores deben unirse para honrar con sus piernas, con sus brazos, con el vuelo de su capote, con el trazo de su muleta, con la sentencia de su espada a quien ya no puede valerse de ellas, puro latido, pura memoria. Pana tetrapléjico, que da hasta miedo escribirlo, decirlo, pensarlo: torero de leyenda condenado a la prisión de lo inmóvil, a las operaciones en cadena, con el alma sobrevolando lo mediocre y el cuerpo atado a la tierra, tan de plomo, con más empalmes en las vértebras que una estación de trenes de Alta Velocidad.

No cumplirá su sueño de confirmar en Las Ventas. Pero Madrid, la capital del toro bravo, le debe una ovación de gala al último romántico, al último bohemio, al genio mejicano que ya no pisará más el albero por su propio pie, clavando la zapatilla en la arena; que galopará por los sueños en una silla de acero inoxidable con ruedas como un potro indómito, más allá de la tragedia.

Queda, como me decía el otro día un amigo del maestro, la compañía de los compadres, la genialidad del verbo, la filosofía salvaje de una vida de leyenda. Queda la presencia inmensa de Rodolfo Rodríguez, la memoria del Brujo de Apizaco que ha toreado todos los toros de la vida, que ha pisado todos los caminos, que conoce la pócima de la libertad como nadie, sin reglas ni leyes, solo su instinto, su maravillosa rebeldía. Quedan las sobremesas y el poso de la palabra, un corazón latiendo, ardiendo, pura vida.

Madrid debe hacer un festival por todo lo alto. No un festival de beneficencia, que esto no es caridad, que esto es un reconocimiento, que esto es pagar una deuda, que esto forma parte de la grandeza del toro, ese mundo que se dinamita a sí mismo desde dentro pero se une en la adversidad como una familia sin fisuras, fuerte, irreductible.

Queda para el mundo Rodolfo Rodríguez, el maestro, el hombre, el extravagante genio de ojos vivos al que no se le ha puesto nada por delante; el del puro eterno en los labios y la manta tricolor al hombro, Méjico en el corazón. Viva Méjico, coño.

Pero no olvidemos que al Pana le mató sin darle muerte un toro un 1 de mayo a los 64 años en Ciudad Lerdo, una plaza sin mapa, puto destino, cabrón.

 Honor y grandeza para quien tanto le ha dado al toro.


(Precioso dibujo-homenaje de Rocko, ilustrador mejicano. Gracias a @odriozola30 por el dato)


sábado, 7 de mayo de 2016

José Tomás, el exilio y Jerez


No, no estoy en Jerez, aunque cierro los ojos y puedo sentir el tacto de su albero, la caricia cálida del  viento, el rumor alegre de las casetas, el fino alegrando el paladar, el cascabeleo de las calesas, el olor a frituritas, el insoportable bullicio de la Calle del Infierno, el chasquido gozoso de los hielos del rebujito danzando en las jarras.

No estoy en Jerez, pero recorro de memoria el corto camino que dista entre la feria y la plaza, escucho el crujir de los volantes almidonados y siento la presión de los lunares ceñidos al talle, las horquillas en el pelo. Esquivo a las gitanas de porvenir y romero, de delantales tan blancos como una luna llena de mayo y su cantinela de maldiciones si no le tiendes la palma de la mano.

No estoy en Jerez aunque ayer torease Morante, creo en Dios Padre; aunque ayer hubiese un indulto que aún hoy se discute en el tuittendido; aunque hoy regrese José Tomás como un Mesías de carne y hueso que revienta de lleno las plazas para una clá de aficionados y petardeo a partes iguales, de devotos verdaderos, amén Jesús, amén Tomás, y forofos de nuevo cuño y billetes al peso, tanto tienes, tanto vales, que presumirán mañana de que hoy sí están en Jerez, donde yo no estoy, donde ya está vendido todo el papel.

No estoy en Jerez ni me van a echar de menos en una tarde de reencuentros y emociones porque cuando te instalas en el exilio del toro desapareces del mundo, desapareces de la foto de familia que diseña la famiglia; porque un periodista sin tribuna se hace de repente invisible y cuando se rasca los bolsillos nunca salen las cuentas. Y si no se puede ir no se va. Y no se va.

Y no se va, y desando el camino de tantas buenas tardes, tantas ferias cuando sí se podía, cuando contabas en una foto en la que no te ponías nunca pero en cuyo organigrama figurabas, aunque fuera por abajito, en segunda o tercera línea de playa, donde el agua está más lejos pero te pisotean menos el estómago.

No estoy en Jerez, donde estuve cuando las golondrinas bajaron a ver a Morante o cuando el tendido rompía por bulerías al ver a Rafaé, el gitano de Santiago, el genio. Aunque regrese José Tomás, padrenuestro, aunque ponga patas arriba el mundo, aunque sea hoy Jerez la capital del toro y del colorín.

No estoy y no me duele porque Jerez es siempre alegría en el recuerdo, Jerez tiene una calle en mi corazón que paseo a mi albedrío los días de toros y los de invierno. Sin pensar en mí, exiliada de mí misma, solo me duele no saber qué pasa en Jerez, cómo regresa José Tomás, uno y trino, vertical, inquebrantable, de Galapagar a la tierra, en la voz de quien tan bien lo cuenta.

Y me duele no saber cómo va a ser este mayo en el ruedo inmenso de Madrid si no lo escribe Javier Hernández en una tribuna de primera división, en primera línea de playa a bocaos con los más grandes, a dentelladas, sembrando la guerra y el latido, como él sabe, incendiario, provocador, molesto, pero tan necesario. Que eso sí es el exilio, el vacío. Que eso sí es una putada. Que eso sí importa y tanto dice de cómo está esto.

Esta va por ti, amigo, ahora que tu silencio es tan atronador, hoy que tú tampoco estás en Jerez.


(La foto es de la gran Anya Bartels-Suermondt, que sí que está en Jerez, donde tiene que estar)

viernes, 6 de mayo de 2016

Siempre contigo, maestro Pana


Aprendí a admirarlo los domingos de Galavisión más por brujo que por torero, peculiar, auténtico, diestro de medias blancas y manta de bandolero o de revolucionario al hombro, el puro en los labios desde los tiempos de antes de Morante, antes de Cristo, bohemio e iconoclasta, maravilloso, loco y libre, personaje de otro tiempo, casi como una leyenda.

Aquel Pana de brindis último a putas y meretrices, a las mujeres que le dieron calor en las soledades, anarca de los reglamentos y lo políticamente correcto, poeta de verso quebrado forjado en noches de hacer la luna mejicana, el amor en colchones de alquiler, de brindis en las tascas y apostarse la vida todo contra nada en el ruedo. Luchador, macho, bravo, canas y cicatrices y las arrugas de la piel como un doctorado de vida.

Rodolfo Rodríguez escribía su penúltimo verso en una plaza sin pena ni gloria, allá donde Cristo perdió el mechero, con un toro sin pena ni gloria, "Pan Francés" sin masa madre ni cabeza en puntas, sin nombre de romance ni poetas que cantar la tragedia con la voz ronca de la eternidad. Brujo sin tintes de gesta, volteado por los aires como un pelele de trapo a merced del maldito destino, el recuerdo de Julio Robles aquella tarde de agosto en Béziers.

Así, como un mariachi sin guitarra, como un caballero sin montura, desvencijado como un muñeco sin médula, como un cristo malllevado por costaleros de la premura, abandonaba El Pana su último ruedo, la arena sin sangre, el callejón tan estrecho, camino del hospital, en la mala suerte de  no caer en la plaza como muere sin pena quien apuesta todo a cara de perro por un sueño.

Hoy, en este cruce de caminos y de emociones, amanecía triste este cinco de mayo; comenzaba San Isidro, regresaba Fortes resucitado y vivo, pero mi corazón estaba más allá, tan lejos. Y llovía, llovía mucho, muy pausado, puta vida, tetraplegia, cadena perpetua de lo inmóvil, leyenda sin final de leyenda, sin cantores en el tendido, sin romances cuando marque el reloj las cinco en punto de todas las tardes, Federico en carne viva.

Fue mala suerte no morir entonces o acaso vivir para amarrar la libertad y atar sin cadenas un alma indomable. Luchador, macho, bravo, canas y cicatrices, domingos de Galavisión, el puro en los labios, escuela de la vida y brindis. Puta vida, puta plaza de mala muerte sin muerte.

Siempre contigo, maestro Pana.


(La foto es de mi amigo, el gran Álvaro Marcos)




domingo, 17 de abril de 2016

Castaño abre la puerta de la vida


A veces una ovación bien vale una vida, premia la vida misma. Javier Castaño regresaba hoy a Sevilla y a sus Miuras en la última de feria como si fuese una tarde más. Pero no era una tarde más; era la tarde después de una noche larga de miedos e incertidumbres; después de muchas madrugadas de analíticas, después de muchas mañanas con las venas abiertas recibiendo el veneno de la quimio que mata y a la vez cura.

Sin pelo, con la cabeza monda y lisa de quienes han pasado por un tratamiento tan brutal (esa cabeza donde caben todos los besos, todas las caricias, todo el amor del mundo); Javier aparecía hoy como un resucitado en la mañana de la Pascua, como un héroe de carne y hueso de los que pululan en los pasillos de Oncología, como un torero sin coleta que acaba de lidiar su peor toro, el del cáncer, que nunca se sabe cuándo va a salir por chiqueros, que nunca se espera, que no tiene fecha ni guarismo.

Javier volvía hoy a la cara del toro, ese toro que le ha mantenido en pie cuando otros no podrían ni caminar, cuando otros no podrían jugar los brazos ni sujetar una muleta por el estaquillador. Y ha volcado su alma tras dos espadazos que han terminado de vaciarlo, de vaciarnos. Y ha brindado a Luis Carrasco, el médico que le ha devuelto a la vida, a los brazos amorosos de Chus, a la ternura de la pequeña Sabela.

Javier ha regresado como una lección de esperanza a ese toro con el que soñaba cuando se jugaba la vida a puerta cerrada, en el silencio de los hospitales, en lo cotidiano de los efectos secundarios, la falta de sueño, el inmenso cansancio, las molestias estomacales, la incertidumbre, la batalla al cáncer entre cuatro paredes.

Sevilla ha ovacionado al hombre y al torero. La vida bien vale una ovación, una plaza en pie, un rezo, un cántico, un brindis. Y Rafaelillo, tan torero, tan inteligente y poderoso siempre, ha brindado de torero a torero por la vida, por el futuro, por muchas tardes de toros, por la alegría de vivir, por la valentía de vivir, de torear cada día fuera de los ruedos.

Así Javier, que ha vuelto sin coleta  pero con todo su bagaje de torero que no tuerce la cara, con oficio, firmeza y solvencia ante un lote que no se lo puso fácil, ha salido a hombros por la puerta de la vida, que es la más cara de abrir, la más difícil de descerrojar. Agotado, pero tan inmenso, con el sueño cumplido: regresar al toro que le da la vida.

Dicen que salía a pie de La Maestranza. Pero yo sé que Javier hoy ha sentido el peso del cielo sobre sus hombros con las zapatillas clavadas en la tierra y la vida cosida en su traje de palo de rosa, sobre la misma piel.


Yo también te saco a hombros, Padilla

Juan José Padilla por la Puerta del Príncipe de Sevilla (Foto Efe)
Las normas y los reglamentos se inventaron para romperlos. Y el corazón, la pasión, no entienden de normas, no son valores reglados. Por eso la Puerta del Príncipe se abría ayer de par en par para Juan José Padilla y no seré yo la que discuta su legitimidad, su fuerza y su justicia.

Juan José Padilla salía ayer por la Puerta del Príncipe a hombros de su hermano Jaime, torero de plata, la misma sangre, la misma ley, aquellas lágrimas en el callejón. A hombros de su tesón, de su voluntad, de su coraje, de su admirable fuerza y su ejemplo. A hombros de su lucha, de su alegría, de sus soledades, de su tremenda fe, de sus miedos, de sus victorias. A hombros de la memoria de más de veinte años de alternativa, de tantas plazas, de tantos nombres de leyenda, de no volver jamás la cara ante las más duras.

Aún soñando, Juan José me decía esta mañana que ha sido un regalo de Dios poder vivir ese momento. Pero no, Juan José. No ha sido un regalo de Dios, aunque comparto contigo que Dios se posa sobre todas las cosas. No ha sido un regalo de Dios, ni siquiera de los hombres. La Puerta del Príncipe de Sevilla se abrió ayer porque Sevilla se rindió al corazón, a la pasión, al agradecimiento a quien tanto le ha dado al toro, a quien tantas tardes ha ofrecido su vida sin guardarse nada.

Ayer era la tarde porque todo lo hizo bien en puro Padilla, con su forma de entender e interpretar el toreo, yéndose a portagayola como quien empieza en esto, con ambición en los lances, en los quites, el poderío de sus banderillas, la muleta mandona y el alma detrás de la espada. Puro ciclón. Lo de menos, y algunos me harán la cruz, fueron las orejas, el criterio inamovible de quien considera que Sevilla ha perdido el juicio. Para mí lo ha ganado por la mano. Y habló el pueblo, el que ruge, el que mantiene vivo esto, el que paga, el que decide. Díganme ahora que de esto no sé y lo mismo aciertan, que no digo que no. Pero siento. Pero creo. Pero vivo. Sevilla fue un enjambre de pañuelos blancos como los latidos de miles de corazones.

Y aunque los más ortodoxos apliquen reglamentos y normas, el toreo no se va a venir abajo porque ayer una plaza estallase en una tarde de abril, una más de miles de tardes, en la que Padilla fue puro corazón, pura entrega, pura ofrenda en el ruedo. Con la ambición de un chaval que busca su sitio, con el valor de quien no ha perdido la vista y tiene centenares de puntos de sutura en el cuerpo, con la alegría de quien acude a una cita con su eterna novia y por fin ve abierta la puerta de su cancela y puede acariciarla.

Para bien y para mal las orejas son despojos. Y el toreo es mucho más que eso. El día que no haya emoción, pasión, corazón en una plaza esta menda no volverá a sentarse en un tendido. Por tus cientos de paseíllos con los Miuras y los Victorinos, con los hierros más duros; por tu enorme amor al toro, por tu permanente ofrenda y por tu ejemplo, de haber estado en Sevilla yo te hubiese alzado sobre mis hombros. Ayer era la tarde, 16 de abril en el calendario.

Enhorabuena, Juan José Padilla, porque lloré contigo y el corazón se me disparó cuando atravesabas la puerta de la gloria y tocabas el cielo de Sevilla. Porque regresé a aquella tarde en Zaragoza, a tus años de gladiador sin apenas recompensa cuando pocos te conocían, a tus ferias con cuentagotas y las carnes abiertas, a aquel indulto a un Victorino en San Sebastián coreado en El Puerto a miles de kilómetros, a aquella noche en que mi corazón se quedó apostado en las puertas de un quirófano a la espera del milagro, a tu ejemplo, tu paciencia, tu generosidad, esa fe que mueve montañas, ese corazón tan grande, tan torero y tan humano.

No; no fue un regalo de Dios, ni de los hombres. Los reglamentos se hicieron para romperlos, para que cobren vida, para las excepciones con los seres excepcionales. Y ayer Sevilla supo sacar a un torero, pero también a un excepcional hombre de carne, hueso y alma, por su puerta eterna, la de los sueños, la de los príncipes.

Yo también estaba allí, ahí mis hombros. Mis respetos.


jueves, 14 de abril de 2016

Cobradiezmos y Ureña, el milagro del bravo y del toreo

Paco Ureña bajo la mirada de mi amigo Álvaro Marcos

Cobra diezmos, o eso dice su nombre, pero puso precio caro a su vida y no cedió; se la cobró tan cara a Escribano que no hubo muerte, sino gloria, un canto a la vida, un reconocimiento a los cinco años de crianza en el campo, a la ciencia y la paciencia de una dinastía ganadera.

Cobradiezmos, de Victorino Martín, presentó en La Maestranza sus credenciales: bravura, casta, clase, motor, recorrido, transmisión, codicia, seriedad, armonía, preciosas hechuras. Un toro guapo, vaya. Lo tenía todo. Con el hocico empapado del albero maestrante, haciendo surcos en la arena por ambos pitones, decidió que no ponía precio a su vida. Y entonces surgió la magia del toro bravo, la emoción hasta las lágrimas, ese milagro que esperamos todos los aficionados cada tarde, el que nos mueve, nos hace soñar, nos acelera el pulso y el corazón.

Cobradiezmos se ganó la vida en la plaza, se la cobró en la muleta de Escribano. No. No lo indultó el sevillano, que sí le ayudó a no morir, a ser ya eterno en la historia de la Plaza de Sevilla. Y no porque quiera restarle méritos al torero, que hay que estar ahí y aguantar esas embestidas sin fin, todo por abajo, y darle sitio y largura y ser generoso para lucir sus virtudes, cosa que hizo con ambición casi de novillero desde que se fue a portagayola después de que Ureña bordase a ralentí el toreo y calentase la tarde, y las almas, y el deseo.

Y Sevilla se entregó y enloqueció, se rindió al bravo Victorino que representa todo lo que un aficionado, un torero, un veterinario, un ganadero pueda soñar, aunque cueste tan caro ganarse la vida. Todos estuvimos de acuerdo, nadie pudo poner un pero, quizá porque cuando uno veía a ese toro no había palabras, solo emociones disparadas, agradecimiento después del tedio, y la lluvia y el maíz.

Fue un torazo, mucho toro; un derroche, un escándalo, un sueño, pura magia. Un gris de Victorino de los que te devuelven la fe y la ilusión. De los que te hacen salir con las lágrimas en los ojos, la garganta reseca y el alma rota. Cuando salía entre los bueyes hacia el campo y la libertad, hubo lágrimas en la plaza y el redoble de miles de corazones. Lágrimas sin drama, de pura alegía, de puro milagro.

Porque milagro llama a milagro y milagro fue el toreo tan puro y tan de verdad de Paco Ureña, que dibujó a cámara lenta pases eternos por ambos pitones manados del alma, de las tripas, de esa humildad que le hace tan grande, de ese silencio que hace que interiorice hasta los tuétanos el compás eterno, la cadencia del toreo. Resarciéndose del banquillo y del olvido, demostrando que aquellos sobrenaturales de Madrid que aún no se han terminado en nuestra memoria no fueron una casualidad, sino fruto de todo lo que atesora dentro, tan pausado, tan exquisito, tan torero con Galapagueño.

Sevilla ha vivido hoy dos milagros con nombre propio. Uno se llama Cobradiezmos y será padre en casa de Victorino. El otro se llama Paco Ureña y representa el triunfo de los sueños, la cordura en un mundo de locos que hasta hace nada no le daba sitio y le obligó a madurar en la sombra.

Benditos seáis, toro y torero.




martes, 12 de abril de 2016

Sentir el toreo


Me cuentan que en Sevilla andan las nubes que si sí que si no pero ya estoy con el corazón en La Maestranza y el mando del Plus en la mesa. Porque hoy torean Morante y Urdiales en Sevilla y eso es causa de fuerza mayor para abandonar el exilio a Marte, de periodista tiesa y sin tribuna, y volver a escribir en este blog mío berrendo en colorao donde no hay presupuesto pero al menos soy mi jefa sin anunciantes, inquisidores ni ponedores para escribir al dictado.

Regreso por el placer de escribir como regreso esta tarde al Plus y a la Maestranza porque torean Morante y Urdiales, dos de los tres que conforman mi cartel perfecto, redondo. La genialidad, la pureza; el arte; el concepto; la belleza, la hondura.

(Foto Arjona)
Hoy torea Morante, ese del que algunos dicen que no hace nada y entonces pienso que ese tío ha dado hace unos días una media que no está al alcance del resto de los mortales; de ninguno. Y entiendo a quien reclama la pasta de su entrada, al que mide los triunfos en orejas y despojos, pero si el toreo es poesía, el toreo es sentimiento, es latido, es un pellizco en las tripas. Es otra cosa que no se cuantifica ni se mide.

Y a mí me interesa más el verso, el ritmo, la belleza imposible y tan efímera de una media, una sola, que se llama excelencia, que cuarenta pases sin alma técnicamente perfectos. Ese duende, ese gracia que no se aprende, que corre por dentro como la sangre. Supongo que ahí reside la invisible frontera de la genialidad, de la inspiración, de la magia. Y me mueve, y me emociona, y me dispara el pulso. Y entonces siento el toreo como una sacudida eléctrica que a veces hasta duele de bonito.

Hoy torea Urdiales, ese del que algunos dicen que es peor torero si va con la FIT -lo jodido es que hasta se lo creen-; ese del que otros dicen que sí, pero que nunca redondea, que es frío. Y pienso en su valor seco, en su verdad, en su pequeña figura de gigante cuando se crece en la plaza. Pienso en la necesidad de grabar con una cámara todas sus faenas y ponerlas en las escuelas taurinas para enseñarle a los chavales cómo se coloca uno ante un toro, cómo acaricia el aire una verónica; cómo se cita, cómo se vacía uno entero detrás de una muleta, con los pies asentados, dando el pecho y los muslos, manteniendo vigente en el siglo XXI el toreo eterno, con el que se identifican mis padres, en el que se reconocen los abuelos.

Pienso en la arena negra de Bilbao, aquellas lágrimas, aquella tarde perfecta cuando ese tío frío, ese que no redondea, me hizo temblar entera cuando se la jugaba a cara o cruz sabiendo que ahí, tras la espada, se iban su vida, sus sueños, su esfuerzo, tanto, tantísimo trabajo, tantísima lucha. Y siento el toreo como un latigazo que me rompe entera.

Yo ya os espero. Cierro los ojos y empujo las nubes para que no llueva, para que merezca la pena este retorno de Marte -bueno, de Marte y de que soy "muy buena" pero nadie me compra, vaya, que no intereso ni hay parné- que ya ha merecido la pena solo por paladear la emoción de vuestro toreo en mi memoria.

Sevilla os espera. Unos irán a los toros, verán una corrida, sacarán el pañuelo, harán sus estadísticas, agitarán el gintonic y encenderán el puro. Otros, un puñado, sentiremos el toreo, su música y su silencio. Y si así fuese, si ardiésemos por dentro aunque solo sea un instante, tocaremos desde la tierra un pedazo del cielo de Sevilla.

domingo, 21 de febrero de 2016

Puerta grande para Mora y Fortes


No, no me he equivocado. Podría haber escrito esta entrada ayer, o media hora antes de la corrida de hoy, o el día que se hicieron públicos los carteles de Vistalegre , o cuando entre los aficionados era ya un secreto a voces que David Mora y Saúl Jiménez Fortes reaparecerían hoy juntos después de haber mirado de frente a la muerte.

Recuerdo aquella tarde de San Isidro, aquel recibo a portagayola que casi le cuesta la vida al torero de los seguidores morados. El tabacazo en la femoral, el reseco en la garganta. Aquellas lágrimas, aquella angustia, esa certeza de que somos el instante, de que en cualquier momento dejamos de ser.

Recuerdo aquella tarde de agosto en Vitigudino. La vigilia de la madrugada. Aquel calor denso junto a la puerta de la UCI en Salamanca, los ojos de Mary Fortes hinchados porque no cabían más horas sin sueño, más lágrimas hacia adentro bajo los párpados. Aquella luz blanca, ese silencio, esas medias voces, ese aire denso que no se respira, se mastica y te obstruye las vías. La vida escapando por un boquete en el cuello, aquel parte médico a dos milímetros de la muerte.

No me he equivocado, no. Mora y Fortes han atravesado la puerta grande de la vida. Hace tiempo que dejé de escribir crónicas desde el exilio y ya no me importa si esta tarde tocaron pelo, si Mora ha vuelto con el poso de quien siente el peso de la vida sobre los hombros, si Fortes ha recuperado el sitio que nunca perdió, la suela de plomo y verdad de sus zapatillas, asentadas, hundidas en el albero, la mala suerte de su lote casi imposible, a la contra. Otros lo contarán, otros cantarán la emoción contenida de los tendidos que recibieron a dos toreros como quien se encuentra con Jesús Resucitado por partida doble.

David Mora y Saúl Jiménez Fortes salieron por la puerta grande el día que atravesaron la puerta del hospital para ir a su casa. Para dormir en su cama, para recuperar a sorbos pequeñitos la vida. Para soñar en toreros la hora de volver a la arena. Para conservar la calma, el valor y la ilusión de volver a mirar de frente a la muerte y decirle: "no has podido conmigo".

Y por eso hoy regreso del letargo, de esta pereza y esta decepción que me da enfrentarme a una pantalla en blanco que un día llené de ilusiones que nunca se cumplen, de la ingenuidad de quien cree que lo que es justo algún día ha de servir para algo. Pero eso es otra guerra, otro cantar. Acaso más silencio.

Por ellos, solo por ellos. Por dos toreros, por dos hombres que regresaron de los brazos de la muerte para flirtear con la vida. Por no guardarse nada a la hora de ponerse delante, por su sangre tan de verdad en un mundo tan de mentira. Porque son de carne y hueso, porque sus heridas duelen, porque llevan escrito en la piel que solo somos el instante, les debía esta entrada, este regreso al blog berrendo y colorao.

La crónica de una puerta grande en el rincón de mi admiración, de mis sueños.

No no me he equivocado. Bienvenidos a la vida.



(La foto es una captura de Javier Carabias en twitter; un brindis generoso de Saúl por la vida)