lunes, 29 de agosto de 2016

Lupe, mi amor


A Lupe, su amor, no la dejaron entrar en la habitación donde él se moría. Eran las 5.05 de la madrugada y ella, al otro lado de la pared, no pudo darle el último beso, ni cerrarle los ojos, ni acariciarle la frente y desearle buen viaje al oído.

Manolete moría para el mundo y entraba en la leyenda del toreo. De eso, de aquella madrugada que hizo historia en el toreo, hace 69 años. Y pienso en aquella mujer con las carnes abiertas, con el alma rota y el corazón a caballo entre la realidad y el sueño, galopando en el pecho sin compasión, sin detenerse a las 5.05 horas de la madrugada.

Pienso en la joven de la sonrisa despreocupada, en la prometedora actriz que renunció a su carrera y vivió libre al margen del nacionalcatolicismo más rancio y abrió las puertas de su casa y de su vida a su hombre. Valiente Lupe, Lupe torera, Lupe sin anillo, estigmatizada por la España de los lutos y las mantillas, por la avaricia de unos cuantos y el mangoneo que perdura como una losa en voz baja.

A Lupe, su amor, no la dejaron entrar en su habitación y besarle, y cerrarle los ojos, y acariciarle, y susurrarle un "te quiero" al oído. No conozco en el mundo mayor condena.

Unos salieron del hospital con un cortijo nuevo en el bolsillo. Lupe salía sola, con un tabacazo en el corazón de esos que no se cierran nunca, de esos que no se ven pero te supuran toda la vida, unas veces en lágrimas y otras en silencios.

Manolete, el torero entraba en la gloria esa madrugada. Manuel, el hombre, solo se murió el día que ella cerró los ojos y dejó de pronunciar su nombre.



(Y escribo esto desde el móvil mientras mi tía Lita despide a mi tío Alfonso, que acaba de cerrar los ojos tras más de 50 años de amor)

domingo, 28 de agosto de 2016

El cielo de Bilbao no pesa


(Para Luismi Santos, que yer lo tuvo sobre los hombros)

Bilbao le debía una puerta grande a un chaval de Extremadura, a un chaval que ha rubricado en el oscuro albero bilbaíno lo que ya venía cantando de plaza en plaza, tarde tras tarde: que es un torero de pies a cabeza, que sabe torear, que siente torear.

Un presidente le privó de tocar el cielo de Bilbao en la tarde de los despropósitos administrativos, la del incomprensible mano a mano, la de las ansiedades en el callejón y las vergüenzas de la trastienda. Y ahí, con las zapatillas clavadas a la tierra negra, José Garrido crecía, tan torero, y salvaba la tarde de la sinrazón reivindicándose, rozando el cielo bilbaíno con las yemas de sus dedos.


Un pañuelo de menos tuvo la culpa, aunque no hay pañuelo que borre las faenas que se firman en la arena, eternas, la memoria de los buenos aficionados. Garrido torero, mayúsculo, con o sin pañuelo, salió ya ese día por la puerta grande de los aficionados cabales, de los que nos quedamos cosidos al hilo de la tarde para revivir la emoción del toreo macho, de la tarde en contra, del querer ser, del ser.


De aquella tarde y la del día después, ayer mismo, dan memoria hoy las crónicas, el papel y los aficionados, la pantalla del Plus en una tarde de plomo y petardo de "los toros del maíz" que se tornó en explosión de toreo caro cuando un sobrero de Fuente Ymbro la salvó a la postre y permitió a un chaval de Extremadura, José Garrido, descerrojar, incontestable, esa puerta grande que debe saber a gloria, a la inmensa alegría del sueño cumplido que solo conocen los toreros que un día la traspasan en volandas.

Y después el descanso. La soledad de la habitación, las zapatillas descalzas, las piernas en alto y la compañía del más fiel en el cielo de la azotea de un hotel, Bilbao a los pies, rendido, aún latiendo en la tierra. La mirada, la caricia, la compañía de esa otra familia que une el riesgo en la arena, el corazón en vilo tras el callejón y miles de kilómetros en la noche atravesando España para hacer posible el milagro del toreo cada tarde.

Dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, pero no es verdad. Al lado, nunca detrás, de un gran hombre siempre hay una gran mujer, igual que al lado de un gran torero siempre hay grandes hombres como su sombra: una cuadrilla, un equipo, una segunda familia que sufre y se la juega con él cada día, que sostiene los días grises y comparte la luz de los triunfos, las palabras y los silencios, esos rincones del toro que no se ven, que no se cuentan, a los que solo acceden un puñao.

Hoy, con el rastro del triunfo ya asentado, con Diego Urdiales en puertas de su segunda tarde, con Iván Fandiño en el silencio que precede a una tarde en la que muchos queremos escuchar su rugido de león, he visto la gran foto que me faltaba de ayer, la que me toca las tripas, porque el toreo es emoción, es lealtad, es el instante: la de Luismi con su matador a hombros.

He visto la foto del mozo de espadas que porta sobre sus hombros a su torero como un costalero de abril en agosto, un cargador sin penitencias a quien no le duele la espalda porque también en sus hombros lleva un pedacito de cielo y de corazón escondido en una toalla. A estas horas estará en otra habitación, otra tarde, otra plaza, repasando con despaciosidad cada prenda, cada detalle, acompañando al torero mientras vela sus armas, su carne, su corazón.

Y en esa foto he visto escritas las tardes de soledad en el campo haciéndose mayor sin darse cuenta, los inviernos fríos, el retiro, la ceremonia de vestir al hombre como a un caballero velando armas, tan depacito, con tanto mimo, la confianza en la mirada y en las manos; la incertidumbre al apagar la luz del hotel, los kilómetros contra la noche, las carreras por el callejón, el barro fresco del botijo, esos ojos que nunca se apartan como guardianes permanentes clavados en la  nuca del torero.

Y hoy, que todo el mundo ha cantado lo que ya sabíamos, la raza torera, la gran dimensión como torero de José Garrido, estas líneas son para ti, Luismi Santos, fiel amigo, fiel mozo de espadas, porque a veces, en esas noches interminables por las carreteras del Planeta Toro, también has sonreído paseando por mis letras.

Mis respetos, mi admiración y mi cariño.



(Desconozco el autor de la foto que abre el post. La que lo cierra, maravillosa, es de Raúl Gracia El Tato, apoderado de Garrido. El cielo de Bilbao)



miércoles, 24 de agosto de 2016

Diego Berrendo en Colorao


Bilbao aún guardaba en su arena negra el rastro de las lágrimas de un torero, de aquel Diego Urdiales que el año pasado veía cómo se le escapaba entre los dedos la temporada sin pegar el puñetazo definitivo en la mesa, que era el puñetazo a las puertas y a los carteles, a la confirmación de lo que muchos ya sabíamos. Y de repente en su Bilbao talismán, su Bilbao de agosto, de puertas rojas como corazones y asientos azules como el cielo,  puso patas arriba el toreo con uno de Alcurrucén que dejó secas las gargantas y rotas, quebradas, las voluntades.

Bilbao guarda la memoria de las faenas perfectas a los de Victorino, esas que deberían ser de obligatorio visionado en las escuelas. Guarda la soledad del torero cuando las cosas no ruedan, cuando los teléfonos no suenan, cuando las portadas son un sueño; mucho antes de que Curro lo bendijese con el don de la gracia y una pizca de romero, mucho antes de que quienes antes le negaban el pan y la sal cantasen sus faenas como si acabasen de descubrir una revelación.

Antes que eso, Diego Urdiales era ya torero de cabecera en este blog berrendo y pequeñito, berrendo y colorado, que tantas veces lo ha visto crecer hasta hacerse inmenso en el centro del ruedo, en las doradas arenas del norte, en la arena oscura donde se posa en oro y luz. Diego Verónica Urdiales. Diego Valor Urdiales. Diego Torería Urdiales. Diego Clasicismo Urdiales. La cara y la cruz de la fiesta, el toreo por las venas desde el dedo meñique del pie hasta la raíz del último pelo de la cabeza. El toreo por los poros. El toreo en el gesto, en la gravedad y también en la sonrisa. El toreo en la cabeza y en el corazón. Diego Excelencia Urdiales.

Diego Amigos Urdiales. Diego Lumi Urdiales, Diego Maribel. Diego Pablo, Diego Alfredo, Diego Javier, Diego Isra. Diego Elena, Diego Miguel, Diego Retrato de Pureza. Diego Marta Amor, Diego Claudia Urdiales. Pensando en Claudia. Diego Desiré, Diego Aula Taurina, Diego Monosabio Blog. Diego Arnedo, Diego Logroño. Diego Rioja Urdiales como el vino que guarda el sabor del hollejo duro, la sabiduría de las cepas centenarias que ya maduran antes de ser desposeídas de los racimos.

Diego Berrendo, Diego en Colorao. Diego Urdiales con el berrendo en colorao de Alcurrucén, Atrevido, la majestad del bravo, el de la capa caprichosa, berrendo en colorao remendado careto calcetero coletero que diría Luismi Parrado, en cuya cabeza caben todos los toros del mundo, todos los órdenes de lidia, todas las reatas.

Bilbao lo recibió con una ovación y la emoción del recuerdo. Con el corazón en las manos y el presagio de ese toreo de cante grande y hondo, profundo como un pozo al epicentro de la tierra, que algunos solo pueden soñar y que Diego atesora en las yemas de los dedos, en los muslos y en el pecho, en las plantas de los pies hundidas, clavadas; en la suavidad de un capote, la caricia; el poso y la paciencia, la perfecta colocación; la belleza inabarcable de muletazos de mano baja que no se acaban nunca; en el milagro de unos naturales sin tiempo, el mentón hundido en el pecho y la espada hasta la bola, de Bilbao al cielo.

Bilbao lo sabía, lo presentía empapado aún en las lágrimas de un torero sobre su arena negra, Diego Urdiales encendido, y rompió en aplausos al torero. Al toreo. Y cerró los ojos y soñó el toreo puro, clásico, eterno, Diego Bendito Urdiales.

Atrevido, berrendo en colorao, esperaba en chiqueros para hacerle los honores.



(La fotografía es del diario El Mundo)







sábado, 20 de agosto de 2016

Cristina torero, Cristina toreando vida



Estarás a estas horas velando tu capote de seda blanca bordado en malva y morado como las siemprevivas extendidas en primavera, como las túnicas de los Nazarenos de abril y las manchas de vino recio sobre un mantel limpio.

Ese capote plegado durante diecisiete años que escribió una página nueva en la historia de la vieja tauromaquia, anclada en los siglos y en los prejuicios, en un mundo masculino en el que no había hueco ni cabida. Ese capote que abrió puertas, ventanas y mentes y que conjugó por encima de las trabas en toreo en tiempo femenino.

Mujer de atarse los machos, Cristina, desatándose de los machos para ser mujer y torero, maravillosa mujer de seda y oro, de franela y acero, árbol orgulloso que echó raíces sobre el albero. Aquella joven de flequillo recto y mirada decidida con el corazón latiendo a compás como los vuelos de un capote mecido contra el viento. Cristina Sánchez, Cristina torero, Cristina mujer. Torero de pies a cabeza, desde el dedo meñique a la punta de la coleta rubia, a esa melena al viento de mujer, de torero, de mujer, de madre, de torero, de Cristina.

Y te pienso ahora en la soledad del hotel, en el silencio espeso que precede a la batalla, en la responsabilidad del nuevo paseíllo, en el compromiso con la enfermedad, en los nervios del regreso, en la emoción de ceñirte al traje como una segunda piel. Las medias rosas y la espiga bordada, cereal, hostia consagrada, comunión; las zapatillas bajo la silla, esperando el roce, tu paso firme; ese capote de seda blanca bordado en malva y en morado que ya quiere beberse los vientos, vestirte.

Y regreso con los ojos cerrados a la Cristina vestida de calle, Cristina saliendo de la clínica con su hijo primero en brazos, el fruto del amor, el milagro de la maternidad. Tan madre, tan torero, conociendo por vez primera el vértigo que da la muerte cuando se ama por encima de uno mismo. Y pienso en las caricias, en el mágico lenguaje que solo poseemos las mujeres cuando nos enfrentamos a la carne venida desde el vientre, a la maravilla de regalar la vida. Y te veo hoy como entonces, más torero que nunca con las caderas más anchas y la mirada empapada de ternura, tan torero como las miles de mujeres que cada día traen hijos al mundo con el dolor de sus carnes.

Cristina torero. Cristina mujer. Cristina madre, como esas miles de madres que luchan contra el tiempo y los relojes en los pasillos de los hospitales, en las largas sesiones de pruebas y de quimio, de analíticas. En la espera, en la búsqueda del milagro, en la desesperación, en las sombras y en las luces. Tú, que eres madre, lo sabes. Sabes lo que duele un hijo, más que una espada, más que una cornada en lo más profundo del ser, insondable, irracional.

Y adivino en tus ojos de aquella niña de flequillo rubio los ojos de los niños que miran a la vida de frente, que atisban la esperanza, que intentan ver una luz nueva cada día. Esos niños del cáncer que hoy haces visibles cogiendo tu capote, echando la pata alante, marcando la cruz en la arena y ofreciéndote generosa en el ruedo, regalando vida. Tú, que has regalado la vida.

Estarás a estas horas velando ese capote de blanca seda y flores mientras mis latidos vuelan a esa soledad, a ese hotel, a esa plaza repleta que te espera, a la ovación de gala, la emoción, la bienvenida. Echando un capote a las madres, a los niños que sufren y que esperan. Toreando por la vida, escribiendo de nuevo la historia, porque hoy se ha hablado de torear en los telediarios y miles de ojos y de corazones se posan en Cuenca con la esperanza por santo y seña.

Cristina Sánchez. Cristina mujer. Cristina hoy más torero que nunca.