domingo, 17 de abril de 2016

Castaño abre la puerta de la vida


A veces una ovación bien vale una vida, premia la vida misma. Javier Castaño regresaba hoy a Sevilla y a sus Miuras en la última de feria como si fuese una tarde más. Pero no era una tarde más; era la tarde después de una noche larga de miedos e incertidumbres; después de muchas madrugadas de analíticas, después de muchas mañanas con las venas abiertas recibiendo el veneno de la quimio que mata y a la vez cura.

Sin pelo, con la cabeza monda y lisa de quienes han pasado por un tratamiento tan brutal (esa cabeza donde caben todos los besos, todas las caricias, todo el amor del mundo); Javier aparecía hoy como un resucitado en la mañana de la Pascua, como un héroe de carne y hueso de los que pululan en los pasillos de Oncología, como un torero sin coleta que acaba de lidiar su peor toro, el del cáncer, que nunca se sabe cuándo va a salir por chiqueros, que nunca se espera, que no tiene fecha ni guarismo.

Javier volvía hoy a la cara del toro, ese toro que le ha mantenido en pie cuando otros no podrían ni caminar, cuando otros no podrían jugar los brazos ni sujetar una muleta por el estaquillador. Y ha volcado su alma tras dos espadazos que han terminado de vaciarlo, de vaciarnos. Y ha brindado a Luis Carrasco, el médico que le ha devuelto a la vida, a los brazos amorosos de Chus, a la ternura de la pequeña Sabela.

Javier ha regresado como una lección de esperanza a ese toro con el que soñaba cuando se jugaba la vida a puerta cerrada, en el silencio de los hospitales, en lo cotidiano de los efectos secundarios, la falta de sueño, el inmenso cansancio, las molestias estomacales, la incertidumbre, la batalla al cáncer entre cuatro paredes.

Sevilla ha ovacionado al hombre y al torero. La vida bien vale una ovación, una plaza en pie, un rezo, un cántico, un brindis. Y Rafaelillo, tan torero, tan inteligente y poderoso siempre, ha brindado de torero a torero por la vida, por el futuro, por muchas tardes de toros, por la alegría de vivir, por la valentía de vivir, de torear cada día fuera de los ruedos.

Así Javier, que ha vuelto sin coleta  pero con todo su bagaje de torero que no tuerce la cara, con oficio, firmeza y solvencia ante un lote que no se lo puso fácil, ha salido a hombros por la puerta de la vida, que es la más cara de abrir, la más difícil de descerrojar. Agotado, pero tan inmenso, con el sueño cumplido: regresar al toro que le da la vida.

Dicen que salía a pie de La Maestranza. Pero yo sé que Javier hoy ha sentido el peso del cielo sobre sus hombros con las zapatillas clavadas en la tierra y la vida cosida en su traje de palo de rosa, sobre la misma piel.


Yo también te saco a hombros, Padilla

Juan José Padilla por la Puerta del Príncipe de Sevilla (Foto Efe)
Las normas y los reglamentos se inventaron para romperlos. Y el corazón, la pasión, no entienden de normas, no son valores reglados. Por eso la Puerta del Príncipe se abría ayer de par en par para Juan José Padilla y no seré yo la que discuta su legitimidad, su fuerza y su justicia.

Juan José Padilla salía ayer por la Puerta del Príncipe a hombros de su hermano Jaime, torero de plata, la misma sangre, la misma ley, aquellas lágrimas en el callejón. A hombros de su tesón, de su voluntad, de su coraje, de su admirable fuerza y su ejemplo. A hombros de su lucha, de su alegría, de sus soledades, de su tremenda fe, de sus miedos, de sus victorias. A hombros de la memoria de más de veinte años de alternativa, de tantas plazas, de tantos nombres de leyenda, de no volver jamás la cara ante las más duras.

Aún soñando, Juan José me decía esta mañana que ha sido un regalo de Dios poder vivir ese momento. Pero no, Juan José. No ha sido un regalo de Dios, aunque comparto contigo que Dios se posa sobre todas las cosas. No ha sido un regalo de Dios, ni siquiera de los hombres. La Puerta del Príncipe de Sevilla se abrió ayer porque Sevilla se rindió al corazón, a la pasión, al agradecimiento a quien tanto le ha dado al toro, a quien tantas tardes ha ofrecido su vida sin guardarse nada.

Ayer era la tarde porque todo lo hizo bien en puro Padilla, con su forma de entender e interpretar el toreo, yéndose a portagayola como quien empieza en esto, con ambición en los lances, en los quites, el poderío de sus banderillas, la muleta mandona y el alma detrás de la espada. Puro ciclón. Lo de menos, y algunos me harán la cruz, fueron las orejas, el criterio inamovible de quien considera que Sevilla ha perdido el juicio. Para mí lo ha ganado por la mano. Y habló el pueblo, el que ruge, el que mantiene vivo esto, el que paga, el que decide. Díganme ahora que de esto no sé y lo mismo aciertan, que no digo que no. Pero siento. Pero creo. Pero vivo. Sevilla fue un enjambre de pañuelos blancos como los latidos de miles de corazones.

Y aunque los más ortodoxos apliquen reglamentos y normas, el toreo no se va a venir abajo porque ayer una plaza estallase en una tarde de abril, una más de miles de tardes, en la que Padilla fue puro corazón, pura entrega, pura ofrenda en el ruedo. Con la ambición de un chaval que busca su sitio, con el valor de quien no ha perdido la vista y tiene centenares de puntos de sutura en el cuerpo, con la alegría de quien acude a una cita con su eterna novia y por fin ve abierta la puerta de su cancela y puede acariciarla.

Para bien y para mal las orejas son despojos. Y el toreo es mucho más que eso. El día que no haya emoción, pasión, corazón en una plaza esta menda no volverá a sentarse en un tendido. Por tus cientos de paseíllos con los Miuras y los Victorinos, con los hierros más duros; por tu enorme amor al toro, por tu permanente ofrenda y por tu ejemplo, de haber estado en Sevilla yo te hubiese alzado sobre mis hombros. Ayer era la tarde, 16 de abril en el calendario.

Enhorabuena, Juan José Padilla, porque lloré contigo y el corazón se me disparó cuando atravesabas la puerta de la gloria y tocabas el cielo de Sevilla. Porque regresé a aquella tarde en Zaragoza, a tus años de gladiador sin apenas recompensa cuando pocos te conocían, a tus ferias con cuentagotas y las carnes abiertas, a aquel indulto a un Victorino en San Sebastián coreado en El Puerto a miles de kilómetros, a aquella noche en que mi corazón se quedó apostado en las puertas de un quirófano a la espera del milagro, a tu ejemplo, tu paciencia, tu generosidad, esa fe que mueve montañas, ese corazón tan grande, tan torero y tan humano.

No; no fue un regalo de Dios, ni de los hombres. Los reglamentos se hicieron para romperlos, para que cobren vida, para las excepciones con los seres excepcionales. Y ayer Sevilla supo sacar a un torero, pero también a un excepcional hombre de carne, hueso y alma, por su puerta eterna, la de los sueños, la de los príncipes.

Yo también estaba allí, ahí mis hombros. Mis respetos.


jueves, 14 de abril de 2016

Cobradiezmos y Ureña, el milagro del bravo y del toreo

Paco Ureña bajo la mirada de mi amigo Álvaro Marcos

Cobra diezmos, o eso dice su nombre, pero puso precio caro a su vida y no cedió; se la cobró tan cara a Escribano que no hubo muerte, sino gloria, un canto a la vida, un reconocimiento a los cinco años de crianza en el campo, a la ciencia y la paciencia de una dinastía ganadera.

Cobradiezmos, de Victorino Martín, presentó en La Maestranza sus credenciales: bravura, casta, clase, motor, recorrido, transmisión, codicia, seriedad, armonía, preciosas hechuras. Un toro guapo, vaya. Lo tenía todo. Con el hocico empapado del albero maestrante, haciendo surcos en la arena por ambos pitones, decidió que no ponía precio a su vida. Y entonces surgió la magia del toro bravo, la emoción hasta las lágrimas, ese milagro que esperamos todos los aficionados cada tarde, el que nos mueve, nos hace soñar, nos acelera el pulso y el corazón.

Cobradiezmos se ganó la vida en la plaza, se la cobró en la muleta de Escribano. No. No lo indultó el sevillano, que sí le ayudó a no morir, a ser ya eterno en la historia de la Plaza de Sevilla. Y no porque quiera restarle méritos al torero, que hay que estar ahí y aguantar esas embestidas sin fin, todo por abajo, y darle sitio y largura y ser generoso para lucir sus virtudes, cosa que hizo con ambición casi de novillero desde que se fue a portagayola después de que Ureña bordase a ralentí el toreo y calentase la tarde, y las almas, y el deseo.

Y Sevilla se entregó y enloqueció, se rindió al bravo Victorino que representa todo lo que un aficionado, un torero, un veterinario, un ganadero pueda soñar, aunque cueste tan caro ganarse la vida. Todos estuvimos de acuerdo, nadie pudo poner un pero, quizá porque cuando uno veía a ese toro no había palabras, solo emociones disparadas, agradecimiento después del tedio, y la lluvia y el maíz.

Fue un torazo, mucho toro; un derroche, un escándalo, un sueño, pura magia. Un gris de Victorino de los que te devuelven la fe y la ilusión. De los que te hacen salir con las lágrimas en los ojos, la garganta reseca y el alma rota. Cuando salía entre los bueyes hacia el campo y la libertad, hubo lágrimas en la plaza y el redoble de miles de corazones. Lágrimas sin drama, de pura alegía, de puro milagro.

Porque milagro llama a milagro y milagro fue el toreo tan puro y tan de verdad de Paco Ureña, que dibujó a cámara lenta pases eternos por ambos pitones manados del alma, de las tripas, de esa humildad que le hace tan grande, de ese silencio que hace que interiorice hasta los tuétanos el compás eterno, la cadencia del toreo. Resarciéndose del banquillo y del olvido, demostrando que aquellos sobrenaturales de Madrid que aún no se han terminado en nuestra memoria no fueron una casualidad, sino fruto de todo lo que atesora dentro, tan pausado, tan exquisito, tan torero con Galapagueño.

Sevilla ha vivido hoy dos milagros con nombre propio. Uno se llama Cobradiezmos y será padre en casa de Victorino. El otro se llama Paco Ureña y representa el triunfo de los sueños, la cordura en un mundo de locos que hasta hace nada no le daba sitio y le obligó a madurar en la sombra.

Benditos seáis, toro y torero.




martes, 12 de abril de 2016

Sentir el toreo


Me cuentan que en Sevilla andan las nubes que si sí que si no pero ya estoy con el corazón en La Maestranza y el mando del Plus en la mesa. Porque hoy torean Morante y Urdiales en Sevilla y eso es causa de fuerza mayor para abandonar el exilio a Marte, de periodista tiesa y sin tribuna, y volver a escribir en este blog mío berrendo en colorao donde no hay presupuesto pero al menos soy mi jefa sin anunciantes, inquisidores ni ponedores para escribir al dictado.

Regreso por el placer de escribir como regreso esta tarde al Plus y a la Maestranza porque torean Morante y Urdiales, dos de los tres que conforman mi cartel perfecto, redondo. La genialidad, la pureza; el arte; el concepto; la belleza, la hondura.

(Foto Arjona)
Hoy torea Morante, ese del que algunos dicen que no hace nada y entonces pienso que ese tío ha dado hace unos días una media que no está al alcance del resto de los mortales; de ninguno. Y entiendo a quien reclama la pasta de su entrada, al que mide los triunfos en orejas y despojos, pero si el toreo es poesía, el toreo es sentimiento, es latido, es un pellizco en las tripas. Es otra cosa que no se cuantifica ni se mide.

Y a mí me interesa más el verso, el ritmo, la belleza imposible y tan efímera de una media, una sola, que se llama excelencia, que cuarenta pases sin alma técnicamente perfectos. Ese duende, ese gracia que no se aprende, que corre por dentro como la sangre. Supongo que ahí reside la invisible frontera de la genialidad, de la inspiración, de la magia. Y me mueve, y me emociona, y me dispara el pulso. Y entonces siento el toreo como una sacudida eléctrica que a veces hasta duele de bonito.

Hoy torea Urdiales, ese del que algunos dicen que es peor torero si va con la FIT -lo jodido es que hasta se lo creen-; ese del que otros dicen que sí, pero que nunca redondea, que es frío. Y pienso en su valor seco, en su verdad, en su pequeña figura de gigante cuando se crece en la plaza. Pienso en la necesidad de grabar con una cámara todas sus faenas y ponerlas en las escuelas taurinas para enseñarle a los chavales cómo se coloca uno ante un toro, cómo acaricia el aire una verónica; cómo se cita, cómo se vacía uno entero detrás de una muleta, con los pies asentados, dando el pecho y los muslos, manteniendo vigente en el siglo XXI el toreo eterno, con el que se identifican mis padres, en el que se reconocen los abuelos.

Pienso en la arena negra de Bilbao, aquellas lágrimas, aquella tarde perfecta cuando ese tío frío, ese que no redondea, me hizo temblar entera cuando se la jugaba a cara o cruz sabiendo que ahí, tras la espada, se iban su vida, sus sueños, su esfuerzo, tanto, tantísimo trabajo, tantísima lucha. Y siento el toreo como un latigazo que me rompe entera.

Yo ya os espero. Cierro los ojos y empujo las nubes para que no llueva, para que merezca la pena este retorno de Marte -bueno, de Marte y de que soy "muy buena" pero nadie me compra, vaya, que no intereso ni hay parné- que ya ha merecido la pena solo por paladear la emoción de vuestro toreo en mi memoria.

Sevilla os espera. Unos irán a los toros, verán una corrida, sacarán el pañuelo, harán sus estadísticas, agitarán el gintonic y encenderán el puro. Otros, un puñado, sentiremos el toreo, su música y su silencio. Y si así fuese, si ardiésemos por dentro aunque solo sea un instante, tocaremos desde la tierra un pedazo del cielo de Sevilla.